lunes, 18 de noviembre de 2024

Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 4: Visita del primer coro

 

Foto Pedro Chacón

Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 4: Visita del primer coro

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

Antes de contar este episodio debemos aclarar para los puristas que no hay evidencia alguna en los documentos primarios que refiriéndose a la civilización tolteca mencione la existencia de los coros toltecas. Esta falta de información no debería sorprendernos ni requerir de una explicación, pues sabemos bien que la mayor parte de los códices prehispánicos, que son los que nos la podrían haber proporcionado, habían sido destruídos por los españoles, quienes pensaban que estos extraños legajos eran instumentos de adivinación y brujería que algunos de ellos ciertamente lo fueron: horóscopos, tablas adivinatorias. Las fuentes secundarias, tal como lo hacen los informantes de Sahagún también guardan silencio...

 

Una historia oída en Tacuba relata que los soldados de Cortés usaron los códices depositarios de la tradición, del negro y el rojo, del origen de los dioses, de tanta sabiduría acumulada en ellos, para una vez embadurnados de brea calafatear los bergantines que usaron para atacar la ciudad isla de México Tenochtitlan. Y debemos insistir que este segmento tampoco aparece en ninguna Fuente, pero que es creíble por encajar bien en la historia que sí fue registrada por escrito y que ha sobrevivido hasta nuestros días.

 

            Bueno, ¿pero de qué hablamos? ¿qué eran estos coros toltecas?¿grupos musicales acaso? No, los coros toltecas eran grupos de individuos generalmente jóvenes que se presentaban ante el príncipe sacerdote dios y recitaban a una voz una petición propia o de alguien más: por encargo. Como en los coros del teatro griego, su discurso sonaba melodioso y los proponentes de la petición consideraban que la presentación coral la hacía más efectiva que si la proposición fuera presentada en forma individual.    

Echemos un vistazo a lo que sucedía en palacio antes de la llegada de uno de estos coros.

            Una amplia escalera conducía del patio principal frente al palacio a la plataforma elevada sobre la cual estaba instalado el salón del trono de Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl. A su vez, el trono de ónix y alabastro y cojín de plumas se encontraba al fondo de aquel amplio salón asentado sobre un bloque cuadrangular de cantera, un gran monolito, labrado con inscripciones y la figura del cuerpo y la cabeza de una gran serpiente.

             Era notable la representación del ojo de la serpiente: la pupila un agujero de unos 20 centímetros de diámetro rodeado de una trama que hacía aparecer en la piedra una transparencia que difícilmente se logra en una escultura. Las escamas en la cabeza ayudaban a enfatizar este efecto.

En el lado derecho del monolito estaba la escalerilla para subir al trono. El escultor se las ingenió para apoyar esta en la parte superior, dejando un espacio debajo de ella para que el cuerpo de la serpiente labrado en esta cara no se interrumpiera, pasando así como un ofidio real reptando por el piso.

En el lado Izquierdo, el cuerpo de la serpiente aparecía de manera que se veía la cola con catorce hileras de cascabeles que ocupaba la cara posterior del monolito.

 

Los muchachos que formaban el coro que recién había llegado y que era el único esa mañana, desde las columnas a la entrada del palacio, ellos miraban muy impresionados la figura de la serpiente, particularmente su cabeza.

            Se disponían a hacer su presentación ante Topiltzin, que vestía un ajuar que combinaba escamas de oro y cobre representando la piel de la serpiente, penacho y prendedores de jade y plumas preciosas, todo ello simbólico de Quetzalcóatl la Serpiente Emplumada. Hoy no llevaba su otro atuendo, el del sombrero cónico y las rayas tigrinas en los costados de su cuerpo, atributos de Quetzalcóatl Ehecatl, el dios del viento.

A ambos lados del basamento del trono, estaban dos guardias armados con sus macanas con salientes navajas de obsidiana, uno con los atributos del águila el otro del ocelote. Ya se prefiguraba en estos guardias la futura creación de los caballeros tigre y los caballeros águila, las cofradías militares que tendrían los aztecas unos siglos después.

