Las
lágrimas de la tortuga
Por Jorge A. Cortés Montalvo
Ahora no me parece extraño que la tortuga le haya ganado la
carrara a la liebre, las tortugas son seres inteligentes, no obstante que su
cerebro no sea más grande que la mitad de una nuez.
Durante los últimos quince años vivió en mi jardín, quien
sabe qué edad tendría ya cuando la trajo mi hermana, según parece la longevidad
de las tortugas es de más de doscientos años. La encontró en la carretera cerca de la zona del silencio, venía de
Torreón a Chihuahua cuando por poco la atropella, la muy confiada estaba a
mitad de la autopista. Mi hermana alcanzó a frenar y se la trajo a mi hijo de siete
años, como mascota. Mi hijo pronto cumplirá los 23.
Era una tortuga grande, fauna típica del desierto chihuahuense,
más de dos palmos de talla tendría, ambas manos no alcanzaban a cubrirla; era
orgullosa y soberbia, no comía de mi mano ni permitía que la observara, y
aunque me reclamaba estirando las patas para desasirse de mis dedos cuando la
levantaba, nunca se mostró agresiva. Cuando me acercaba, después de que
descubrí que su alimento preferido eran las hojas de lechuga (sin lavar, por
supuesto), cargaba pesadamente con su caparazón y se refugiaba en algún rincón
inaccesible y seguro junto a la palmera, esperaba con paciencia infinita a que me
alejará y después se arrimaba cautamente para dar cuenta voraz del alimento.
Poco después abandonó el rincón, tomó por asalto la casa del perro y la habitó
en adelante.
El pequeño poodle protestaba, la perseguía por el jardín
ladrando y saltando a su alrededor mientras, al parecer, huía; yo le llamaba la
atención –deja en paz a Torcuata– o Clodomira, como luego le puso mi mujer,
pero fue una sorpresa divertida cuando vi que después era la tortuga quien
perseguía al perro lanzando dentelladas a sus patas. Estaban jugando, lo hacían
de tanto en tanto.
Una mañana vi por el ventanal que se subía torpemente a un
pequeño escalón junto al muro del jardín, donde mi mujer solía dejar una
canasta con pinzas para colgar ropa; la canasta sobresalía un tanto del
escalón, de manera que cuando la tortuga se trepo en la canasta, esta empezó a
balancearse y acabó rodando. Me preocupó porque sabía que si las tortugas
quedan patas arriba les es muy difícil darse la vuelta. Así que enderecé a la tortuga
y puse de nuevo la canasta y las pinzas en su sitio. Entonces mi amiga
emprendió de nuevo el complicado trayecto de subir el escalón, montarse en la
canasta y balancearse hasta rodar de nuevo escalón abajo. Era otro juego, y
para nada le costó trabajo, usando patas y cabeza, darse la vuelta.
Las tortugas invernan;
hacia finales de octubre o los primeros días de noviembre escavan y se refugian
en algún rincón, así yacen durante todo el invierno. Reducen su metabolismo y
permanecen en letargo por meses soportando lluvia y nieve. Hacia principios de
marzo, al anunciarse floridamente la primavera, Clodomira salía de su refugio y
oteaba, aún somnolienta, el calor del astro, luego buscaba agua y comida y empezaba
su exploración por los alrededores. Julio y agosto eran los meses de mayor
actividad, se tendía al sol de la mañana, por ella aprendí que hay que tomar el
sol entre las nueve y las once, no después, y dedicaba buena parte del día a
mordisquear arbustos y tréboles, cruzando pausadamente, una y otra vez, de lado
a lado el jardín. Como ya he dicho, le gustaba particularmente la lechuga y también
la manzana, que fue para mí un descubrimiento tardío sobre sus preferencias
gastronómicas, pero solo la de cáscara roja.
