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Por Sergio Torres
Qué día. La vida comienza con prisas, balanceándose sin pausas por los caminos habituales. De pronto se derrama a los lados y deja escapar algún hijo de vecina que baja de los carromatos celestiales que nos contienen… y allá va a dar, bien lejos de la respiracion y el latido, se convierte en un ser ajeno a la risa y al movimiento, se desviste del traje de la energía y, coloquialmente, muere. Allá va El Charro, de cuya muerte me enteré esta mañana, libre de las ataduras y los apetitos terrenales. ¿A dónde, cómo o por qué? Ni idea. La vida no se detiene, no se contiene, se desborda con tal abundancia que en proceso mismo se sale de sí misma y alcanza dimensiones más allá de los sentidos. La percepción y el hábito de encontrarnos se quedan huérfanos de esa imagen, de esa presencia, de las risas compartidas. En nuestro caso, de la música que hacíamos juntos. El remolino que formamos con nuestra existencia cambia de átomos segundo a segundo. Y la vida sigue.
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