martes, 30 de octubre de 2018

Adrián García Noriega. La guitarra como salvavidas

La guitarra como salvavidas

Por Adrián García Noriega

—Les voy a platicar mi historia para que se duerman, en vez de un típico cuento, aparte de que ya se nos agotaron los del libro, pero compraremos otro, a lo mejor mañana que vayamos al supermercado.
Cuando era niño, así como ustedes, mis padres peleaban mucho. Todos los días y a todas horas, en las tres comidas del día y hasta en las noches escuchaba los gritos de mi madre hasta mi habitación cuando le decía a mi padre que solo se la pasaba trabajando y que no le prestaba atención ni a ella ni a los hijos. Mi madre se la pasaba tomando en los tiempos en que mi padre trabajaba, o sea que casi todo el tiempo. Cuando mi padre llegaba del trabajo, ya a oscuras, era motivo de discusión el que mi madre estuviera botada con la barriga de fuera en el sillón que teníamos en la estancia.
—Señor Adriano, ¿a qué te refieres con botada?, ¿estaba tan gordinflona que botaba cómo pelota? Y si en caso de que mi hipótesis fuera acertada: ¿cómo botaba si estaba gorda y pesada?
Adriano apenas sonrió y le respondió.
—Adalberto Fernando Romero, lo que quiero decir es que estaba acostada, pero como si alguien la hubiera echado, tirado o aventado en el sofá con tal brusquedad que se le salía la barriga. En realidad no era tan gorda cuando yo era más chico, pero cuando cambió el vino tinto por caguamas, y por caguamas me refiero a la cerveza, Adalberto Fernando Romero, su estómago incremento casi un cincuenta por ciento en comparación al tamaño que tenía, lo contrario a las ofertas que agarraba de sus bebidas. Eso sucedió porque mi padre comenzó a darle el dinero muy medido para el mandado de la quincena a fin de que no tuviera solvencia para comprar alcohol. Sin embargo, mi madre solamente cambió de bebida.
Mi hermano mayor se enfocó en su novia a tal grado que era raro que lo alcanzara a ver, ya que llegaba casi siempre en las madrugadas. También se la pasaba con un grupo de amigos que tocaban distintos instrumentos musicales. Mi hermano amaba la guitarra y se la sabia de cuerda a cuerda tocando cualquier canción que le gustaba. Un día que yo tenía mucha hambre fui a la cocina a tomar algo como de costumbre, en lo que llegaba mi padre a darme comida comprada en algún puestesucho de la calle. Siempre me traía algo distinto y muy sabroso, aparte de que él me acostaba y me platicaba un poco de su trabajo; de esa forma me quedaba dormido porque él era contador en un banco y los números me daban sueño. Ese día yo no podía dormir por las discusiones y los gritos que tenían mis padres, y comencé a llorar; me sentía indefenso y solo, como si nadie me pudiera ayudar en caso de que saliera alguien del ropero o alguien entrara por la ventana. Pero en cuestiones de minutos mi hermano entró a mi habitación como Thor con su Mjolnir, pero en realidad era su guitarra llena de calcomanías de Alaska y Dinarama, entre otros grupos musicales. Él se acercó a mí y me abrazó y me dijo que todo iba a estar bien. Yo le pregunté por qué su abrazo era tan prolongado, que si se sentía mal o estaba triste. Le dije que por mí no se preocupara, no era para tanto, al rato se me iba a pasar y me iba a quedar dormido. Él me respondió, con la sorpresa, que se tenía que ir porque terminaría la escuela en la nueva ciudad donde viviría su novia. Y por supuesto que lloré mucho más. Mi hermano después de unos minutos me soltó y me dijo que su guitarra la dejaría debajo de mi cama para que sintiera su compañía. Yo le pregunté: ¿la compañía de quién? Y él me respondió: de los dos.
Desde ese momento la guitarra y yo nos hicimos fieles amigos. Eso no era lo más normal, sin embargo lo fui admitiendo porque yo no tenía otros amigos; mi mamá no me mandaba a la escuela y yo ya tenía siete años. Recuerdo que Mjolnir era mi poder en contra de la tristeza y la soledad, pero como todo gran poder, requería aprender a usarla para lograr defenderme. Lo cual me hizo recordar que mi hermano había dejado algunos papeles en la que una vez fue su habitación. Cuando los revisé había unas partituras de Mi novio es un zombi, entre muchas otras de ese grupo. Me las aprendí todas, aunque fue difícil. La del zombi era mi favorita, con decirles que en las noches la usaba en plena tempestad de discusiones, y nunca más pasó a estar a un lado de mi pato; no me podía seguir arriesgando a que un día lo patearan sin querer y bañaran a mi hermosa Mjolnir, así que dormía a un lado mío.
