Infracripta
Por Eduardo
Laphond
Para esta edición les
presento un trabajo que redacté hace un par de años. El tiempo ha pasado y he
decidido volver a mostrar este cuento: es la muestra tangible para ver y
analizar al autor que era en ese entonces, junto con las inquietudes que tenía. Por tales motivos no he querido alterarlo del todo,
solo cubrí las faltas ortográficas. Me disculpo por las erratas de estructura,
sintaxis, o de los barbarismos por querer usar un latín inexplorado.
No es producto de la
casualidad si al leerlo encuentran reminiscencias de Umberto Eco. En aquel
entonces, cuando lo redactaba, estaba profundamente inmerso en El
nombre de la rosa (1980), así como en otras lecturas provenientes del
medioevo.
Para finalizar esta
breve explicación. Traje del archivo esta historia por los días de intensa
canícula que hemos pasado. Aunque pertenezco a la región más extremosa del
país, nunca he podido tolerar el verano seco. Para mí el asfixiante calor de
Chihuahua, me provoca un desánimo y una baja de presión.
Sin más los dejo con
la judía redentora –como se llamó inicialmente–, misma que ha mutado varias
veces. Una versión se encuentra en el libro electrónico Quivirenses (2016).
Eduardo Laphond Domínguez.
3 de agosto de 2018
Infracripta
Por Eduardo
Laphond
En todos
lados he buscado la paz y en ninguno la he hallado, excepto en un rincón, con
un libro.
Umberto Eco, El nombre de la rosa
Nadie
sabe cómo llegó, o de donde vino. Algo es claro, ella estaba ya desde el inicio
de la sequía. Según los más sabios, llevaba veinte primaveras asolando, con una
canícula perdurable hasta el invierno.
El suelo ardía, los pastizales brillaban en ocre. El trigo,
la cebada y demás cereales se pudrían. La magnitud del suceso era incontenible.
El reino no estaba preparado. Las barricas de vino escasearon, el afluente y
arroyos conexos, destilaban un olor fétido. Traían agua desde otros reinos solo
para la hegemonía; de vez en cuando, al sobrar, se vendía al vulgo a precios
mayores que el oro. La muerte floreció, las personas corrompidas sucumbían al
beber de ese caldo saturado en toxicidad.
Aquel
pueblo se hundía en desesperación. En plegaria unísona se redimían bajo las
sacras paredes de la iglesia. El rezo ferviente les hacía mantener el hálito de
la esperanza. Aún con los labios partidos y la garganta seca, imploraban para
disponer de la misericordia del Creador.
Dentro de esta contingencia ahí estaba ella: la no conversa.
Bajo el estigma a cuestas, envuelta en repudio solo por su naturaleza. Como
sombra sigilosa, su vida daba inicio al terminar las cuatro campanadas de
bienvenida al rezo de las completas. Con profundo temor descendía al averno
para abastecerse, robaba los sobrantes de alimentos, llenaba sus recipientes en
aquel río putrefacto.
Al ser
profana poseía un vasto conocimiento. Sabía devolver a sus condiciones
primigenias aquella agua insalubre. La pasaba por fuego hasta su hervor y de
ahí la vertía por un conjunto de piedras porosas. Repetía el proceso unas
cuantas veces hasta tener de nuevo aquel líquido cristalino. No se debía
conocer aquel proceso. El Supremo en su infinita sabiduría mandaba sus
designios por algo, bajo ningún motivo debían ser atentados, menos por una no
conversa.
La
muerte continuó su paso atroz en el feudo. Las callejuelas recubiertas de
estiércol se iban cubriendo con cadáveres. La desesperación, esa maldita
provocaba a quienes seguían vivos. Aquel reino prefería sucumbir a la muerte, a
estarse quemando al rojo vivo en ese infierno terrenal. Las lágrimas junto al
sudor ya no brotaban de esos semblantes exprimidos.
Una
noche, después de las vísperas,
el clérigo salió del monasterio. Quería experimentar si el anochecer era más
fresco, ahí la vio con esa tez incorrupta. Tal era su costumbre, juntaba el
agua estancada en sus alforjas. La siguió hasta su pequeña choza. Por una
rendija observó el proceso, con cuidado de no ser visto. Estupefacto por el sacrilegio, en un
exabrupto corrió hasta donde se encontraban los guardias de la Casa Real, la
acusó de violar la ley suprema con actos herejes. Estos sin cuestionar la
acusación interpuesta por la voz de Dios en este mundo fueron por ella. Además
se encargó de pregonar la nueva en el reino. Así fue como se alzó una torva de
ecos inclementes, ardidos en desesperación y locura, quienes hurtaron la calma.
—¡Es
una judía! Resonó embravecida una voz solitaria, esta asfixió al resto de los
alaridos. Aquellos dieron la razón de ello.
—¡Quémenla!
—¡Infracripta
traída desde las tinieblas!
—¡Es
la ramera de Satanás!
La apresaron, incendiaron su pequeño escondite;
ese lleno de tomos apócrifos de sabiduría vacía, los cuales eran inservibles en
comparación al gran libro escrito por la mano de Dios. Esperaron a la hora tercia para congregar a la corte de
aquel feudo. Todo mundo la acusaba, aunque una mayoría desconocía los motivos
reales por lo cual lo hacían.
Su destino: la hoguera. Se instalaría dentro
del patio de la corte, justo en el crepúsculo debía arder como lo atroz de sus
actos. Para un mayor escarnio sus inquisidores le escupirían, sentiría el infierno.
—Escucha
cómo el pueblo te detesta. Ellos anhelan tu muerte, aquí los marranos se
repudian, transgreden la sacralidad del reino. Protesto aquel sacerdote
colérico. Ella sin despegar su mirada del suelo de la torre, escuchaba la
imputación injusta, impuesta por alguien mucho más torpe y ciego a las
verdades.
En ese
momento, el petricor inundó la
corte, ese olor nuevo para los más jóvenes. Por otro lado, los viejos recordaron
los tiempos de prosperidad. Solo algo es claro, aquello dejó anonadado al
pueblo entero, calmó los ánimos revueltos. Tirando los picos, salieron del
lugar. Un nubarrón, espeso, recargado de agua, se posó sobre el pueblo. De este
una gota gruesa, pesada, hija digna de la más fiera tormenta, cayó, sucedida de
otra y de otra más. Hasta dar paso a un torrente, como hacía mucho tiempo no
sucedía.
Las
calles lavaban su sequedad, llevando al caudal principal una gran cantidad de
porquería hedionda. De entre los podridos trigales y demás plantaciones corría
el agua a borbotones. Los labradores corrían empapados en un grito embravecido
de victoria.
Mientras
el ambiente de júbilo iba en ascenso. El clérigo permanecía anonadado, estático
ante la celda del incipiente ser.
En ese
momento, con un hastío benevolente, alzó su mirada hacia él.
—Maestro, ¿me va a juzgar por bruja, o me
dejará en libertad por haber salvado a su pueblo?
Eduardo
Laphond Domínguez nació el 11 de diciembre de 1996. Estudiante de la Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Consejero
Nutricional y Chef de Culinaria Saludable por el Centro de Estudios
Profesionales de Colima S.C, Colegio de Nutriólogos de Chihuahua A.C y
Asociación Internacional de Nutrición para el Bienestar Humano A.C (Chihuahua,
Chihuahua 2013-2015). Ganador en el concurso Palabras Migrantes 2017. Premio
Nacional de Poesía 2015 con Las Voces del Más Allá” 2015. Ganador de la
Beca Nacional INTERFAZ del ISSSTE convocado por Mario Bojórquez emisión
Chihuahua 2016.
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