Y entonces ella entró
en sus brazos
Por Guadalupe Ángeles
Ella lo abordó en los pasillos de la gran feria del libro pronunciando una frase de aquel volumen suyo que, después le dijeron, fue leído solo por estudiosos de la literatura para hacer "papers" con los que obtener algún Ph en universidades norteamericanas.
Él, divertido ante la
ocurrencia, caminó algunos pasos con ella al lado mientras le explicaba que
cada nombre, de cada una de las mujeres protagonistas de esa novela, comprendía
en sí mismo todas las características de aquellos seres hechos de palabras a
los que ella sintió, al leerla, tan cercanos como a la mejor de sus amigas.
Fue a partir de esa
anécdota que volvieron a verse, año tras año, en esos mismos pasillos, cuando
ella colaboraba en aquellos antiquísimos lugares llamados "suplementos
culturales" solo para conversar como amigos y, sin embargo, él le permitió
publicar esas charlas como entrevistas que su editor decoraba con dibujos de
animales fantásticos.
Eran días felices. Parecía
entonces que existiría un futuro. Los meses previos a su encuentro
solo existían para que ella leyera sus libros publicados antes de conocerse. En
esas páginas, pergeñadas en otra vida, ella conoció a ese joven tan lleno de
entusiasmo que creó a su alrededor, con base en un trabajo editorial
incansable, una vida digna de vivirse, sin límites, gloriosa, como suelen ser
las existencias experimentadas a plenitud, aquellas que discurren en el cauce
de una vocación asumida. Los lugares y los nombres, aunque ahora icónicos, en
aquella época eran los materiales para simplemente vivir y ella, al leerlo, era
testigo de una vida plena como pocas; al comprenderlo, se detenía a media
lectura; recordaba su risa y la discreción de sus formas, no consideraba que
fuera timidez aquel cuidado de su trato; era precisamente un hombre de buenas
maneras; difícil relacionarlo con el autor de libros experimentales al extremo
o de capítulos enteros escritos para representar el significado literal de una
palabra.
Pasaron varios años. Él
murió, sus herederos donaron su biblioteca al gobierno del estado de la
república donde naciera.
Así, lo que pareció ser el
cierre de un círculo, fue, inesperadamente, el principio de una amistad
aún más estrecha.
Con todo el tiempo libre a
su disposición gracias a su viudez, ella, por fin jubilada, fue a ese estado de
la república y empezó la lectura sistemática de aquella biblioteca en la que
cada libro tenía anotaciones del escritor gloria nacional, pero aquellas
palabras eran, casi todas, como exclamaciones pronunciadas por el joven
entusiasta con el que ella conversara, porque la edad no toca a quienes viven
enamorados de su trabajo.
Pasaba así horas
reconstruyendo en su mente los días vividos por aquel joven a través de la
lectura, y hubiera asegurado que varias veces sintió sobre ella la mirada
burlona del joven conejo al disfrutar algún pasaje especialmente erótico.
Ganado con la edad el
derecho a cualquier exquisitez antes llamada desmesura, ella lo empezó a soñar:
sonriente y dinámico como a sus veinte años, entrañable como a los sesenta,
vistiendo aquel traje café oscuro que tan bien se ajustaba al papel representado,
¡cuánto se reía él de esas convenciones! y qué libre era en todos los aspectos
de su vida, ¿acaso en la historia de la literatura alguien había escrito un
libro formado solo por pies de página, o completamente elaborado con preguntas
dirigidas a una muchacha que guardaba silencio? Ella le hizo esas y muchas
otras interrogantes mientras hacían un recorrido, a lomos de camello, por el
desierto del Sahara; o muertos de risa los dos bajo el estruendo de una cascada
que les caía sobre los hombros. Acodados en mesas de café disfrutando el aire
de viejas ciudades intercambiaron teorías sobre el acto de escribir
innumerables veces. Y era tal su desmesura que escribieron juntos largas
epopeyas, que en su ritmo reproducían la música de las olas.
Ninguna gran capital del
mundo se vio libre de sus largas caminatas, ni hubo árbol sobre la tierra que
no les hubiese ofrecido su sombra mientras leían juntos textos que alimentaban
sus conversaciones.
Vistas todas las películas
que también formaban parte del acervo cuya única heredera, sin él saberlo, era
su gana de verlo todo a través de sus ojos, y tras creer entender todo aquello
que alguna vez llamó su atención, que parecía insaciable, quiso la vida que
soñara el interior de una biblioteca de cuyos ventanales se deslizaba una luz
diáfana de mediodía, ahí, al encontrarse leyendo, de repente lo vio frente a
ella con aquella sonrisa tan suya y enfundado en su traje café oscuro,
entonces, por fin, entró en sus brazos.
Los empleados de la
biblioteca pública, cuando fueron a llamarla para que se retirara y les
permitiera cerrar hasta el siguiente día, encontraron su cuerpo sin
respiración, con la mano derecha dentro de las páginas de aquel libro: "A
la salud de la serpiente".
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005), Raptos (2009) y No es luz, mas enceguece (2023). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación. Actualmente radica en Guadalajara.
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