Dibujo Beatriz Bejarano
Columna de Acuña
La muerte sin fin
Por Leoncio Acuña Herrera
Abunda el tema de la muerte en la filosofía y la literatura. Ahí están los ejemplos de Pedro Páramo, cuando Juan Preciado llega a Comala, poblado de fantasmas; en La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes y en La muerte tiene permiso, de Edmundo Valadés.
Los antropólogos e historiadores han documentado la inquietud de los aztecas por el tema, como lo refleja Netzahualcóyotl en el poema A dónde iremos.
Octavio Paz ‒creo que en Conjunciones y disyunciones‒ señala que en cambio los norteamericanos viven para el presente y el futuro, le tienen pavor a la muerte y por eso hay caravanas de turistas ancianos rondando por el mundo.
Se ha utilizado también con fines de sátira política, como José Guadalupe Posada con sus ilustraciones en la época de la Revolución.
Según los dichos del vulgo, los mexicanos jugamos y hasta nos burlamos de la muerte, pero en realidad es una forma de sacarle al bulto, es intentar, infructuosamente, quitarle intensidad y dramatismo a tan tremenda realidad.
Ahí están los altares de muertos y las calaveras de dulce.
En los hechos reales este es un país de masacres diarias, donde el crimen organizado le rinde culto a la Santa Muerte.
Me interesa más la muerte desde el ámbito individual, la de cada quién, porque creo que cada uno la asumimos de manera diferente.
Quienes creen en el otro mundo, o en la reencarnación, tienen la esperanza de una mejor vida en el más allá, por eso aguantan vara aquí, hasta lo indecible.
Quienes estamos convencidos de que esta es la única vida y que después solamente seremos energía y materia, el panorama cambia radicalmente, pues sabemos que inexorablemente nos encaminamos al final, aunque no queramos pensar en ello.
Todo lo que nace muere. Y no necesariamente todo lo que muere revive. Así, no es tanto que la muerte sea parte de la vida, más bien creo que nacemos con la muerte ya latente en cada uno de nosotros.
Eso creo, porque el tema es que nadie regresa, ni regresará, de la muerte sin fin.
La vida en realidad es un cerillo que se enciende momentáneamente, luego sigue la noche eterna. Lo bueno es que, ya muertos, eso ya ni nos importa.
Por otra parte ‒y este es el quid del escrito‒, es que a lo largo de la vida tenemos muchas muertes: matamos recuerdos, esperanzas, afectos, aspiraciones. Es un ir muriendo poco a poco, como en el poema Muerte sin fin, de José Gorostiza.
También, por supuesto, existen muertes benignas, como las de matar el rencor, los vicios, la codicia, y el sinigual goce de matar el tiempo.
Por eso los escritores recrean sus vivencias en sus biografías. Lo triste es que ni los clásicos como Shakespeare, Cervantes, Víctor Hugo, sabrán que han pasado a la posteridad.
Por eso anhelo escribir algo de mis memorias antes de partir. No porque sean trascendentes, sino para revivir en lo que muero, como José Gorostiza.
Concluyo que el único remedio contra la muerte es vivir tan intensamente como se pueda. Esto es, amar y ser amado hasta el final. Ni nos daremos cuenta después, pero habremos muerto en paz.
1 noviembre 2024
No hay comentarios:
Publicar un comentario