—Señor Adriano, si tenías un pato de mascota ¿por qué no jugabas con él?
Adriano nuevamente sonrió y le respondió.
—No, José Jorge Guadalupe, no hablo literal refiriéndome al animal, sino a un instrumento que se usa para orinar cuando una persona no puede ir al baño por ella misma. Como se inclina sin derramarse para brindar mayor facilidad en su uso, es parecido a un pato, por eso se llama así.
A esa guitarra yo la quería demasiado, y la sigo queriendo. Una noche lluviosa en la que mi padre aún no llegaba del trabajo, mi madre mostraba mucho miedo por los truenos. Fue a mi recamara y se quiso acostar a un lado mío. Yo le dije que ese lugar era de Mjolnir y que ella podía seguir bebiendo y de ese modo se le olvidarían los relámpagos. Mi madre me dijo a gritos que era un niño muy grosero y malo y me dijo muchas otras cosas. Mi papá entró en ese instante y la quitó de enfrente de mí. Y cuando la volteó tomándola del brazo le dijo que tenía que ir a un lugar a atenderse y curarse de ese vicio, y que él se encargaría de eso. Antes de irse me sentó en mi silla para que comiera lo que me había llevado y después ya no supe nada hasta el día siguiente que salieron en el noticiero. Los dos murieron impactando el coche con otro carro donde las otras personas también murieron, pero el otro matrimonio llevaba a sus hijos, ellos fueron los únicos que quedaron con vida porque llevaban el cinturón de seguridad puesto. A mi madre la reconocí en las imágenes borrosas que pasaron por la televisión por los colores de la ropa que llevaba, ella estaba embarrada en el vidrio del otro carro. El vidrio parecía un enorme mata moscas el cual les dejaba oxígeno a las personas que sí querían vivir. La verdad es que sí me sentí muy triste por los dos, así que decidí acompañarlos en donde fuera que estuvieran y de la forma que sea. Aparte de que tenía mucha hambre y no había ni migajas de lo que había sido mi cena de madrugada, y yo sabía que ya no habría nadie que me diera de comer ni me ayudara en otras cosas que yo no podía hacer. Así que con dignidad tomé a mi hermosa acompañante de caderas impetuosas de la parte superior, porque obviamente no la iba a dejar sola ya que tanto ella como yo nos sentiríamos solos sin sentido por no sentirnos, después abrí la puerta que da a la calle principal, esperé a que pasara un vehículo grande para que fuera segura mi batida en el pavimento, pero no pasaba ni un culero.
—Señor Adriano, ¿qué es culero?
—Ammm… Son las personas que no hacen lo que uno espera. Bueno. El punto es que como no pasaba ningún carro proporcional para mi solicitud, me arrojé frente a una motocicleta.
—¿Y qué pasó, señor, te moriste?
—¡Sí, y soy el fantasma viejo de aquel niño!
Los niños gritaron fuertemente y al mismo tiempo se reían con fervor.
—Chicos, esperen, les terminaré la historia —los niños se quedaron callados y atentos—…Cuando abrí los ojos me di cuenta que el motociclista había pasado por encima de mi guitarra. Solamente me dolía un poco el diafragma, pero lo que más me dolía era que mi guitarra estaba casi hecha pedazos. Escuché la voz de mi hermano que me decía que todo iba a estar bien porque él me repararía a mi protector. Y por esa razón estoy aquí con ustedes.
—Señor Adriano… No les estarás contando cosas que no harán dormir a mis niños, verdad…
—Buenas noches, señorita Josefina Teresita de la Cruz. Ya quedó mi oficina así que me retiro a seguir con mi trabajo.
—No, señor Adriano, no te vayas todavía; cuéntanos más, no seas culero. Y tú, señorita Josefina Teresita de la Cruz, tampoco seas culera, deja que el señor Adriano nos siga contando.
—Pero que lenguaje tan más horrendo. No lo puedo creer; ¿tú si?, señor Adriano.
—Como les decía niños: persígnense antes de dormir y hasta mañana. Ya me fui.





José Adrián García Noriega estudia en la Universidad de Sonora la licenciatura de literaturas hispánicas. En esa misma institución trabaja en la difusión a las estrategias de inclusión de empresas e instituciones hacia personas con discapacidades. Escribe relatos y guiones, ha publicado algunos en revistas culturales.

1 comentario:

  1. Gracias, profesor Jesús, por compartir mi cuento. Espero y les agrade a los lectores.

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