Como todas las tortugas, al finalizar la primavera buscaba
los espacios donde la tierra estuviera lo suficientemente floja, escavaba con
las patas traseras y ponía uno o dos huevos, por eso supe que era hembra,
huevos infértiles al no haber macho de por medio. Pobre Torcuata, debió haber
llevado una vida muy solitaria todos estos años, aunque nunca se quejó, no
emiten sonido perceptible alguno. Yo la observaba desde el ventanal e
invariablemente, en este proceso, dos grandes lágrimas resbalaban de sus ojos
enormemente abiertos, nunca supe si era por el esfuerzo o por la ausencia de un
compañero. Algunos intentos hizo de escapar, buscar una salida por cualquier
rendija, sin éxito. Fue una pena no poder conseguirle una pareja, pena que
intenté salvar primero poniendo un espejo a ras de tierra por los espacios
donde solía refugiarse, pero no cayó en el engaño, más tarde conseguimos, a
instancias de mi esposa, una reproducción en barro, bastante más grande que mi
amiga, y tal vez funcionó, porque solía acercarse y permanecer en una posición
semejante a la réplica durante horas, hasta que empezaba a caer la tarde y
volvía, lenta y pesadamente a su rincón en la casa del perro.
Más suerte tuvo el poodle, que tenía vocación de callejero y
en cualquier oportunidad y descuido nuestro escapaba a correr mundo, o tal vez,
también, en busca de su contraparte femenina. Varias veces regresó, la primera
empapado por la noche, rascó la puerta y entró con la cola entre las patas con
cierto gesto de arrepentimiento, la segunda vez, volvió hambriento dos días
después lleno de pulgas. Con cada fuga espaciaba más su ausencia hasta que no
volvió más. Mis hijos rindieron su cuota de llanto, pero nos quedó la esperanza
de que con su blanco y encrespado pelaje, su conveniente y reducido tamaño y su
vistoso collar donde colgaban las medallas de todas sus vacunas, hubiera sido
rescatado por algún alma caritativa a quien hacer compañía.
Torcuata pudo entonces tomar posesión por entero de la casita
de madera.
Con frecuencia durante el verano, cuando el calor arreciaba o
había dado cuenta de su alimento, se acercaba hasta la puerta y rascaba el
cristal; en cuanto abría, se metía presurosa a buscar un lugar más fresco
debajo de algún sillón, invariablemente la sacaba de nuevo con otra ración de lechuga,
su lugar era el jardín; porque además se orinaba sin misericordia en cada
rincón. Volvía a rascar el cristal una y otra vez. Cuando comprendía por fin
que sus intentos por entrar serían infructuosos, nos castigaba dejando su
excremento en las baldosas de la entrada.
Verla recorrer con su paso lento y pesado las orillas del
jardín, buscando una puerta de entrada o de salida, o dejarla que se arreglara
con los tréboles, arbustos y pasto, aún procurándole una lechuga entera a su
disposición, cuando teníamos que dejar la casa por días y a veces semanas, me
daba pena. Es una lástima que en esta ciudad, la capital del estado más grande
del país, no exista un tortugario, un espacio de conservación y cuidado de la
fauna regional o al menos un pequeño parque zoológico. Muchas veces quise
ponerla a buen resguardo en algún centro de conservación pero no encontré
ninguno, pregunté a veterinarios y alguno me dijo que podría encontrar un
cliente que la comprara a buen precio, pero que existía el riesgo de meterme en
problemas legales, ya que se trataba de una especie en extinción, así que no me
atreví. Tampoco quise regresarla a su hábitat porque me cabía la duda de que,
después de tantos años de cautiverio, fuera capaz de sobrevivir por sus propios
medios, o lo que es peor, que volviera a cruzar la carretera y esta vez no
tuviera suerte.
Un mal día de octubre me percaté de que los trozos de manzana
de cáscara roja desaparecían de manera inusual y que su lechuga estaba intacta,
era el tiempo en que debería empezar a invernar y me pareció extraño, así que
monte un puesto de observación desde el ventanal y no tardó en dejarse ver un
intruso o intrusa, que robaba la fruta. Un enorme ratón, tal vez una pequeña
rata, había instalado un puesto de asalto bajo la casa de madera y hurtaba la
ración destinada a mi amiga, además, con cinismo inaudito se bebía el agua del
recipiente en que Clodomira saciaba su sed y se refrescaba de tanto en tanto.
Los gatos, que también incursionaban con su cadencia felina y
precavida por el jardín, buscando presas aladas que abrevaban casi al vuelo en
el recipiente con agua, brillaban por su ausencia, de manera que tomé la
decisión de exterminar al intruso. Mojé en veneno unos trozos de manzana y los
coloqué en un lugar estratégico, lo suficientemente alto para que la tortuga no
la alcanzara pero sí el ratón que, en efecto, no tardo en mordisquear. Creí
haber tomado todas las precauciones para no afectar a mi amiga, pero algún
trozo dejó caer el roedor que quedó al alcance de Torcuata y advertí, más
tarde, un par de mordiscos, al parecer característicos de su pico, aunque no estaba seguro.
