Escribir
Por
Martha Estela Torres Torres
Escribir
no es fácil, ¿quién ha dicho que todo mundo puede escribir? Afirmar o pensar
esto es relativo, porque escribir depende de gran determinación y firme entrega.
Es vivir para contar, plasmar ideas y sentimientos en papel memoria. Solo aquel
que se dedica en cuerpo y alma a reinventar las palabras, la combinación de las
mismas, las letras que construirán el universo particular y concreto de una
historia, relato o poema y se aleja de pretensiones vanas en este oficio podrá
llamarse escritor.
El
verdadero escribirá por siempre, en la soledad más profunda o en la alianza más
amorosa, no importa que pierda la belleza y la juventud, ni tampoco que pierda el
amor o la compañía. Que ya no pueda ascender los montes ni nadar en las
encrucijadas de la fortuna, ni elevarse sobre el abismo. El auténtico escritor
tiene la habilidad para escribir desde cualquier ángulo, en la aleta de un delfín
o en la cúspide de una cordillera o montado en la corola de una flor o sobre
del trino de un pájaro. No necesita tener una vela encendida, ni una copa de
vino para activar la inspiración, ni tampoco escuchar música de Mozart, ni sentir
la brisa nocturna. No requiere comer saetas ni trufas de Normandía, ni cosechar
perlas en los arrecifes, ni vivir al filo de un delirio. No necesita poseer un
barco para cruzar la línea intercontinental de Australia ni llegar a Alaska en
una estrella. Tampoco filtrarse en la estepa celeste para describir la galaxia
de un sueño. Solo necesita cerrar los ojos y observar, atender su intuición y
buscar la verdad y los signos que se multiplican en la morada magenta de su
sensibilidad. No importa la edad, condición social, ni ideología, siempre y
cuando sus palabras sean genuinas. No importa la raza ni el idioma, siempre y
cuando el lenguaje se cultive como las orquídeas en campos fértiles y se traten
con delicadeza y esmero. No importa que sean temas polémicos o nostálgicos, ni
que sean irónicos o temerarios, ni siquiera si resultan estrafalarios o supuestamente
absurdos, lo único que importa es que lleven el sello de originalidad y por lo menos
una chispa de genialidad o encanto.
La
escritura y la lectura entablan un juego entre lector y autor, y resulta la
mejor terapia para ambos. La escritura enlaza y evita la soledad. Escribir en
un momento supremo nos hace felices o nos revive una huella dolorosa enfrentándonos
antiguos temores que pueden revelar fuerzas o talentos desconocidos y
multiplicar recuerdos, pueden estilizarse o desfigurarse, pueden adquirir un
nuevo sentido e incluso desvirtuar el
anterior. El escritor se interroga: ¿por qué se puede desdoblar con la
escritura? Esta pregunta permanece sin respuesta y es a través del tiempo y del
quehacer de este oficio cuando se descubren las razones particulares.
Ejercer
la escritura y la lectura con perseverancia permite germinar ideas nuevas y traspasar
al umbral de la fantasía, pues obligan necesariamente a desarrollar la
imaginación y a dimensionar experiencias sublimes o insospechadas. Ambas actividades
consiguen abrir puertas secretas de conocimiento y de creación porque son
formas instrumentales para germinar además interrogantes sobre la naturaleza,
el universo y la condición humana; por ejemplo, al abrir un libro se activa su
vida interior, y empezamos a descubrir la originalidad de sus narraciones o la
riqueza del lenguaje. Instala una empatía entre nuestra experiencia y la
historia diferente o similar a la nuestra. Su contenido concreta el sentimiento
que ya existe y persistirá según la intensidad que imprime cada escritor, pero
que sin duda concluye el lector. Es decir, la palabra encarna el sentimiento,
convoca los hechos, provoca reflexión y persuade para actuar y crecer, aunque atiza
también el fuego de la inconformidad. La ventaja del poeta o del escritor como
dice Pedro Salinas es que sabe dónde le duele, sana o reaviva sus propias
llagas. Estamos conscientes de que la literatura puede resultar peligrosa,
tenemos como ejemplo al grandioso Don Quijote que al perderse en una
maravillosa locura de exploración al buscar otras formas para implantar justicia,
resulta altamente riesgoso porque se enfrenta a poderosos adversarios en sus
ideales utópicos que lo llevan a muchas aventuras y desafíos, aquí es donde se
comprueba que la literatura puede crear ilusiones que después se anhelan
cumplir.
