Los
charros, The Guardians y la frontera
Por María
Esther Quintana Millamoto
Antes
de entrar de lleno en la materia de este texto (mi ponencia en Salamanca en
mayo del año en curso), debo confesar que soy una feminista a la que le gustan
las rancheras, quiero decir, el género vernáculo conocido con este simple
apelativo. Me gustaría también decir que canto bien las rancheras pero, la
verdad, mi voz de soprano amateur apenas me alcanza para entonar con cierta
dignidad no siempre exenta de desafinadas o de lo que en la cultura mexicana se
conoce popularmente como gallos, algunos boleritos rancheros de Juan Gabriel o –cuando
después de dos tequilas ando con la garganta calientita– un huapango como
“Cielo rojo” o un bolerito como “Allá en el otro mundo.”
He de decir sin falsa modestia que cuando estoy inspirada
puedo sostener algunos fieros falsettos,
a despecho de nunca haber tomado clases de técnica de canto y de solfeo. Como
dije antes, soy feminista, así que el hecho de que me gusten las rancheras
debería de verse como una contradicción porque, como todo mundo sabe, este tipo
de canciones promueven los estereotipos de género, la política sexual de
dominio de los hombres sobre la mujeres, etcétera. Sin embargo, considerando
que la contradicción define al ser humano, es absolutamente natural que me
gusten no solo las rancheras sino que considere que el charro mítico, encarnado
en el sin igual Pedro Infante, representa la quintaesencia de lo varonil, de la
bravura y al mismo tiempo de la ternura y gallardía del hombre ideal
mexicano. Ahora, si este varón existe o
no fuera de las pantallas del cine de oro mexicano, eso es irrelevante para
muchas mujeres de mi generación –por no decir de las anteriores– quienes en lo
más profundo de nuestra psique soñamos con un charro que nos venga a dar
serenata el día de nuestro cumpleaños o ya aunque sea el día de la madre.
Este sueño de la psique femenina mexicana de tener un charro
apuesto en nuestro cumpleaños se cumple en la novela The Guardians (2007) de la escritora chicana Ana Castillo, en la
cual Miguel, el enamorado de Regina, protagonista de la historia, participa en
una charreada como parte de la sorpresa de cumpleaños que Gabriel, el sobrino
de Regina, organiza para su tía y madre adoptiva. La escena anterior me decidió
a presentar una ponencia sobre el charro y la masculinidad mexicana en el
Congreso sobre literatura chicana en Salamanca, ciudad que, sorpresivamente
para mí, es el origen del charro mexicano. [1]
Miguel es un charro sui-generis
por su aspecto e ideología, ya que usa una cola de caballo, es un activista del
medio ambiente, detractor de la política norteamericana en Latinoamérica (de
hecho está escribiendo una tesis sobre las intervenciones de Estados Unidos en
América Latina a través de su historia) y se identifica a sí mismo como
“chicano” reconociendo el aspecto de oposición y resistencia de dicha
identidad. Por tanto, considero que Miguel constituye una especie de charro
transnacional, es decir, con problemáticas que van más allá de los límites
geográficos de la nación mexicana, mientras que también encarna la paradoja del
chicano de los setenta, quien, por un lado peleaba por subvertir su
opresión social y por otro mantenía
subordinadas a las chicanas, incluso a sus compañeras de lucha.
En el análisis de mi ponencia en Salamanca establecí una
conexión entre el control del caballo por parte de Miguel en la charreada y su
deseo de controlar a las mujeres de su vida –algo que la misma Regina observa
en la novela– para demostrar que el machismo del protagonista, que él trata sin
éxito de superar, impide una relación satisfactoria entre los protagonistas.
En la ponencia rastreaba los orígenes de la charreada en las
antiguas corridas de toros para explicar cómo desde sus inicios este tipo de
eventos llevan implícita la idea del control y dominio del otro, considerado
como lo no civilizado. [2]
Tras de repensar en la relación de ambos protagonistas, para escribir este
texto, me di cuenta que otro factor conectado con el fracaso del romance entre
Miguel y Regina, y que también es típico del patriarcado, es la subordinación de
la protagonista al profesor de preparatoria, subordinación que puede verse
alegorizada en la escena de la charreada en la del caballo al charro. En cuanto
a los protagonistas, el factor más importante de la desigualdad de su relación
es su diferente nivel de educación y el estatus profesional y social que esto
conlleva. Mientras que Miguel tiene una licenciatura y está escribiendo una
tesis de maestría, Regina solamente terminó su preparatoria y se certificó como
ayudante de maestra. Por tanto, si Miguel tiene un puesto de profesor de
historia en la escuela donde ambos trabajan, Regina es únicamente asistente de
otros profesores. Dicha circunstancia, añadida al estatus indocumentado de
Regina en su pasado, como trabajadora del campo, provocan que se sienta
inferior a Miguel.
Por si esto fuera poco, existe también una diferencia de edad
importante, ya que Miguel es un hombre de treinta años y, en contraste, Regina
tiene cincuenta. El estatus subordinado de Regina hacia Miguel se intensifica
cuando este le ayuda a buscar a su hermano, al que ha secuestrado una banda de
narcotraficantes y que es obligado a trabajar en un laboratorio clandestino de
drogas. La autora de la novela satiriza (o romantiza, según sea la lectura que
se haga de la novela) la dependencia de Regina en Miguel cuando la protagonista
declara que su enamorado es como el arcángel bíblico ya que la ha acompañado en
la peligrosa búsqueda de su hermano a la casa de los narcotraficantes. La
identificación de Miguel con el arcángel, así como los otros nombres de algunos
de los personajes de la novela (Gabriel, Rafael, Uriel) explican el título Los Guardianes.
Mientras se mantiene la relación de dependencia por parte de
Regina hacia Miguel, la posibilidad de un final feliz parece ser factible. Sin
embargo, cuando secuestran a la ex esposa del protagonista, Miguel no puede
superar la sospecha de que Gabriel, sobrino de Regina, esté involucrado en el
secuestro y se aleja de esta. En el final de la novela las consecuencias de la
violencia relacionada con el mundo del narcotráfico alejan definitivamente a
los protagonistas a pesar de los esfuerzos de Miguel por recuperar a Regina.
En The Guardians Castillo
muestra que el estereotipo del charro como protector de las mujeres resulta
anacrónico no solo por la ideología patriarcal que subyace a dicho personaje
mítico, sino porque en un contexto brutal de narcotráfico, tráfico de personas
y de órganos humanos, ni los mitos ni las leyendas –por vigentes que sean
culturalmente y por mucho que nos enamoren– pueden enfrentar la violencia de
este “inter-estado” llamado la frontera México-americana.
[1] La primera mención de la palabra “charro” aparece en el año de 1729 en
el Diccionario de autoridades el cual lo define como un individuo sin educación
ni refinamiento proveniente de un lugar pequeño y sin prestigio. En 1817 la
definición se vuelve más específica cuando se le describe como “un villano de la tierra de Salamanca, una
persona rústica como los villanos suelen ser”. En cuanto al significado
etimológico de “rústico” que se le da a la palabra "charro", quizás
provenga del vascuence "Txar", palabra que significa campesino.
[2] En sus orígenes más remotos, la charreada consistía en domar toros a
caballo y durante el tiempo de la Reconquista las pinturas mostraban caras de
moros en las cabezas de los animales, mientras que el rostro del jinete
representaba a un rey español. Dicho sentido alegórico de civilizar al otro,
está también presente en el mito fundacional de Hércules, según el cual su
décimo trabajo de penitencia consistió en derrotar al monstruo Gerión, rey
tiránico y usurpador en lo que hoy es la región de España, robándole sus vacas
rojas y matándolo. Hércules se quedó a civilizar a los descendientes de Gerión
y este mito se fusionó luego con leyendas católicas como la del apóstol Jacobo,
conocido como el apóstol Santiago en España, quien, según la tradición llegó a
Galicia a predicar el evangelio. En la actualidad las asociaciones de charros
han preservado la idea del impulso evangelizador y civilizador de los charros y
la charreada a través de sus leyendas donde el toro es dominado por un misionero
o algún santo católicos.
María Esther
Quintana Millamoto estudió letras españolas en la Universidad Autónoma de
Chihuahua, tiene maestría y doctorado en letras hispánicas por la Universidad
de California Berkeley. Entre sus obra publicado están los libros Los pícaros, bufones y cronistas de Maluco: la
novela de los descubridores fue publicado por Linardi y Risso
en Montevideo Uruguay en 2008; Madres e hijas melancólicas
en las novelas de crecimiento de autoras latinas, publicada en la
colección Benjamin Franklin de la Universidad de Alcalá España.También ha
publicado ensayos críticos en revistas arbitradas en México, Cuba, España y
Estados Unidos. Actualmente es profesora en el departamento de Estudios
Hispánicos de la Universidad de Texas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario