Caminar en la tarde
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
Habían decidido volver
a casa caminando. La tarde, gracias a una inesperada brisa del este, se había
tornado fresca e invitaba así a los dos ancianos a disfrutarla. Aurelia no
estaba muy convencida, pero, ante el entusiasmo de su esposo, aceptó.
—¿Qué piensas?
—Nada en especial.
Bueno, sí, que disfruté el concierto. La última pieza todavía resuena en mi
cabeza. ¿Y tú?
—¡Oh! Solo en que
debería de haber más tardes como esta.
—Especialmente después
de un concierto como el que acabamos de disfrutar.
—Sí especialmente
después de uno así. Pero tú traes algo más —dijo Julio mientras que cruzaban la
calle frente al teatro—, como que no querías caminar.
—No es eso. Es que los
López, que tan amablemente nos trajeron en su carro, habían ofrecido también
llevarnos de regreso y, aunque dijeron entender y apreciar que tú preferías
caminar, cuando así se los dijiste, como que a Olga no le pareció.
—¿Tú lo crees? Yo creo
que tal vez le sorprendió, pero no que le molestara.
—Es que son tan
especiales...
—Ya veremos. Pero si
acaso sin quererlo los ofendí, ya habrá una oportunidad de disculparme.
—¡Muy bien! Hablemos
de otra cosa. Algo en especial que ver en el camino a casa.
—Ay mi amor! Todo el
camino es especial; ¿qué no recuerdas que yo iba a tu casa casi a diario usando
parte de este camino? Mi casa estaba un poco más al sur de donde está el teatro,
y la tuya un poco al norte de donde vivimos ahora, o sea, casi todo el camino
que andaremos hoy es el mismo que anduve tantas veces.
—¡Qué romántico!
Casi sin notarlo,
en medio de de tales disquisiciones, habían avanzado varias cuadras.
—¡Mira! ¡Ahí van los
López! —dijo Julio de pronto señalando un carrito rojo que rápidamente se
alejaba rumbo al norte de la ciudad.
—No nos vieron, o
pretendieron no vernos.
—¡Mira! Ahí estaba la
nevería...
—Donde me pediste que
fuera tu novia.
—Exactamente.
Dos cuadras más
y están en frente de la entrada a un tenebroso callejón.
—Mira ahí vivía el
Yuli.
—¿El Yuli?
—Era un muchacho
retardado. Le dábamos un veinte o un tostón para que dijera "dinosaurio",
pero no podia, el muy sonso decía "dinosabrio".
—Y todos se reían de
él. ¡Qué idiotas!
—Pues es la idiotez de
la juventud. Pero no has oído la peor: el Juancho le dio un peso, un peso
completo, por repetirle la palabra "tiranosaurio" y por supuesto el
Yuli decía "tiranosabrio, tiranosabrio"
—Y todos ustedes
muertos de risa, ya lo dije ¡qué idiotas! Pero mira: ahí vienen los López,
caminando.
—Ya ven, el ejemplo
arrastra. —dijo López— Llegando a casa decidimos venir a encontrarlos y
volver caminando con ustedes. Tardes como esta, muy pocas.
—Así es. Y les contaré
que después de un recuerdo romántico, le platiqué a Aurelia del Yuli —comenzó a
relatar Julio.
—¿El Yuli?
—Sí, López, lo
recordarás "dinosabrio, dinosabrio"
—¡No sé de qué hablas!
—Sí hombre, el
muchacho retrasado que vivía en ese callejón —y se explayó repitiendo la
historia que había compartido con su esposa.
—Pero ahí no había
ningún muchacho. Ahí vivían las primas de Olga —dijo señalando a su mujer.
—¿Estás seguro,
López?
—Totalmente. Y te
puedo decir quién vivía en seguida de las primas y hasta quién vivía cruzando
la calle.
—¡Caminemos! No
hagamos esto más largo —espetó Aurelia.
Julio lo pensó, pero
no lo dijo: “La que está siendo especial es Aurelia.” López tragó saliva
mirando a Aurelia de reojo, como lo haría un niño ofendido. Y tratando de ser
conciliador, dirigiéndose a Julio y haciendo el ademán de comenzar a caminar,
preguntó:
—Y ¿qué fue del Yuli?
—No lo sé de cierto,
alguien me contó que murió arrollado por un automóvil, pero la verdad no lo sé.
—O sea ni se hizo rico
con las propinas que le dieron, ni se doctoró en paleontología.
Julio sonrió de
mala gana y tomó a López del brazo, compeliéndole a continuar la caminata.
Antes de llegar a la Avenida había un lugar más del cual hablar, un landmark del
camino a casa:
—¡Ahí vivía la Rorra
Patín! —dijo Julio.
—¡Calla, que te oyen
las damas! —que, como también venían agarraditas del brazo tres pasos atrás,
bien que oyeron.
—Lucrecia se llamaba —casi
gritó Aurelia.
Y ya descubierto
de lo que hablaban, López —pretendiendo ingenuidad— preguntó a los otros tres:
—¿Y qué fue de ella?
—Pues se casó con
aquel Chilino. A pesar de que era un poquito menos sonso que el Yuli.
—Para que veas, el que
persevera alcanza.
Y Olga, que
sabía más del caso, añadió:
—Pues no solo se casó
con la que todos andaban, sino que su esposo también la cubrió de millones.
Vieran su mansión en la capital.
—¿Y a ella, se le
quitó lo... volada?
—Eso no se cura —dijo
Julio en tono burlón.
—Tal vez no, pero bien
que se esconde si tienes una fortuna como la de ella.
—O un marido como
Chilino.
Olga, un tanto
enfadada por el tono de la conversación, apuntó:
—Pues no es como los
nuestros, que tienen que matarse trabajando para malvivir.
Tratando de disipar
esa agresión y ser gracioso —lo que ninguno de los otros tres lo consideró así—
Julio dijo:
—Teniendo esas
piernotas esperando en casa, por supuesto que hay que ganar mucho dinero.
—Y cómo es que Chilino
se hizo de fortuna? ¿Cuál es su secreto?
—Solo supo moverse.
—¿Moverse?
—Sí. Del estanquillo
de periódicos y revistas que le dejó su padre, pasó a los videos y a los cafés
de Internet, y de ahí a rentar equipos y comprar todos los videos que pudo para
luego venderlos. Hizo así crecer su fortuna, y cuando ya era rico todavía
conservaba el estanquillo con el que comenzó.
—¿Pero millones?
—Le ayudaba parecer
sonsito, todos creían que le iban a sacar provecho y él acababa quedándose con
todas las canicas.
—¿Canicas?
—Es una forma de
hablar.
—Pero y ¿la Rorra?
—Ahí van, par de
idiotas.
—Pues además de su
extraordinaria belleza física, fue la más inteligente de todas las del barrio.
Obtuvo el premio mayor.
—También es una forma
de hablar. Pero ya no recordemos cosas tristes, vamos ya llegando a la Avenida.
—Sí en el crucero de
esta calle por donde vamos, con la Avenida se encontraba el mejor punto para
presenciar los desfiles.
—Y ahí mismo estaba el
estanquillo del papá de Chilino.
—Y este es el punto
preciso donde los muchachos del Pentatlón formaban una pirámide humana y luego
daban una demostración del tumbling.
—¿Tumbling?
¿Qué es eso?
—Un conjunto de
ejercicios de gimnasia y acrobacia sin aparatos.
—¿Todavía existe?
—¡Claro que sí! No sé
si todavía hagan la demostración en los desfiles, pero el tumbling es
considerado como un deporte y se sigue practicando.
—Tengo que sacar de la
casa a Lopitos más seguido —dijo socarronamente Olga.
López frunció la
cara mientras los demás reían de la ocurrencia de su mujer. A este punto
Aurelia ya se veía cansada. Julio lo notó y sin esperar a que ella se quejara
anunció:
—Nomás cruzando la
Avenida, hay bancas cada dos cuadras. Son las de las paradas del autobús que
lleva al norte de la ciudad.
—¿Todavía existe esa
ruta de camiones? —preguntó López— Hace rato que no los veo.
—Sí, es la ruta
Centro-Norte. Pasan allá cada y cuando, pero todavía circulan, los he visto no
hace mucho.
—¿Y ya existían hace
cincuenta años cuando andaban ustedes de novios?
—Así es. Yo rara vez
los usaba, pues prefería gastarme el dinerito que me daban mis papas en
golosinas.
Entonces
cruzaron los cuatro la amplia Avenida. En efecto, al otro lado estaba la banca
de la parada de camión. Aurelia se apresuró a sentarse y pronto recobró el
aliento. Un rato después, reiniciaron la marcha. Entraban ahora propiamente en
el barrio donde vivían. Julio volvió a su guion original mirando amorosamente a
Aurelia:
—¡Cuántas veces pasé
por aquí rumbo a tu casa! Parece que fue ayer.
—¡Qué romántico!
—Suspiró Olga
—Es la segunda vez que
oigo eso el día de hoy —dIjo Aurelia.
—Me da mucho gusto
compartir su experiencia. ¿Cuánto hace de eso? Preguntó Olga López.
—Ya son cincuenta
años. Más o menos.
—¿Dices más o menos? —rechinó
Aurelia.
—La última vez,
cincuenta y dos pues.
Las expresiones
de admiración de parte de los López parecían sinceras. Ellos eran por lo menos
veinte años menores.
—Ojalá y nosotros
lleguemos a celebrar tantos años —dijo Olga.
—¡Es cosa de
resistencia! —bromeó Aurelia.
Y queriendo
congraciarse y volver a la seriedad, Julio terció:
—Y de mucho, mucho
amor
Y señalando una
vieja casa a todas luces abandonada:
—Y esa casa ya estaba
ahí.
Notando el
interés de los demás, Julio continuó narrando la historia de la casa:
—Ha estado deshabitada
por más de cuarenta años. Desde el asesinato.
—¿Asesinato?
—Sí, por eso ha
permanecido vacía tanto tiempo. ¿No saben la historia?
—No.
—No
—No.
—Pues se las contaré.
Una hermosa muchacha llamada Natalia fue encontrada muerta en la sala de la
casa. Había sido degollada y apuñalada como veinte veces. Culparon al novio, un
tal Luis Félix, y aunque no se pudo demostrar convincentemente que fue él, fue
a dar con sus huesos a la peni.
—Y ¿por qué lo
culparon?
—Porque era muy celoso
y ella muy bella.
—¿Y coquetilla?
—Sí.
—Lo que son las cosas:
Natalia muerta y la Rorra Lucrecia millonaria —reflexionó Aurelia.
—Luis Félix ya
salió y tiene una tiendita, mercería, y la casa sigue vacía. Nadie la quiere.
—Y de hecho ¿nunca se
confirmó si fue él o no?
—No.
—¿Tú lo conoces?
—Sí, y puedo decir que
es difícil pensar que fue él. Hoy en día es una fina persona. Y parece que le
va bien.
—¿Y se casó?
—Creo que sí. Tiene
varios niños, es decir muchachos.
Ahora llegaban a
otro punto de interés: el gran árbol de la diez y seis. Por no perder el hilo
de las historias de terror, Olga preguntó:
—¿A quién colgaron de
ese árbol?
—A nadie —contestó
Julio— Cuando por estos lares acostumbraban a colgar gente, este arbolón era
apenas una ramita. No le tocó pues.
—Y ¿que clase de árbol
es?
