Quetzalcoatl.
Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 8: Lo que había de suceder
Por Fructuoso Irigoyen
Rascón
Unos días después,
Topilzin accedió a que los danzantes subieran de nuevo hasta la sala del trono.
Y lo hizo porque el vocero del grupo que se había atrevido a subir sin compañía
hasta la ventana por la que el príncipe estaba observando de mañana a los cenzontles,
y más tarde a los danzantes que se iban congregando en la plaza, le había
comunicado que el grupo traía un presente muy especial para él. Y ante el
cuestionamiento del gran maestre, ahora Tecpatli, el amigo del príncipe, afirmó
que ya no le pedirían al príncipe desistir de su determinación sobre la
prohibición de los sacrificios humanos. Ofrecieron también dejar fuera al
danzante que se identificaba como tepoca con el espejo de Tezcatlipoca en su
tobillo.
Una vez que los danzantes penetraron
en la sala del trono y comenzaron a exhibir sus talentos dancísticos y
acrobáticos, una hermosa muchacha que formaba parte del grupo de danzantes, se
acercó al príncipe y le habló dulcemente. Le ofrecía algo que llevaba en un
pequeño guaje al que había para el efecto removido su tapón de olote de maíz:
era el presente del que el primer muchacho le había hablado.
—Tomar
uno o dos tragos alegrará tu espíritu. No te hará daño. ¡Vamos, bebe!
La tentación se hacía cada vez más
irrestitible.
Este
grupo de danzantes traía muchachas, con los giros de la danza los vestidos
dejaban ver atractivas siluetas curvilíneas, senos juveniles que rebotaban y
reverberaban llenos de vida. El joven príncipe comenzaba a inquietarse, diría
uno de sus poetas, le comenzaba a hervir la sangre.
Al fin el príncipe no resistió más y
probó el pulque. Era aquel un líquido baboso que se pegaba en la lengua, un
sabor a agua sucia bastante desagradable... pero después de un par de sorbos
quería más. La magia del octli.[1]
La muchacha se deleitaba en servirle, el príncipe no dejaba de observar sus
redondos senos, visibles por los lados de su tilma. Sentía su virilidad
engurgitarse, su cara también se tornó rubicunda, el habla un tanto
entorpecida. Sus manos, como actuando por si solas, recorrían el torso firme y
sólido de la muchacha y esta intensificaba el ataque repegando sus firmes
muslos contra las rodillas del príncipe. Comenzó a besarlo. En aquel momento
Tecpatli, decidió intervenir. Había advertido que la situación se tornaba
peligrosa.
Se
dirigió al guardia mayor y le indicó que removiera discretamente a todos los
danzantes del salón del trono. Él mismo tomó a la muchacha por la muñeca y
disimulada pero firmemente jalándola la sacó del recinto diciéndole:
—¡Ve
a llenar el cántaro! Trae más de ese licor.
Así
la despachó mandando un guardia a seguirla y encargarse de mantenerla alejada.
Pensó que había llegado justo a tiempo para evitar que el príncipe hiciera algo
de lo que seguramente después habría de arrepentirse.
Ce
Ácatl protestó tibiamente de que la muchacha que lo había excitado tanto
desapareciera de su vista, pero mirando la jicarilla que la doncella había
dejado a un lado del trono, la tomó y bebió más. Alguna versión de esta parte
de la historia pretende que esta muchacha era uno de los dioses malos
transformado en seductora mujer.[2]
Y
qué pasaba ahora. Todos podían notar la virilidad excitada del príncipe dios apenas
camuflada por su tilma y entre dos placas de escamas de la serpiente emplumada.
No dejaba nada a la imaginación. Un ratito después estaba dando órdenes. Nunca
visto. Gritaba como loco:
—Que me traigan a Xochipétatl.
Quiero que beba conmigo, quiero que vea que bueno es esto.
—Pero
ve lo que dices, amado príncipe. Ella es tu hermana ¿como va a ser? ¿qué pasa?
—Que la traigan digo. No le voy a
hacer nada, solo quiero que beba de esta delicia conmigo.
Y allá van las criadas y un par de
guardias, no hacen un secreto de que van por la princesa, como que todo mundo
se da cuenta, la han mandado llamar. Y ya comienzan los tepocas a esparcir
rumores:
—La
va a emborrachar, luego la poseerá, ¡Ved lo que es el tal Quetzalcóatl!
Las viejas que
lavaban en el río no se explicaban que era ese terrible rumor, ¿qué estaba
pasando? ¿De quién eran las voces que propagaban los rumores acerca de un
pecado que todavía no se cometía? ¿Era la voz de Tezcatlipoca acaso? O tal vez
era tan solo una creación fantasiosa de los coros toltecas que después de
presentar peticiones al príncipe o a los dioses recorrían los barrios contando
historias, diciéndoles a todos cómo les había ido en su encuentro con el
príncipe.
Pero no era tan simple esta vez,
algo muy serio se gestaba. Y ya vienen con Xochipétatl. Como su nombre lo
proclamaba: la doncella era hermosa como un lecho de flores. Vestía una tilma
blanca inmaculada con un solecito bordado arribita de la bastilla, una amapola
adornaba su negra cabellera. La habían encontrado en la Montaña de la Oración y
estaba precisamente haciendo eso, orando. La muchacha se veía perpleja, es casi
como si la llevaran arrestada, y todos le sonreían maliciosamente.
Cuando
llegaron con ella a la sala del trono, el príncipe dijo:
—Déjenos solos...
[1] Pulque.
[2] Creencia
que también se aplicó en otras versiones a Huémac, el ultimo rey tolteca, en
cuyo caso tal maniobra era innecesaria pues Huémac no era casto y puro como sí
lo era Ce Ácatl hasta este preciso día.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.
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