Unos pasos más allá, de pie tras un dispositivo similar a un atril, se encontraba Tlacaéletl, el consejero maestre de Ce Ácatl. Este Tlacaéletl tolteca era sumamente querido y respetado por el príncipe sacerdote, y consultado en cuanta acción tenía que ver con el bienestar del pueblo tolteca y la ciudad de Tula.

Ce Ácatl podía desde su privilegiada posición distinguir más allá de las columnas y de la gran puerta de entrada del palacio parte del barrio de los Sacerdotes, y más atrás la montaña por la cual cada mañana el astro rey se asomaba e iluminaba el salón en el que ahora se encontraban.

Uno de los corifeos, el vocero, se adelantó unos pasos y se colocó en un lugar equidistante entre el resto del coro y el trono. Pronunció unas complejas fórmulas rituales y entonces Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl tomó la palabra y preguntó dirigiéndose directamente al coro:

—¿Y que pedís de mí, amados hijos?

El coro comenzó su presentación, haciendo de las estrofas en náhuatl lenguaje de por sí muy musical un armónico cantar que iba más allá de las meras palabras.

Los primeros cinco minutos de la presentación consistieron de repetidos elogios a Tezcatlipoca. Ce Ácatl ya se veía molesto y frunciendo el ceño pues para cuando esto sucedía ya casi no se oía el sonoro nombre del Señor del Espejo Humeante en ninguna parte, no se le mencionaba ni en templos ni en palacios... pues se vivía ahora el sol, la era de Quetzalcóatl. Habían comenzado las sorpresas.

            Cuanto más se repetían las loas a Tezcatlipoca, más disgustado se veía el príncipe sacerdote. Tlacaéletl, quien se había desplazado de su sitio tras el atril hasta un lado del trono, se empezaba a notar nervioso también, mirando alternativamente al coro, al vocero y al príncipe. Hasta el gato demostraba cierto nerviosismo. Algo dramático estaba a punto de ocurrir.

Habemos de notar en este punto que poco a poco la política religiosa de Ce Ácatl había ido marginando el nombre de Tezcatlipoca a referencias secundarias, históricas, como cuando se hablaba del anterior sol. Ya no se le invocaba antes de todos los otros dioses como se hacía antes.

Así que esto que ahora oían sus oidos y veían sus ojos era sorprendente: en una verdadera avalancha retórica aquellos muchachos del coro derrochaban elogios a Tezcatlipoca, incluso llegaron a mencionar que Quetzalcóatl, quien estaba frente a ellos era "uno de los Tezcatlipocas" precisamente el Tezcatlipoca Blanco. Y abordaron el tema principal que los llevaba hasta el escabel del príncipe dios. El coro aclamó:

—Tu bondadosa caridad, oh príncipe Ce Ácatl, ha determinado suprimir los sacrificios humanos. Escucha sin embargo a estos tus leales súbditos, que ahora mismo de hecho participan en el sacrificio con sus prepucios atravesados por espinas de maguey como lo manda la tradición, que Tezcatlipoca necesita más. Él pide sacrificios, sacrificios totales como los que se hacían antes. Nos pide corazones, sangre. Concédenos, concédele primero que podamos hacer tan solo dos o tres sacrificios para su fiesta que ya se acerca.

Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl no pudo contenerse más. Había montado en cólera y gritó:

—¡Callad imbéciles! ¿Que os habéis creído?

Un segundo después del exabrupto, reflexionando el príncipe que había perdido control y figura, recompuso su actitud y sin explicar el cambio volvió a su tono de la primera frase:

—Hijitos míos, no me pidáis imposibles. Los sacrificios humanos se han acabado. ¡Para siempre! ¿Pues qué no sabéis que Tezcatlipoca ha luchado contra mi dios specular, la Serpiente Emplumada, desde el principio de los tiempos? Y no veis que finalmente Quetzalcóatl ha triunfado. Solo él es dios y él no necesita de los corazones palpitantes y la sangre derramada, los cuales a él mismo y a vuestro Tezcatlipoca se ofrecían. No más sacrificios pues. Ved también que Quetzalcóal, el único dios, aprecia la mortificación como la que vosotros imponeis a vuestros cuerpos, pero que ofrecerla a Tezcatlipoca es un gran pecado.

