jueves, 20 de noviembre de 2025

Caminar en la tarde

 


Caminar en la tarde

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

Habían decidido volver a casa caminando. La tarde, gracias a una inesperada brisa del este, se había tornado fresca e invitaba así a los dos ancianos a disfrutarla. Aurelia no estaba muy convencida, pero, ante el entusiasmo de su esposo, aceptó. 

—¿Qué piensas?

—Nada en especial. Bueno, sí, que disfruté el concierto. La última pieza todavía resuena en mi cabeza. ¿Y tú?

—¡Oh! Solo en que debería de haber más tardes como esta.

—Especialmente después de un concierto como el que acabamos de disfrutar.

—Sí especialmente después de uno así. Pero tú traes algo más —dijo Julio mientras que cruzaban la calle frente al teatro—, como que no querías caminar.

—No es eso. Es que los López, que tan amablemente nos trajeron en su carro, habían ofrecido también llevarnos de regreso y, aunque dijeron entender y apreciar que tú preferías caminar, cuando así se los dijiste, como que a Olga no le pareció.

—¿Tú lo crees? Yo creo que tal vez le sorprendió, pero no que le molestara.

—Es que son tan especiales...

—Ya veremos. Pero si acaso sin quererlo los ofendí, ya habrá una oportunidad de disculparme.

—¡Muy bien! Hablemos de otra cosa. Algo en especial que ver en el camino a casa.

—Ay mi amor! Todo el camino es especial; ¿qué no recuerdas que yo iba a tu casa casi a diario usando parte de este camino? Mi casa estaba un poco más al sur de donde está el teatro, y la tuya un poco al norte de donde vivimos ahora, o sea, casi todo el camino que andaremos hoy es el mismo que anduve tantas veces.

—¡Qué romántico!

 Casi sin notarlo, en medio de de tales disquisiciones, habían avanzado varias cuadras. 

—¡Mira! ¡Ahí van los López! —dijo Julio de pronto señalando un carrito rojo que rápidamente se alejaba rumbo al norte de la ciudad.

—No nos vieron, o pretendieron no vernos.

—¡Mira! Ahí estaba la nevería...

—Donde me pediste que fuera tu novia.

—Exactamente.

 Dos cuadras más y están en frente de la entrada a un tenebroso callejón.

—Mira ahí vivía el Yuli.

—¿El Yuli?

—Era un muchacho retardado. Le dábamos un veinte o un tostón para que dijera "dinosaurio", pero no podia, el muy sonso decía "dinosabrio".

—Y todos se reían de él. ¡Qué idiotas!

—Pues es la idiotez de la juventud. Pero no has oído la peor: el Juancho le dio un peso, un peso completo, por repetirle la palabra "tiranosaurio" y por supuesto el Yuli decía "tiranosabriotiranosabrio

—Y todos ustedes muertos de risa, ya lo dije ¡qué idiotas! Pero mira: ahí vienen los López, caminando. 

—Ya ven, el ejemplo arrastra. —dijo López— Llegando a casa decidimos venir a encontrarlos y volver caminando con ustedes. Tardes como esta, muy pocas.

—Así es. Y les contaré que después de un recuerdo romántico, le platiqué a Aurelia del Yuli —comenzó a relatar Julio.

—¿El Yuli?

—Sí, López, lo recordarás "dinosabriodinosabrio"

—¡No sé de qué hablas!

—Sí hombre, el muchacho retrasado que vivía en ese callejón —y se explayó repitiendo la historia que había compartido con su esposa.

—Pero ahí no había ningún muchacho. Ahí vivían las primas de Olga —dijo señalando a su mujer.

—¿Estás seguro, López? 

—Totalmente. Y te puedo decir quién vivía en seguida de las primas y hasta quién vivía cruzando la calle.

—¡Caminemos! No hagamos esto más largo —espetó Aurelia.

Julio lo pensó, pero no lo dijo: “La que está siendo especial es Aurelia.” López tragó saliva mirando a Aurelia de reojo, como lo haría un niño ofendido. Y tratando de ser conciliador, dirigiéndose a Julio y haciendo el ademán de comenzar a caminar, preguntó:

—Y ¿qué fue del Yuli?

—No lo sé de cierto, alguien me contó que murió arrollado por un automóvil, pero la verdad no lo sé.

—O sea ni se hizo rico con las propinas que le dieron, ni se doctoró en paleontología.

 Julio sonrió de mala gana y tomó a López del brazo, compeliéndole a continuar la caminata. Antes de llegar a la Avenida había un lugar más del cual hablar, un landmark del camino a casa:

—¡Ahí vivía la Rorra Patín! —dijo Julio.

—¡Calla, que te oyen las damas! —que, como también venían agarraditas del brazo tres pasos atrás, bien que oyeron.

—Lucrecia se llamaba —casi gritó Aurelia.

 Y ya descubierto de lo que hablaban, López —pretendiendo ingenuidad— preguntó a los otros tres:

—¿Y qué fue de ella?

—Pues se casó con aquel Chilino. A pesar de que era un poquito menos sonso que el Yuli.