Al día siguiente el ratón estaba muerto, y le tortuga cruzaba
ligera, es un decir, el jardín de lado a lado como antaño. Me alegré porque parecía
estar a salvo, aún la observe por tres o cuatro día más, y aunque la noté un
poco más torpe y lenta, lo atribuí a que buscaba su rincón para invernar.
Por esos días mi trabajo académico me llevó a las costas del
Pacífico.
Lorenzo Meyer me parece un escritor inteligente. En alguna de
sus obras sobre la intervención francesa en México reflexionaba sobre la
incertidumbre, sobre el cargo de conciencia que debieron sentir los soldados, cuyos
padres y abuelos poco más de medio siglo atrás habían librado en La France una cruenta revolución a favor
de la República, estuvieran después en un país extraño peleando y muriendo por
defender un imperio; sin duda esa fue una de las causas del fracaso de
Maximiliano. Recientemente le oí decir, y me identifico con su postura, que
para vivir lo más al margen posible de las autoridades establecidas, optó por
la vida académica, la menos peor de las opciones.
En ese tenor, un grupo de investigadores que compartimos con
entusiasmo ese mismo sentimiento, nos dimos cita en el Instituto de
Investigación Educativa de la Universidad de Baja California para analizar los
nuevos modelos de identificación, selección y evaluación de competencias
docentes, modelo que han recomendado diversos organismos internacionales como
opción para salir del subdesarrollo. Idea peregrina, porque hasta ahora todo el
aparato educativo ha sido incapaz de sacar a la sociedad de las limitaciones
del desarrollo de subsistencia. Tal vez Shahrzad Mojab tenga razón y la
principal fuente de “subdesarrollo” hay que buscarla no en las actitudes del
pueblo, sino en el estado instituido e institucionalizado. Si el estado está en
crisis, también lo están sus instituciones, y la universidad es una de ellas.
La solución, dicen, es fortalecer la democracia. En una
democracia, por definición, la sociedad participa en las decisiones importantes
de una nación, pero eso no pasa aquí. En México, y lo digo con todo cariño a mi
vapuleada patria, pasa por democracia un gran tinglado legitimador, un sistema
estrambótico y costoso de procesos electorales periódicos, donde se renuevan o
reacomodan los peones de una partidocracia con eje presidencialista o camaral, un
país que aún acusa el síndrome del caudillismo, donde hay que humillarse y
bajar la vista ante el gran tlatoani, donde los ciudadanos para ejercer sus
derechos soberanos tienen que pedir permiso y este se concede como una graciosa
y generosa concesión de los funcionarios en turno, favor que luego debe pagarse
con un tributo de sumisión; si hay que simular, pues se simula, si hay que
corromperse, pues, vemos para otro lado y aceptamos el discurso demagógico
oficial. No pasa nada, todo está bien o podría estar peor.
Como sea, parece que la Unión Europea tras el acuerdo de Bolonia
y buena parte de los países latinoamericanos, al menos los que se encuentran
afiliados a la OCDE, esperan del modelo por competencias, aplicado a la
educación, una contribución a la solución de las crisis económicas,
tecnológicas y culturales tan recurrentes en nuestra época. Así que asumimos
esa tarea con el fin de aportar algo, no mucho, sin afanes de encontrar
panaceas o soluciones milagrosas, apenas una pequeñísima propuesta de aula, un grano
de arena con la mirada puesta en ayudar a disminuir la desesperación de este
país de violencia endémica y extrema, de gobiernos incompetentes e insensibles,
de una indolencia exacerbada producto de la impotencia en una época informática
y globalizada, teñida de angustia. Buscar al menos la ilusión de un nanoespacio
de esperanza en medio de crímenes, ejecuciones, extorsiones y suicidios infantiles.
Me viene a la memoria la dramática historia de un famoso futbolista, el portero
alemán que perdió a su hija pequeña. No lo soportó; bajó de su auto, se paró en
medio de la vía y, materialmente, se lo llevó el tren. Hay angustias que no se
soportan.
Tres días de trabajo intenso y algo de turismo dejaron como
resultado muchas tareas y nuevas preguntas a resolver en una futura reunión.
El trayecto de regreso se antojaba cansado. Un tramo por
tierra y una larga espera en el aeropuerto de Tijuana, soportable sin embargo
con una fresca cerveza en el muy conveniente bar situado al lado del andén de
abordaje.
Entonces la vi.
Si reflexionamos sobre el proceso de elección de pareja nos damos
cuenta que está sujeto a un paquete apretado de convencionalismos sociales y
culturales. No es parte de la naturaleza humana la monogamia, de hecho, solemos
tener varias parejas a lo largo de la vida. Cuando se establece, bajo
determinadas condiciones de atracción por supuesto, un contacto o un
acercamiento, por breve o casual que sea, con el sexo opuesto –y para algunas
personas, por retruécanos biológicos, hormonales o de elección personal aún a
debate e insuficientemente explicados, con el mismo sexo– se pone en marcha un
mecanismo de cálculo sexual, se activa todo un ritual de atracción contención,
una danza de cortejo plagada de temores e inquietudes, acercamientos cautos que
fluctúan entre la aproximación y el rechazo, de auto reflexión sobre las
propias probabilidades y de inevitable comparación –el alter–. Con cada
experiencia, gustosa o dolorosa, se configura un catálogo de afinidades y
diferencias, de gustos y disgustos, de éxitos y fracasos, de componentes
rescatables y otros francamente deleznables, en fin, la eterna dialéctica. Sin
embargo acabamos sujetándonos a tales convencionalismos por tradición, por
convicción o al menos por no entrar en conflicto con los valores que parecen
dar sustento a un orden en que acabamos sintiéndonos más o menos seguros,
aunque no pocas veces con un endeble equilibrio de la autoestima.
Cuando se es adolecente va tejiendo uno, con retazos de aquí
y de allá, a su musa, a la mujer de sus sueños: un rostro, unas manos, un
cuerpo cadencioso y bien formado, una actitud de desapego con el mundo hasta
que te paras enfrente y te dice con la mirada ¿dónde has estado todo este
tiempo? En alguna noche febril se aparece como un ángel o un fantasma o tal vez
como una ensoñación alcohólica, diciendo: estaremos juntos, está escrito. Y se
pasan los años de juventud buscándola entre la gente, en las aglomeraciones, en
la calle, en cada viaje, en cada estación. Hasta que se va desvaneciendo poco a
poco y pasa el tiempo inexorable y se percata uno de que la mujer ideal no
existe, ni existirá nunca, se apodera el olvido de esa imagen y si se llega a
recordar alguna vez, se da uno a si mismo palmaditas de condescendencia, como
queriendo convencerse cuan traicionera es la hormona cuando reverbera. Qué
bueno que he madurado, se dice uno para sí y se sustituye la ilusión por
mujeres reales, de carne y hueso con las que se puede compartir un sentimiento,
una cama, la vida.
Pero allí estaba. Abstraída leyendo un libro, ajena a todo lo
que ocurría a su alrededor, ajena incluso
a mí mismo. Una alucinación, sin duda, que sin embargo me hizo retroceder a los
dorados años. Sacudí la cabeza y apuré el resto del líquido cuando escuche el
típico mensaje: Pasajeros del vuelo 256, favor de abordar por la puerta 10.
Era un pequeño jet de 50 plazas, un vuelo de conexión con una
hilera larga de asientos individuales a la izquierda y dobles a la derecha.
Siempre que puedo selecciono un lugar al lado de la ventanilla, adelante o
detrás del ala, porque me gusta ver el mundo desde arriba; las pacíficas
montañas, la línea de la costa, los meandros y sinuosidades de los ríos y las
pequeñas o grandes ciudades como lunares cuadriculados que nunca estoy seguro
de identificar. Me arrellané en mi sitio casi al final de la nave, a veces tiene
sus ventajas estar cerca del lavabo. Poco después apareció ella, pude ver su
vientre plano y un delicioso ombligo cuando levantó los brazos para colocar su
maleta de mano en el compartimiento superior, se acomodó a mi lado y puso una
botella de agua medio llena en la bolsa del respaldo delantero. No imagino
cómo, de cuarenta y nueve asientos, tenía que tocarle justo a mi lado, no hay
duda que la vida es generosa.
¿Qué hago? –pensé– ¿le digo hola, ¿a dónde te diriges?,
¿acaso ahora los ángeles tienen que tomar un avión para subir al cielo?, pero me sentí lastimosamente torpe antes de
emitir ningún sonido, así que opté por el silencio.
Apenas me miró, pero debió advertir mi inquietud porque se
echo encima, coqueta y pudorosamente la chamarra que se había quitado un
momento antes, y cerró los ojos. Tendría acaso veintitantos, la mitad de mi
edad, había perdido ya todo rasgo infantil, no obstante sus facciones eran
suaves y tersas, ojos expresivos, cejas, pestañas y labios bien dibujados aún
en ausencia de maquillaje.
Es verdad que tengo debilidad hacia la belleza femenina, como
muchos; que algunas mujeres tienen el poder de atraer mi mirada, a veces
discretamente y a veces con franco descaro, queriendo caer de rodillas y darle
gracias a Dios por haberme hecho varón, aunque nunca ha pasado de un entusiasmo
de espectador, como quien ve en una vitrina una preciada obra de arte y reprime
la tentación de extender la mano para tocar. Es una apreciación estética, un
momento fugaz que deja un grato sabor en la mirada, si vale la expresión. Pero
ella no era particularmente hermosa, tenía, sí, el encanto de la juventud. Mi
sorpresa, sin embargo, era que cuadraba a la perfección con el retrato
empolvado de mis sueños adolecentes.
No he sido afecto a tener aventuras extramaritales, aunque
trato de ser respetuoso de los conflictos y la privacidad de los demás, en el
fondo repruebo esa práctica desleal.
La aeronave despegó y ella dormía, un momento después volteo
el rostro y sus labios quedaron a escasos centímetros de los míos. Sentí en mi
cara su aliento, su aroma, que me hizo pensar y saborear en una valencia
completa de la química de sus feromonas con mis receptores. Me di tiempo para
recorrerla detenidamente con la mirada, aún temiendo que repentinamente abrirá
los ojos y me sorprendiera en esa embarazosa contemplación. Afortunadamente no
lo hizo, no sé si porque dormía profundamente o fue un acto magnánimo y
voluntario de comprensión, de conmiseración para no someterme a una turbación
vergonzosa.
Me sacó de ese trance la voz de la sobrecargo que preguntaba.
―¿Desean tomar algo?
―Shhhhhh, no la despierte ―le dije
Ella sin embargo abrió los ojos, negó con un gesto de la
cabeza y se arrellano de nuevo quedando un poco más cerca.
Volví de nuevo a la contemplación extasiada, intenté
acompasar mi respiración a su ritmo, esperando quizá entremezclarme en sus
sueños, dejar de ser forastero de su pensamiento por un momento y cohabitar al
menos en algún reducto onírico. Tal vez
esa tarde me encontraba particularmente sensible, o la cerveza previa había desinhibido
mis sensores, lo cierto es que la cercanía de su rostro el contorno de sus
pechos bajo el escote discreto, revelados al resbalar la prenda con que se
cubría, me hizo sentir de pronto un escalofrío erótico.
Pero ¿qué está pasando?, qué insensatez, ¿será la crisis del
medio siglo en que uno se niega a dejar el dulce y glorioso momento de la
conquista?, o un desesperado intento, a manotazos, de asirme con las uñas a los
fragmentos de juventud que se alejan, realidad que el espejo se empeña en
reflejar cada mañana, aunque introspectivamente el corazón parece no haber
cumplido los 30.
Quisiera al menos saber tu nombre, pensé para mis adentros,
pero me arrepentí al momento. Un nombre trae aparejado un significado, una referencia
personal y lejana, bordada con afanes y desventuras de las que yo no había sido
testigo y que podría romper el encanto que me envolvía en ese instante; mi
vuelta a los años inciertos y apasionados, mi imaginación volando a una
dimensión sin tiempo, sin diferencia de edades, sin barraras de distancia, de
una geografía que hace absolutamente casuales y efímeros los encuentros, sin
historias personales. No obstante busque con la mirada algún indicio, por
ejemplo, alguna fina cadenita colgada a su cuello con una inicial que me
permitiera especular, barajar nombres posibles. En ese recorrido llegue a sus
manos, que descansaban mansamente sobre su regazo, manos limpias, de uñas bien
cuidadas y pulcramente cortadas, y advertí un anillo en el dedo anular de la izquierda. Bien podría ser un regalo de su
madre o una herencia de la abuela, con la sentencia “este anillo ha pasado de generación en
generación, pórtalo como una joya de tu ascendencia y guárdalo para que tú a tú
vez se lo des a tu hija mayor o a tu primera nieta, cuando la tengas”. Pero lo
más seguro es que fuera de algún antiguo novio, una promesa de compromiso o… el
eslabón dorado que la encadenaba a un marido.
Sentí de pronto una opresión, un hueco en el estómago; la
cruel mordedura de los celos ante la perspectiva de imaginar que otro haya
besado esos labios, haya palpado su cuerpo y haya incluso –¡ay! – profanado ese
santuario. La odié por un segundo pero comprendí enseguida que el amor tenía
que ser parte de su naturaleza, que no había claudicado a ninguna espera ni
traicionado algún pacto –aguardaré tu llegada–. Y me perdone a mí mismo.
Cuando el avión se disponía a tomar tierra y se escuchó la
voz previniendo enderezar asientos y asegurar los cinturones, abrió los ojos y
me miró de una forma que todo erotismo desapareció, quería entonces enredar mis
dedos en su pelo, abrigarla, protegerla, cuidarla de cualquier imaginario
peligro, pero solo acerté a rebuscar en las revistas que la línea aérea ofrece
como cortesía y hojear nerviosamente una de ellas. Me daba perfecta cuenta que
la inevitable separación se aproximaba.
La nave finalmente alcanzo la plataforma y se detuvo, ella se
levantó y cambió de asiento, la única palabra que escuche de sus labios fue un
tímido –gracias– casi en un susurro, al poner en sus manos la botella de agua
que había olvidado en la bolsa del respaldo. Aún le ayudé a recuperar su maleta
de mano y la seguí en el trayecto, observando la gracia de su andar desgarbado y
elegante hacia la sala de espera, donde media hora después tomaría rumbo hacia
otro avión que no era el mío. No hubo tiempo de homenajes ni de ofrendas, si
acaso ella me brindó la última cuando en la escalerilla, ya lejos, volteó y me
dirigió una sonrisa. Después de todo algo habíamos compartido; durmió a mi
lado, volamos juntos por páramos exóticos, encontramos en el silencio nuestra
forma de comunicarnos, quizá alguno de sus sueños se enlazo con mis ojos. Era
poco probable que nuestros caminos se encontraran de nuevo y se apoderó de mí
esa tristeza larga, de ausencia vencida. Me resigné entonces, una vez más, a
iniciar el lento y doloroso proceso del olvido que, por razones de karma, siempre
dura más que el amor.
El segundo tramo del vuelo hasta Chihuahua lo pasé taciturno,
apenas si respondí, en automático, al saludo que me dispensó mi nuevo compañero
de vuelo, un amable anciano que estrujaba nerviosamente un sombrero entre sus
manos durante el despegue. Me sumí en mis meditaciones sobre nada en concreto, saltando
de un pasaje a otro, de una emoción a otra del
tiempo que me ha tocado vivir. Me pareció un santiamén pues al salir de
mi abstracción ya estábamos en tierra.
Mi esposa me aguardaba expectante, al verme esbozó una gran
sonrisa, me echo los brazos al cuello y me besó larga y suavemente. Me recobré
del todo. Todavía hay esperanza en el amor –pensé– y agradecí en silencio su
presencia en mi vida, los años en que con amor y mucha valentía me ha aguantado
y me ha seguido contra viento y marea, porque no es verdad que alguien deja de
enamorarse cuando envejece, sino al contrario.
En el trayecto del aeropuerto a casa mi mujer me dio la mala
noticia: la tarde de mi partida le había puesto su ración de verdura, Torcuata –o
Clodomira– estaba postrada a la entrada de la casa de madera, caminó tres pasos
y quedó inerme junto a la lechuga. Mi esposa la dejó así el día entero, y el
otro, esperando quizás una reacción, así la encontramos, inmóvil y fría la
noche de mi regreso, dos grandes lágrimas no acababan de resbalar de sus ojos,
ahora cerrados.
Realizamos un funeral nocturno, no sin dolor, a la luz de la
luna. En el jardín donde nos había acompañado por tantos años, junto a la
palmera, quedó sepultada y sobre la pequeña tumba pusimos como lápida a la tortuga
de barro, ya despintada y ajada por la lluvia, el sol y la intemperie. Mi amiga se había ido, lo mismo que mi amor de
fantasía.
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