No mencionó el príncipe los sacrificios que todavía se celebraban además de la mortificación corporal. Él mismo inmolaba algunas culebras y crótalos en el altar mayor, el que antes era usado para sacrificar seres humanos. Y como cada mañana sus ayudantes liberaban centenares de mariposas a las que a veces él mismo incensaba con un pebetero rociado de copal.

Los muchachos que componían el coro de hecho esperaban esta respuesta, o al menos deberían haberla esperado. Ahora miraban el suelo, llenos de miedo, el momento aquel en que el príncipe sacerdote perdió la calma les había dejado pasmados. Por la mente de alguno pasó la idea: Ahora nos matará. Por otra parte, la segunda parte del mensaje estaba más que clara: los sacrificios humanos se habían acabado. Era definitivo.

El tema de la abolición de los sacrificios humanos no perdonó lugar ni momento para ser debatido.  En las plazas y en el mercado, las casas desde chozas hasta palacios, en el campo y en los vivacs militares, la abolición de los sacrificios había sido, era todavía, tema de interés general. Como tal, algunos se quejaban, otros tenían miedo de que los dioses reclamaran lo que tradicionalmente había sido suyo: sangre y corazones. Algunos ruminaban que el final de los sacrificios conllevaba una decadencia de poder: si tú no tomas prisioneros para sacrificar y otras tribus sí lo pueden hacer, eso les da una ventaja. Los más, y particularmente las mujeres las madres, veían el lado humano de la medida y la aplaudían: imposible no ver la crueldad que implicaba abrir en canal a un joven para arrancarle su palpitante corazón. Aquella tan trillada historia de que las madres de los sacrificados anteponían el orgullo del sacrificio al dolor de la pérdida de un hijo era, por supuesto, una patraña.

Algunos veían en la medida la inauguración de una nueva religión, el advenimiento de un solo Dios, sin los abominables sacrificios humanos. Estos como tampoco lo hicieron en Egipto los partidarios de Akenathón, no podían anticipar que la religión también evoluciona por ciclos, o, si se quiere evoluciona y después involuciona. Mesoamérica no había visto todavía nada como la sed de sangre de Huitzilopochli o las tremendas celebraciones en honor de Xipe Tótec que por ser Nuestro Señor El Desollado requería desollar vivas a las víctimas que se le ofrecían.

Volviendo a lo que sucedía con elcoro: los muchachos habían recibido el trueno fulminante en la voz y la mirada del príncipe cuando estalló en rabia ante su petición. Pronto sin embargo se tranquilizaron al ver que el príncipe dios tan presto como había perdido la calma la recobraba y los miraba de nuevo con afecto y calor.

—Y por favor arrancáos esas perniciosas espinas de vuestros miembros. Quetzalcóatl ha hablado y no son de su agrado.

Parecía el príncipe ignorar que en algunos de los códices su propia efigie aparecía efectuando sacrificios en su persona. De hecho no hacía mucho tiempo que él mismo había propiciado estos sacrificios menores precisamente como remplazo de los que se habían prohibido. Se citaba a Quetzalcóatl como propiciador de ofrecer dolor y unas gotas de sangre como ofrenda a los dioses. Pero el punto aquí es que estos muchachos ofrecían sus sacrificios a su rival, el señor del espejo humeante. Eso sí que no estaba bien, es decir, así le pareció al propio Quetzalcóatl.

Esperando una voz que los exonerara, o les ordenara irse, los muchachos permanecían como paralizados como clavados al piso. Ce Ácatl miraba a la montaña como a través de ellos, como si no existieran.

El vocero clamó entonces con una voz que pareció un mujido:

—¡Marchad, idos!




Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua: Gabriel Tepórame y Diego Guajardo, los forjadores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario