El umbral
Por Martha Estela Torres Torres
Varias personas felicitaban al artista, cuya magnífica
obra se exhibía en aquel recinto, mientras yo conversaba agradablemente con la
esposa del pintor y su prima, cuando en ese momento se acercó un joven
fotógrafo: alto, delgado, cabello ondulado, y oscuro como la muerte; sostenía
en sus manos una impresionante cámara fotográfica que todo alcanza con la
fuerza intrínseca de su luz. Ese fue su primer rostro, abyecto, prelúdico e
impactante.
Siempre he tenido miedo a las cámaras, al lente
maldito que capta de un modo u otro mis penas y las delgadas líneas que se
multiplican con los años. Nada escapa al lente, ni las emociones, ni el
cansancio que fustiga la piel como un viento erosionante, ni la anemia corporal que
me domina después de navegar horas de insomnio.
Miré la cámara que interpuso entre nosotros, pero
inmediatamente la bajó para indicarnos que retrataría a la esposa del pintor y
a su prima; como yo me encontraba en medio, opté por moverme rápidamente a la
izquierda, al detectar su intención de dejarme fuera del umbral fotográfico.
Me sentí mal desde el primer instante en que
pretendió anularme de la foto, aún así le dije: “¡adelante!”, tratando de mantenerme
al margen para no obstruir el claro objetivo del individuo que mostraba su
desafiante arma de luz. Era claro que a él solo le interesaba capturar la
imagen de una de las protagonistas, pero al moverme, la señora Rosas notó la
imprudente actitud del joven, y me tomó por la cintura al mismo tiempo que a su
prima, afirmando a propósito: “¡Tómenos a todas juntas!”, convencida de la
horrible distinción del joven de esquivarme de su flash elitista.
Intenté liberarme de sus generosas manos, ante la
insistencia del fotógrafo que ordenó categóricamente: “Le tomaré una foto a
usted sola, pero después… —afirmó dirigiéndose a mí, tratando de justificarse.
Esto solo sirvió para aumentar la sentencia discriminatoria que me relegaba,
por eso me alejé del mecanismo automático, sintiendo e imaginando, las miradas
de los asistentes.
Él, finalmente, disparó dos veces el flash, presionado por la esposa del pintor.
Mi rostro se transfiguró ante el rayo fulminante que me hizo sentir
despreciada, estigmatizada hasta el infinito por la selección prístina del desconocido.
Luego se acercó tratando de ser congruente con lo que acababa de decir, pero yo, en vez de posar ante
sus ojos oscuros, me libré de la prisión femenina y le reproché, avanzando hacia
él, su ejercicio separatista. Cuando las damas quedaron a mi espalda, en tono
sincero, expresó: “discúlpame” mirándome detenidamente, tal vez, para comprobar
la efectividad de sus palabras.
Mi rostro estaba enrojecido por la ofensa y gruesas
lágrimas aparecieron en mi rostro, avasallantes e incontenibles. Entonces me
tomó, en un acto intuitivo y natural, de la mano, para decirme que lo sentía,
que no tuvo la intención de hacerme sentir mal; sin embargo sus palabras no
surtían efecto, huían ante el fragor del sentimiento, porque imprudente es el
llanto como certero es el puño que discrimina.
Nadie estaba agonizando, ni había muerto, ni
tampoco amenazaba con exterminar mi vida, sin embargo ahí estaba yo, en medio
del salón, frente al intruso, llorando con lágrimas súbitas e indomables, ante
la situación opresora de mi garganta.
Ahora me pregunto ¿qué fue lo que mutiló mi
orgullo, mi esencia, en aquella tarde cultural entre supuestos colegas y amigos?,
al festejar la unción del arte con la sensibilidad, con el color inverosímil y
fascinante de los cuadros, y la aproximación insólita de elementos pictóricos que
produce verdaderas metáforas. Así surgí como una absurda metáfora, con amplitud
de la nada, así de pronto como aparecen las flechas del enemigo, inesperadas y
mortales, estremeciéndome hasta el infinito, hasta las raíces de mi cuerpo,
hasta las partículas infieles de mis uñas y de mis terminaciones nerviosas,
pues no supe elevarme a tiempo, ni huir del hechizo perturbador del individuo
que ahora me pedía eximirlo de su precipitada actitud, mientras sostenía las
lágrimas a base de apretar los dientes sin poder impedir que ellas,
vigorizantes y necias, siguieran alterando mi estabilidad emocional.
Me dijo en voz baja que lo perdonara, que podía
invitarme un café para platicar y aclarar ese equívoco tan delicado, y qué
incluso podíamos ir a comer al día siguiente; cómo si yo estuviera pensando en
festejar un encuentro.
Acepté el café en ese momento de frustración
nerviosa, alterada por el llanto y una lata de manzanita lift, con la claridad húmeda de mis pupilas que afortunadamente se
evaporaban por el viento que llegaba del jardín. Agregó que era verdaderamente
impresionante ver una mujer como yo, llorando; así de ese modo, imprevisible y
gratuito como si llorar fuera tan fácil como reír, como palpar el pétalo de una
flor o probar la nostalgia del atardecer o escuchar los latidos rítmicos de un
corazón atolondrado sin motivo, sin una razón lógica para activar la marea
interior.
Quedé presa en su mirada, cautiva en sus ojos de ébano
cuando me dijo: “Me siento tan culpable como nunca me he sentido, más aún que
cuando maté por primera vez”.
—¿Mataste a alguien? —pregunté con una ingenuidad
reprobable, corrigiendo mis palabras al instante— no puede ser, estás jugando.
Él me miró de nuevo y sin atenderme, me dijo, “es
impresionante cómo se da esto”. Yo no entendía lo que quería decirme e
interrogué de nuevo ¿a qué te refieres? “Esto lo debemos comentar después,
porque hay signos importantes en lo sucedido”. ¿A cuáles te refieres?, le dije.
“Principalmente a dos, uno: hacerte llorar de este modo, y dos: mira nomás:
cómo evades mi mirada; eso no es normal”.
¿Cómo te llamas? Le pregunté para no contestar. Él
respondió “Julio; me llamó Julio…” Entonces añadió: “Arquímides o Rubens” o
algo así. “Debemos reunirnos en un café; dame tu teléfono”, pidió abriendo una
libretita de direcciones. El teléfono de la oficina es… “No, no, dame tu celular”.
Es lo mismo, le dije apresurando la respuesta. El teléfono es… Lo anotó de
prisa, pero cuando me acerqué, vi que faltaba un número. “Ah, sí, qué bueno que
te fijaste”, dijo. “Dame tu correo”, y se lo di, pero también lo anotó mal,
porque lo escribió en singular. No, no, así no, le dije. Entonces me pidió: “anótalo
tú, por favor”, entregándome la libreta. “Te veré mañana; te marcaré a las diez
¿te parece?” Bueno, sí, está bien —contesté más tranquila.
—Te conozco, ¿verdad? —interrogó de pronto,
retomando la conversación.
— Claro que no. Aunque me parece haberte visto de
lejos, hace mucho tiempo, pero no nos conocemos.
—Me parece que te he visto en algún lado, es más,
siento como que te quiero —agregó con tono sincero.
—Estás jugando, eso no puede ser; si ni me conocías.
—Esto es algo especial, muy extraño por cierto: el
hecho de conocernos así, de este modo: tan inusual; debe ser por algo. Estas
coincidencias no pasan todos los días —añadió dando importancia a lo sucedido.
—¿Me perdonas? —suplicó mirándome a los ojos.
—Sí, ya pasó. Olvídalo —le dije.
—¿De verdad me perdonas? —volvió a preguntar con
dulce voz, mostrando verdadero arrepentimiento por haber sido tan descortés.
—¿En qué trabajas? —pregunté por preguntar.
—No trabajo —contestó muy serio.
—Ah —recapacité deduciendo que su trabajo era
precisamente la fotografía, y añadí tratando de dar otro sentido a mis palabras
—Entonces ¡tú eres cigarra, y yo soy hormiga!
—Bueno —reparó él— después te platico en qué
trabajo. Mañana te llamaré para caminar entre los árboles tomados de la mano”.
—¡Ay sí, cómo no! —respondí, riéndome por lo que acababa de decir.
—Bueno, entonces nos vemos —dijo acercándose a mí
para despedirse, besándome en la mejilla, y fue entonces cuando me dijo suavemente
al oído: ¡Abrázame! Subí los brazos para hacerlo, y entonces escuché su voz
cálida y persuasiva: “Pero fuerte,
abrázame fuerte”, entonces posé mis brazos sobre sus hombros.
Esa noche, la oscuridad fue más intensa, el sueño
más ligero y mis cuestionamientos más ágiles. No entendía en mi perturbado
entendimiento por qué había reaccionado así, tan estúpidamente, poniéndome a
llorar ante un completo extraño que me eliminaba de sus fotos; ¡qué traumas tendré,
Dios mío! pensaba a mitad de la oscuridad; qué es lo que me filtra el
sentimiento hasta la médula cuando alguien me excluye de su patética luz artificial.
Amaneció muy lento, como que el día no quería
empezar, como si las golondrinas tuvieran pereza para iniciar el vuelo, como si
los rayos tibios del sol no consiguieran despertar a las flores, ni motivar a
los gallos para cantar.
Pasaron las diez, las doce, las cuatro, las ocho, y
nunca llamó el joven que quería caminar conmigo entre los árboles. Nunca
tampoco escribió a mi correo, ni mandó un mensaje al celular. Se desvaneció
evidentemente en su rutina acostumbrada de mentir, pero ¿para qué?, ¿para qué
mentirme?, ¿por qué su actitud discriminatoria y su soberbia al portar un
artefacto de poder?
Esto ya no debe de extrañarme, porque ese hombre llegó
en un instante de tribulación, abruptamente, a romper con mi aparente tranquilidad,
invadiendo mi espacio y robándome el aire que inhalaba, sin embargo me sigo
preguntando ¿por qué perdí la capacidad y el control de mis emociones en un
reflejo ficticio sin un motivo relevante, ni trascendente, ni perenne?
Tal vez fue solamente una reacción secundaria, un
destello de dolor, una apertura del silencio; simplemente la gota que derramó
mi cáliz por el hecho aún inaceptable de haber perdido a mi padre.
Enero 2013
Martha Estela Torres Torres tiene licenciatura
en letras españolas y maestría en humanidades. Entre sus libros publicados
están: Hojas de magnolia, La ciudad de
los siete puentes, Arrecifes de sal, Cinco damas y un alfil y Pasión literaria. Actualmente es
profesora de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras y editora en la
Universidad Autónoma de Chihuahua.