El
filósofo y especialista Donal Davidson con certeza afirma “Comprender una
metáfora requiere de un esfuerzo tan creativo como el hecho de hacerla.” El
escritor se afana por seleccionar y ordenar las palabras para dar mayor efecto
a sus ideas, historias o propuestas, así mismo los lectores deben hacer esfuerzo,
imprimir atención y mayor disposición para captar mejor e ir más allá de primeras
lecturas o interpretaciones obvias.
Si
hablamos de pensamiento concreto podemos referirnos a un padecimiento de la
literatura, es decir, se puede llegar a actuar de acuerdo a lo leído, y a su
vez de acuerdo a lo que se ha escrito. Algunos teóricos afirman que todo escritor
está condenado a vivir lo que escribe o escribir lo que padece, a convertir en
realidad lo que está acumulando en su inconsciente. Esto resulta el riesgo más
grande del escritor, convertirse en aquello que cree o soñó un día. Ojalá siempre
se piense en construir puentes y catedrales, porque si es así los resultados
serán positivos, de lo contrario puede conducir al fracaso o al abismo.
La
escritura es una forma de entender el mundo y conocerse a sí mismo. Es un juego
inverosímil y deslumbrante, es germinar en la raíz, surgir en el primer motivo
que dispara el proceso de creación, es ir al espejo y contemplarse de cuerpo
entero. En él se refleja la fisonomía, a
veces la distorsión de la memoria, y se puede mirar sin espejo los acantilados profundos
del ser donde impera la tristeza, la inconformidad o la impotencia. El escritor
no simplemente describe los paisajes, las fantasías y los acontecimientos
reales, porque no es un simple reproductor, al contrario, su función es recrear
con un nuevo tinte todo lo que percibe en un proceso altamente fértil y
productivo. Resulta un artífice, un orfebre que debe buscar incansablemente la
perfección. Es un soñador de distintas latitudes y constructor de pirámides e
historias, un mago hechicero de las palabras y testigo fiel de la realidad
social e histórica, peregrino observador de la vida que siempre hurga en los
interludios del pasado o visualiza el porvenir buscando las palabras precisas para
atrapar la noche o inventar nuevos amaneceres.
Escribir,
bueno, acepto que la mayoría puedan escribir la teoría de sus materias o especialidad,
redactar cartas, crónicas, contratos, notas informativas, artículos, ensayos y
tesis de investigación con valiosas propuestas, de acuerdo, pero escribir, lo
que se llama plasmar el alma, grabar el aliento en papel, tatuar el dolor en la
blancura hirviente de la hoja solo el hombre o la mujer que ha traspasado la angustia
y la desesperación, la hora de la mentira, el temor, el asedio, el horror de la
traición, la injusticia, el abuso, la condenación propia, la verdad quemante,
solo quienes desafían su tiempo y se concretan con férrea disciplina a este
noble oficio que aun en pleno siglo XXI no recibe compensación económica para
sobrevivir, aún así van incluso al encuentro de su propia muerte y seguramente
no alcanzarán a grabar su nombre en la historia universal, pero sí en la
inmortalidad de un cuento, de un poema o de una canción.
Ellos
son los verdaderos escritores, porque las letras germinan de sus células; las
frases, los poemas o anécdotas brotan radiantes de sus manos. Los latidos de su
corazón graban la partitura infinitesimal de la existencia humana para alentar
la esperanza, para fortalecer la capacidad de imaginar y de soñar, para
conservar el asombro ante las cosas pequeñas e intrascendentes que también son
valiosas.
Ellos
continúan perseverantes escribiendo a pesar de las carencias e incomprensión porque
es la única trinchera desde la cual pueden disparar contra la indiferencia, el
egoísmo y la impotencia al comprobar la corrupción y ver que nuestro mundo en
parte se derrumba ya que seres inocentes son maltratados o condenados a una
vida sin vida al no establecer alianzas para impedirlo.
Los verdaderos seguirán haciéndolo por la
aparición inesperada de una flor o por el rayo de luna que asoma a la ventana, por
el llanto inmaculado de un niño que sufre o por la voz débil del anciano que
sigue amando la vida a pesar del dolor que lacera su cuerpo; en fin, muchos
otros lo hacen para revelar y denunciar la crueldad de las fieras que a fin de
cuentas solo responden a su naturaleza.
Los
auténticos escritores escriben y seguirán escribiendo contra la ignorancia, la
envida, contra el abuso y prepotencia de aquellos que se inflan como globos
rutilantes con sus condecoraciones, títulos fáciles o amplias cuentas bancarias
como si la vida, la felicidad y la sabiduría tuvieran precio.
Escriben
y volverán a escribir porque el mundo necesita ejercicios de reflexión, ejemplos de voluntad inquebrantable y sobre todo
de esperanza para inventar realidades que puedan mejorar la nuestra que aún
prevalece en las postrimerías de la equidad humana.
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