Grey Perplexities
Por Lilvia Soto (con traducción de Erbey Mendoza)
When I come out of the lecture room where Nan Talese discussed the grey perplexities of evil in The Cement Garden and The Prince of Tides, out of the corner of my eye I notice a woman sitting in semi‑darkness, a shadow among shadows, more the outline of negative space than a figure in her own right. I recognize her head wrapped in grey, the cloth wrapped around her body, one layer indistinguishable from another layer of greyness. An empty plate on her lap and contentment spreading across her face, her bony fingers draw a slow arc as they place the last grape in her mouth. Her shy smile tells me she has detected my curiosity. I look away, pretend to be absorbed in John’s discussion of The Literary Marketplace.
My attention wanders to another reception‑‑the first time I saw her at the table putting with delicate gesture grapes and cubes of cheddar and pineapple in her mouth. My mind races‑‑was it Desmond Tutu’s daughter’s discussion of the grey perplexities of apartheid? Is it literature, women’s issues, politics, ethical dilemmas that attract her? Is her search driven by nostalgia for the life of the mind? Does she seek the nourishment her body craves? Is it perhaps the simple need for the human voice?
The next day I see her crossing the Walnut Street bridge at 8:30 in the morning, her determined gait keeping pace with the students rushing to class. Where is she headed? Most lectures take place in the afternoon; where will she be until 4:00 o’clock? Where is she coming from? Where did she lay her head last night? On the steam grills outside the Curtis Center? Outside the Greyhound terminal? At the 13th Street subway station? It’s difficult to imagine that with her genteel manner she could survive a night in the streets of Center City. And yet . . . who is she? An assistant professor denied tenure? A graduate student unable to finish her dissertation? Is this unassuming middle-aged woman another homeless native Philadelphian driven to the streets by drink, or drugs, or mental illness? Her dress suggests an East European origin, her manner, a middle-class upbringing.
At the next reception the following week, she waits, as usual, until there is room at the table to approach the fruit and cheese platter, her smile bashful, even coquettish. Does anybody else see her? Does she speak English? Is she a stowaway from another time? . . . my personal ghost? I want to engage her in conversation. As I approach, like a creature of the wild she sprays her protective shield, lowers her eyelids on mystery, throws me back to nurse my questions.
A few months later I become the director of the Center for Hispanic Excellence. I organize several lecture series. She begins to attend. The living room where the lectures are held is intimate; she can no longer sit in the back and allow her greyness to blend into the shadows. In the limelight, she feels compelled to participate. Each week her well-informed comments are more obvious, more insistent. She interrupts the speaker, intimidates the students. As her protective shield thickens, the temperature in the room rises. I have difficulty breathing.
One evening she arrives early, calls me Lilvia, adopts an air of intimacy. The next day I greet her at the door and inform her that she cannot come in, but that she is welcome to return after she bathes. She protests that she cannot bathe until her law suit is settled and that this is a public lecture open to the community. I repeat that she can come back after she bathes. Ten minutes later, she is back with two campus officers. She has told them that I called her a dirty Jew. They interrogate me and write a report. She threatens to go to university authorities to file a complaint.
The following day I learn that the directors of other university centers have had similar encounters with Nancy. Now I know her given name, that she is a native speaker of English, and that she is not East European. I also know that she is capable of surviving a night in the streets of Center City. And yet . . . who is she? An assistant professor denied tenure? A graduate student unable to finish her dissertation? I don’t think her problem is caused by drugs or alcohol. I believe she suffers from mental illness. But, is it literature, women’s issues, politics, ethical dilemmas that attract her? Is her search driven by nostalgia for the life of the mind? Does she seek the nourishment her body craves? Is it perhaps the simple need for the human voice?
Grises perplejidades
Al salir de la sala de conferencias donde Nan Talese discutía las grises perplejidades del mal en El jardín de cemento y El príncipe de las mareas, alcancé a ver de reojo a una mujer sentada casi a oscuras, una sombra entre las sombras, más una silueta en espacio negativo que una figura en sí misma. Distingo su cabeza enredada en algo gris, la manta que le rodea el cuerpo: cada capa gris indistinguible de otra capa gris. Con un plato vacío en su regazo y una placidez que le recorría el rostro, sus dedos huesudos formaron un lento arco al llevar la última uva hasta su boca. La timidez en su sonrisa me sugiere que ya detectó mi curiosidad. Miro a otra parte y finjo estar absorta en la discusión de John sobre The Literary Market Place.
