El eje de la luna
Por Martha
Estela Torres Torres
Nada queda ya por decirnos.
Las últimas horas han apagado
el lenguaje que aún ardía entre nosotros.
El silencio ha terminado
por
clavarnos
la
lanceta del olvido.
Nada tenemos ya qué decirnos
En esta soledad oscura de la ausencia
donde quizá surjan las letras negras
de otros nombres.
Nada tenemos ya qué explicarnos
en este laberinto de sueños fallidos
donde la cizaña sofocó las últimas rosas.
Nada queda del amor
ni siquiera rescoldos dulces
ni migajas de ternura,
ningún recuerdo vivo
que empañe nuestros ojos.
Nada queda ya de las promesas
que se extinguieron con el tiempo,
pero ¿acaso no fue el lunes cuándo dijiste
que me amabas?
¿No fue ayer cuándo me despertaste el amor?,
cuándo usaste tu mejor sonrisa
para
mostrarme el horizonte?
Ahora las mentiras resplandecen
como bengalas en la noche.
Ya no vale cuestionarlas
ni tienes fuerza para defenderlas.
Ya no te interesa actuar la farsa
del amor que te rompió los sueños de libertad
a cambio de uno, imperecedero,
que
iluminó la gloria de las estrellas
y la ruta invicta del horizonte.
Pero a ti ¿qué te importa la luz,
el eje de la luna o el polen de la madreselva,
el canto del cenzontle o la lluvia del atardecer?
¿A ti qué diablos te importa que tu frialdad
ahogue las raíces del árbol que aún sigue en pie?
¿A ti qué demonios te importa que escriba estas letras,
estos rezos vanos e inútiles
que no consiguen librarme de tu anarquía,
de tu falsa aurora,
de tu ambicioso poder que horada mi voluntad?
Ahora solo espero que te coman los gusanos,
que los buitres devoren la carne infértil de tu corazón
que la luna te ciegue para siempre
y que
jamás respires el aire que respiro.
No olvidaré jamás
la rueca mordaz de tus ladridos,
tus ojos de filosa oscuridad
ni tus palabras de ácido sulfúrico.
Muere, lentamente, en la falsa victoria,
en la cumbre de la soledad, en la rivera de la locura.
¡Muere vencido por tu propia mezquindad!
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