Así la recuerdo
Por Reyna Armendáriz González
Apenas el primer semestre en la Universidad. Apenas moviéndome entre el
asombro violento de los camiones urbanos, que no conocía, y buscando trabajo
para poder persistir en mi sueño de estudiar letras. Así, dispuesta a ir
adelante a todo lo que da, incluso con el último aliento apostado a mi
maltrecha salud, llegó el momento de los primeros exámenes.
Mi maestra, alta, de gesto adusto, que
se hacía temer, nos repartió unas hojas largas, amarillas, escritas a máquina.
En ese examen había kilos, toneladas de material de estudio, incluido el Mío
Cid. Si te sabías todo y escribías como bólido, apenas te alcanzarían las dos
horas para terminar. Yo vi el examen y –¡listo! pan duro pero comido– me dije. Al
terminar, muy satisfecha, dejé mi examencito en el escritorio de la maestra y
muy bien portadita di las gracias. Después de un buen rato salió otro
compañero:
―N´hombre, me faltó casi todo lo del Mío Cid. Las de la primera línea
creo que sí me las supe, pero las de la línea del final, nada.
Y yo:
―¿Línea del final?, ¿cuál línea del finaaal?
―Pues en toda la parte del Mío Cid había dos líneas para responder la
manera en que ocurrieron los acontecimientos, una grande al principio y otra
muy chiquita al final. Cada una tenía dos reactivos.
―Noooo-pue-de-ser. La del final era muy pequeña, se me hizo rara pero
supuse que era un guión o algo así. Además las instrucciones no decían nada.
―Sí, bueno. Yo supe porque la maestra lo comentó.
―¡Pero comentó después de que yo salí! Déjame ver si puedo hacer algo,
porque entonces son muchos los reactivos que dejé sin contestar, y yo aquí, tan
oronda.
Entré de nuevo al salón y le comenté la
situación a la maestra. Me miró por encima de los lentes muy seria y movió la
cabeza:
―Ya no le voy a prestar su examen.
―Maestra, por favor, es que yo me sé todo eso ¿ve?, es solo que por error
no lo contesté.
Volvió a mover la cabeza negativamente.
―Ok, maestra, le propongo un trato. Hágame ahorita mismo un examen oral
de todo. El Mío Cid completo, pregúnteme lo que sea, lo que quiera y verá que
no miento ni se trata de un pretexto de nada.
―Y claro, no podía faltar el “¡plis!” de la típica estudiante llorona que
hasta ese momento no había sido. Ella movió nuevamente la cabeza:
―No ―dijo― pero
no se preocupe tanto, estuve viendo su examen y aún con todas esas que le
faltaron llega muy bien al siete.
“¡No!, ¿un pinchi siete?” pensé “¿me
receté hasta los calzones del Ruy Díaz de Vivar para un siete?”. Digo, no es
que los números me importaran tanto, pero es que al Cid yo me lo había comido y
disfrutado desde la secundaria. Me gustaba un chingo el señor ese, cosa que a
mis compañeros no mucho. Más bien lo sufrieron.
―No, maestra, pero es que no quiero un siete. En serio, pregúnteme lo que
quiera.
Y la incólume señora, ya medio
encabronada por la insistencia molesta de esta señorita impertinente, dio fin a
la conversación con un golpe discreto de su mano sobre el escritorio:
―Lo que debe hacer es seguir estudiando tan bien como dice que estudió
para este examen. Mañana nos toca el tema tal, espero que todos vengan leídos
¿eh?, eso espero.
“Ni modo pues” pensé.
Al día siguiente nos sentamos todos muy
despichaditos a esperar “el tema tal”.
―¿Leyeron? ―preguntó.
Unos quedaron en silencio, otros
dijimos un tímido “sí”.
―¿A alguien le gustaría exponer el tema?
Silencio absoluto.
―¿Reyna?
¡Chinnn! por más que me escondí. Y claro, había leído para el tema, y
bien. Era solo que eso de estar frente a un público, aunque sean los puros
zoquetillos de tu salón, siempre me ponía a cascabelear las rodillas.
―No, no, no, pásele al frente.
¡Moles! ¿al frente? Ay Diosss… pero
pasé. Al cabo de unos minutos me relajé. Expliqué, anoté en el pizarrón, me
llevé toda la hora. Yo no sé si mi exposición fue ridícula como suelen ser las
exposiciones de estudiantes. Lo que sé es que el grupo anotaba y a la maestra
le gustó.
―Muy bien, siéntese.
Y ahí va la ñoña muy contenta a su
pupitre.
Después, cuando nos entregó los
exámenes, yo estaba resignada a mi siete, pero encontré un diez grande, con
crayola verde.
―Pero si baja de nueve en los siguientes exámenes le voy a dejar el
siete.
Nunca bajé del diez, pero eso no fue lo
importante, porque ahora, después de tantos años, alguien como yo sabe que si
una es introvertida y ranchera, si en la vida no le enseñaron a ser cabrona
como todo el mundo, tanto pinchi diez no sirve para un carajo. Lo importante
fue, pues, que a partir de aquél pequeño incidente con el examen yo gané en la
maestra Dolores Gómez una mamá adoptiva, alguien en quien pude confiar, que me
apoyó y me hizo sentir valorada siempre en medio de esta ciudad extraña, tan
lejos de mi casa, tan sola con mis
sueños y mi salud de perro. A ella le debo también mis primeras publicaciones y
hasta mi trabajo.
―Por cierto, usted se parece mucho a una de mis hijas ―dijo
una vez.
Desde entonces la maestra, que para muchos conservó un gesto adusto,
para mí habló con la voz suave y la sonrisa dulce. Así la quiero y así la
recuerdo.
Reyna Armendáriz González es licenciada en letras
españolas y maestra en educación superior. Ha dirigido durante años columnas de
poesía en El Heraldo de Chihuahua y
en otros periódicos de Chihuahua. Sus textos están publicados en antologías y
revistas literarias y en sus dos libros de poemas: Estuario: remotas estancias y Yace
partido el puente de la niebla. Es profesora de literatura en la Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua.
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