—Un sicomoro. Un
presidente municipal plantó muchos de ellos. A este en particular parece que le
gustó el lugar y creció más que sus hermanos.
Dos cuadras más
allá, también sobre la calle encontraron un edificio de tres pisos. El único
tan alto en todo el trayecto que habían recorrido. A todas luces también
abandonado
—A ver, don Julio —aventuró
López— A que no sabe la historia de ese edificio.
—Claro que sí. La
familia que lo construyó nunca llegó a vivir allí. Cuando la construcción
terminó, probablemente hace ochenta años, el edificio permaneció vacío. Un
cambio de fortuna llevó a la familia a establecerse en un lugar más modesto.
Luego el lugar fue alquilado por una firma de abogados que acabó comprándolo. Y
ahí estuvieron por muchos años. Después hubo ahí un suet shop.
—¿Suet shop?
¿Qué es eso?
—Un lugar donde hacían
camisas y ropa interior. Muchísimas mujeres con máquinas de coser. Por cierto,
no ocupaban el tercer piso pues por defectos de construcción, no podía sostener
el peso.
—¿De las mujeres?
—Y de las máquinas de
coser
—Al menos ahí no murió
nadie —comentó Olga.
—No se sabe —concluyó
Julio.
López, que para este
punto se veía que siempre tenía una variante de la historia, a pesar de haber
vivido mucho menos que Aurelia y Julio, a quien esas intromisiones ya le
estaban enfadando, intervino cuestionando:
—¿Pues que no había
ahí un convento?
—No, el convento
estaba en la calle de atrás.
—Sí, ya recuerdo.
—Agregó López contándoles a los demás de cómo las monjas, que nunca podían ser
vistas, usaban el “torno”, un artefacto rotatorio, para vender recortes de
hostia y cueritos, es decir los mismos recortes fritos, por unos cuantos
centavos. Julio no pareció interesarse en la descripción del convento de monjas
de clausura y sus negocios, por lo cual cambió el tema:
—Esa misma calle era
el territorio de la infame pandilla de la cuadra de atrás.
—¿Infame?
—Sí, ay de ti si te
los encontrabas cuando andaban intoxicados. Inhalaban thinner y
se ponían bien locos. Eran peligrosos. Había que sacarles la vuelta.
Nuevamente López tuvo
la oportunidad de ponerse provocativo:
—¿Y tú? ¿Nunca fuiste de la pandilla?
—No, Dios me libre. Yo siempre fui un niño, un muchacho bueno
—Yo nomás decía.
—Ya se ven
nuestras casas, ya mero llegamos.
—Y les podremos
ofrecer —dijo López— un coñaquito o un cafecito para culminar esta excursión
por la historia urbana de nuestra ciudad.
—Aceptaremos el
cafecito pues, yo no tomo.
—Dejaremos pues el Curvosier
para otra gente y les ofreceremos el mejor café del mundo.
—¿El mejor?
—Sí noventa y cinco
por ciento arábica de Colombia, cinco por ciento caracolillo de Puerto Rico y
unos granos de Kenya para la acidez. Es la fórmula de Rodríguez, gran conocedor
colombiano del café.
—Ardo en ganas de
probarlo.
Olga presumió
entonces:
—Yo le regalé el
molinillo para el café y la cafetera gourmette. Y se ha convertido en un
maestro para preparar café.
—Un gran final para un
gran día. Concluyó Aurelia.
El cafecito
estuvo verdaderamente sensacional. Julio reflexionó al paladearlo: “Y no sabe
este López que tan cerca estuve de darle un puñetazo y aplastarle la nariz. Me
hubiera perdido de este delicioso café” Y López, como leyendo su expresión
facial, pensó: “Pobre viejito, no sabe que si hubiera tratado de pegarme se
habría encontrado con mi respuesta, que soy cinta negra en Tai Kwan Do y en Karate.”
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores y Un valle de imaginación y recuerdos.
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