Mi atención divaga a un evento anterior: aquella primera vez que la vi, junto a una mesa, llevándose a la boca con delicado ademán uvas y cubitos de cheddar y de piña. Echo a volar mi mente: ¿Fue acaso la discusión de la hija de Desmond Tutu sobre las grises perplejidades del apartheid? ¿Será la literatura, las problemáticas en torno a las mujeres, la política, los dilemas éticos lo que la atrae? ¿Será la nostalgia por la vida del pensamiento lo que motiva su búsqueda? ¿Acaso persigue el sustento que su cuerpo anhela? ¿O será, quizá, la sencilla necesidad de escuchar la voz humana?
Al día siguiente la veo cruzar el puente de la calle Walnut a las 8:30, con un andar resuelto a seguirle el paso a los estudiantes que van a toda prisa a clases. ¿A dónde irá? La mayoría de las conferencias son en horario vespertino; ¿qué va a hacer en lo que se dan las 4 de la tarde? ¿De dónde viene? ¿En dónde habrá recostado su cabeza para dormir anoche? ¿En las parrillas de vapor afuera de Curtis Center? ¿Afuera de la terminal de autobuses Greyhound? ¿En la estación del metro de la calle 13? Es difícil imaginar que con sus modos refinados pueda sobrevivir una noche en las calles de Center City. Y sin embargo… ¿quién es? ¿Una profesora de contrato a quien le negaron la plaza? ¿Una estudiante de posgrado que no logra terminar su tesis? ¿Acaso esta modesta mujer de mediana edad no es más que otra indigente de Filadelfia que terminó en las calles a causa del alcohol, las drogas, o problemas mentales? Su ropa sugiere procedencia de Europa del Este; sus ademanes, una crianza de clase media.
En el evento de la semana siguiente, espera como siempre hasta que haya espacio en la mesa para acercarse a la charola de fruta y queso; su sonrisa es tímida, incluso coqueta. ¿Nadie más la ve? ¿Hablará al menos el idioma? ¿Será una fugitiva de otro tiempo? ¿… mi propio fantasma personal? Quiero acercarme y abordarla. Al aproximarme, libera su escudo protector cual criatura silvestre, baja los párpados llena de misterio, y me ahuyenta a que vuelva sobre mis preguntas.
Unos meses después, me nombraron directora del Centro para la Excelencia Hispánica. Organizo varios ciclos de conferencias. Entonces comienza a asistir. La estancia en donde se dictan las conferencias es íntima; ya no puede sentarse al fondo y dejar que el gris la haga camuflarse entre las sombras. Bajo la luz, se siente obligada a participar. Cada semana, sus bien informados comentarios son más obvios, más insistentes. Interrumpe al conferencista, intimida a los estudiantes. Conforme su escudo protector se hace más grueso, la temperatura en la sala se eleva. Batallo para respirar.
Una tarde llegó temprano: me dice “Lilvia”, asume una actitud de confianza. Al día siguiente la saludo en la entrada y le informo que no puede entrar, pero que es bienvenida si regresa después de darse un baño. Protesta alegando que no puede bañarse sino hasta que su demanda legal haya sido resuelta y que esta es una conferencia abierta a toda la comunidad. Le repito que puede regresar una vez que se haya dado un baño. Diez minutos después, está de vuelta con dos oficiales de seguridad del campus. Les dijo que yo la había llamado judía sucia. Me interrogan y redactan un reporte. Amenaza con acudir a las autoridades de la universidad a presentar una queja.
Un día después descubro que los directores de otros centros universitarios han tenido encuentros similares con Nancy. Ahora ya sé su nombre de pila, que es nativa del idioma, y que no es de Europa del Este. También sé que es capaz de sobrevivir una noche en las calles de Center City. Y sin embargo… ¿quién es? ¿Una profesora de contrato a quien le negaron la plaza? ¿Una estudiante de posgrado que no logra terminar su tesis? No creo que su problema sea a raíz las drogas o del alcohol. Creo que sí padece algún problema mental. Pero… ¿será la literatura, las problemáticas en torno a las mujeres, la política, los dilemas éticos lo que la atrae? ¿Será la nostalgia por la vida del pensamiento lo que motiva su búsqueda? ¿Acaso persigue el sustento que su cuerpo anhela? ¿O será, quizá, la sencilla necesidad de escuchar la voz humana?
Traducción de Erbey Mendoza
Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.
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