—Para que veas, el que persevera alcanza.

 Y Olga, que sabía más del caso, añadió:

—Pues no solo se casó con la que todos andaban, sino que su esposo también la cubrió de millones. Vieran su mansión en la capital.

—¿Y a ella, se le quitó lo... volada?

—Eso no se cura —dijo Julio en tono burlón.

—Tal vez no, pero bien que se esconde si tienes una fortuna como la de ella.

—O un marido como Chilino.

 Olga, un tanto enfadada por el tono de la conversación, apuntó:

—Pues no es como los nuestros, que tienen que matarse trabajando para malvivir.

Tratando de disipar esa agresión y ser gracioso —lo que ninguno de los otros tres lo consideró así— Julio dijo:

—Teniendo esas piernotas esperando en casa, por supuesto que hay que ganar mucho dinero.

—Y cómo es que Chilino se hizo de fortuna? ¿Cuál es su secreto?

—Solo supo moverse.

—¿Moverse?

—Sí. Del estanquillo de periódicos y revistas que le dejó su padre, pasó a los videos y a los cafés de Internet, y de ahí a rentar equipos y comprar todos los videos que pudo para luego venderlos. Hizo así crecer su fortuna, y cuando ya era rico todavía conservaba el estanquillo con el que comenzó.

—¿Pero millones?

—Le ayudaba parecer sonsito, todos creían que le iban a sacar provecho y él acababa quedándose con todas las canicas.

—¿Canicas?

—Es una forma de hablar.

—Pero y ¿la Rorra?

—Ahí van, par de idiotas.

—Pues además de su extraordinaria belleza física, fue la más inteligente de todas las del barrio. Obtuvo el premio mayor.

—También es una forma de hablar. Pero ya no recordemos cosas tristes, vamos ya llegando a la Avenida.

—Sí en el crucero de esta calle por donde vamos, con la Avenida se encontraba el mejor punto para presenciar los desfiles. 

—Y ahí mismo estaba el estanquillo del papá de Chilino.

—Y este es el punto preciso donde los muchachos del Pentatlón formaban una pirámide humana y luego daban una demostración del tumbling.

—¿Tumbling? ¿Qué es eso?

—Un conjunto de ejercicios de gimnasia y acrobacia sin aparatos.

—¿Todavía existe?

—¡Claro que sí! No sé si todavía hagan la demostración en los desfiles, pero el tumbling es considerado como un deporte y se sigue practicando.

—Tengo que sacar de la casa a Lopitos más seguido —dijo socarronamente Olga.

 López frunció la cara mientras los demás reían de la ocurrencia de su mujer. A este punto Aurelia ya se veía cansada. Julio lo notó y sin esperar a que ella se quejara anunció:

—Nomás cruzando la Avenida, hay bancas cada dos cuadras. Son las de las paradas del autobús que lleva al norte de la ciudad.

—¿Todavía existe esa ruta de camiones? —preguntó López— Hace rato que no los veo.

—Sí, es la ruta Centro-Norte. Pasan allá cada y cuando, pero todavía circulan, los he visto no hace mucho.

—¿Y ya existían hace cincuenta años cuando andaban ustedes de novios?

—Así es. Yo rara vez los usaba, pues prefería gastarme el dinerito que me daban mis papas en golosinas.

 Entonces cruzaron los cuatro la amplia Avenida. En efecto, al otro lado estaba la banca de la parada de camión. Aurelia se apresuró a sentarse y pronto recobró el aliento. Un rato después, reiniciaron la marcha. Entraban ahora propiamente en el barrio donde vivían. Julio volvió a su guion original mirando amorosamente a Aurelia:

—¡Cuántas veces pasé por aquí rumbo a tu casa! Parece que fue ayer.

—¡Qué romántico! —Suspiró Olga

—Es la segunda vez que oigo eso el día de hoy —dIjo Aurelia.

—Me da mucho gusto compartir su experiencia. ¿Cuánto hace de eso? Preguntó Olga López.

—Ya son cincuenta años. Más o menos.

—¿Dices más o menos? —rechinó Aurelia.

—La última vez, cincuenta y dos pues.

 Las expresiones de admiración de parte de los López parecían sinceras. Ellos eran por lo menos veinte años menores.

—Ojalá y nosotros lleguemos a celebrar tantos años —dijo Olga.

—¡Es cosa de resistencia! —bromeó Aurelia.

Y queriendo congraciarse y volver a la seriedad, Julio terció:

—Y de mucho, mucho amor

 Y señalando una vieja casa a todas luces abandonada:

—Y esa casa ya estaba ahí.

 Notando el interés de los demás, Julio continuó narrando la historia de la casa:

—Ha estado deshabitada por más de cuarenta años. Desde el asesinato.

—¿Asesinato?

—Sí, por eso ha permanecido vacía tanto tiempo. ¿No saben la historia?

—No.

—No

—No.

—Pues se las contaré. Una hermosa muchacha llamada Natalia fue encontrada muerta en la sala de la casa. Había sido degollada y apuñalada como veinte veces. Culparon al novio, un tal Luis Félix, y aunque no se pudo demostrar convincentemente que fue él, fue a dar con sus huesos a la peni. 

—Y ¿por qué lo culparon?

—Porque era muy celoso y ella muy bella.

—¿Y coquetilla?

—Sí.

—Lo que son las cosas: Natalia muerta y la Rorra Lucrecia millonaria —reflexionó Aurelia.

 —Luis Félix ya salió y tiene una tiendita, mercería, y la casa sigue vacía. Nadie la quiere.

—Y de hecho ¿nunca se confirmó si fue él o no?

—No.

—¿Tú lo conoces?

—Sí, y puedo decir que es difícil pensar que fue él. Hoy en día es una fina persona. Y parece que le va bien.

—¿Y se casó?

—Creo que sí. Tiene varios niños, es decir muchachos.

 Ahora llegaban a otro punto de interés: el gran árbol de la diez y seis. Por no perder el hilo de las historias de terror, Olga preguntó:

—¿A quién colgaron de ese árbol?

—A nadie —contestó Julio— Cuando por estos lares acostumbraban a colgar gente, este arbolón era apenas una ramita. No le tocó pues.

—Y ¿que clase de árbol es?

—Un sicomoro. Un presidente municipal plantó muchos de ellos. A este en particular parece que le gustó el lugar y creció más que sus hermanos.

 Dos cuadras más allá, también sobre la calle encontraron un edificio de tres pisos. El único tan alto en todo el trayecto que habían recorrido. A todas luces también abandonado

—A ver, don Julio —aventuró López— A que no sabe la historia de ese edificio.

—Claro que sí. La familia que lo construyó nunca llegó a vivir allí. Cuando la construcción terminó, probablemente hace ochenta años, el edificio permaneció vacío. Un cambio de fortuna llevó a la familia a establecerse en un lugar más modesto. Luego el lugar fue alquilado por una firma de abogados que acabó comprándolo. Y ahí estuvieron por muchos años. Después hubo ahí un suet shop.

—¿Suet shop? ¿Qué es eso?

—Un lugar donde hacían camisas y ropa interior. Muchísimas mujeres con máquinas de coser. Por cierto, no ocupaban el tercer piso pues por defectos de construcción, no podía sostener el peso.

—¿De las mujeres?

—Y de las máquinas de coser

—Al menos ahí no murió nadie —comentó Olga.

—No se sabe —concluyó Julio.

López, que para este punto se veía que siempre tenía una variante de la historia, a pesar de haber vivido mucho menos que Aurelia y Julio, a quien esas intromisiones ya le estaban enfadando, intervino cuestionando:

—¿Pues que no había ahí un convento?

—No, el convento estaba en la calle de atrás.

—Sí, ya recuerdo. —Agregó López contándoles a los demás de cómo las monjas, que nunca podían ser vistas, usaban el “torno”, un artefacto rotatorio, para vender recortes de hostia y cueritos, es decir los mismos recortes fritos, por unos cuantos centavos. Julio no pareció interesarse en la descripción del convento de monjas de clausura y sus negocios, por lo cual cambió el tema:

—Esa misma calle era el territorio de la infame pandilla de la cuadra de atrás.

—¿Infame?

—Sí, ay de ti si te los encontrabas cuando andaban intoxicados. Inhalaban thinner y se ponían bien locos. Eran peligrosos. Había que sacarles la vuelta.

Nuevamente López tuvo la oportunidad de ponerse provocativo:

          —¿Y tú? ¿Nunca fuiste de la pandilla?

          —No, Dios me libre. Yo siempre fui un niño, un muchacho bueno

—Yo nomás decía.

 —Ya se ven nuestras casas, ya mero llegamos.

—Y les podremos ofrecer —dijo López— un coñaquito o un cafecito para culminar esta excursión por la historia urbana de nuestra ciudad.

—Aceptaremos el cafecito pues, yo no tomo.

—Dejaremos pues el Curvosier para otra gente y les ofreceremos el mejor café del mundo. 

—¿El mejor?

—Sí noventa y cinco por ciento arábica de Colombia, cinco por ciento caracolillo de Puerto Rico y unos granos de Kenya para la acidez. Es la fórmula de Rodríguez, gran conocedor colombiano del café.

—Ardo en ganas de probarlo.

Olga presumió entonces:

—Yo le regalé el molinillo para el café y la cafetera gourmette. Y se ha convertido en un maestro para preparar café.

—Un gran final para un gran día. Concluyó Aurelia.

 El cafecito estuvo verdaderamente sensacional. Julio reflexionó al paladearlo: “Y no sabe este López que tan cerca estuve de darle un puñetazo y aplastarle la nariz. Me hubiera perdido de este delicioso café” Y López, como leyendo su expresión facial, pensó: “Pobre viejito, no sabe que si hubiera tratado de pegarme se habría encontrado con mi respuesta, que soy cinta negra en Tai Kwan Do y en Karate.”

 


Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores y Un valle de imaginación y recuerdos.

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