La guitarra como salvavidas
Por Adrián García Noriega
—Les voy a platicar mi historia para
que se duerman, en vez de un típico cuento, aparte de que ya se nos agotaron
los del libro, pero compraremos otro, a lo mejor mañana que vayamos al
supermercado.
Cuando era niño, así como ustedes, mis
padres peleaban mucho. Todos los días y a todas horas, en las tres comidas del
día y hasta en las noches escuchaba los gritos de mi madre hasta mi habitación
cuando le decía a mi padre que solo se la pasaba trabajando y que no le
prestaba atención ni a ella ni a los hijos. Mi madre se la pasaba tomando en
los tiempos en que mi padre trabajaba, o sea que casi todo el tiempo. Cuando mi
padre llegaba del trabajo, ya a oscuras, era motivo de discusión el que mi
madre estuviera botada con la barriga de fuera en el sillón que teníamos en la
estancia.
—Señor Adriano, ¿a qué te refieres con
botada?, ¿estaba tan gordinflona que botaba cómo pelota? Y si en caso de que mi
hipótesis fuera acertada: ¿cómo botaba si estaba gorda y pesada?
Adriano apenas sonrió y le respondió.
—Adalberto Fernando Romero, lo que
quiero decir es que estaba acostada, pero como si alguien la hubiera echado,
tirado o aventado en el sofá con tal brusquedad que se le salía la barriga. En
realidad no era tan gorda cuando yo era más chico, pero cuando cambió el vino
tinto por caguamas, y por caguamas me refiero a la cerveza, Adalberto Fernando
Romero, su estómago incremento casi un cincuenta por ciento en comparación al
tamaño que tenía, lo contrario a las ofertas que agarraba de sus bebidas. Eso
sucedió porque mi padre comenzó a darle el dinero muy medido para el mandado de
la quincena a fin de que no tuviera solvencia para comprar alcohol. Sin
embargo, mi madre solamente cambió de bebida.
Mi hermano mayor se enfocó en su novia
a tal grado que era raro que lo alcanzara a ver, ya que llegaba casi siempre en
las madrugadas. También se la pasaba con un grupo de amigos que tocaban distintos
instrumentos musicales. Mi hermano amaba la guitarra y se la sabia de cuerda a
cuerda tocando cualquier canción que le gustaba. Un día que yo tenía mucha
hambre fui a la cocina a tomar algo como de costumbre, en lo que
llegaba mi padre a darme comida comprada en algún puestesucho de la calle.
Siempre me traía algo distinto y muy sabroso, aparte de que él me acostaba y me
platicaba un poco de su trabajo; de esa forma me quedaba dormido porque él era
contador en un banco y los números me daban sueño. Ese día yo no podía dormir
por las discusiones y los gritos que tenían mis padres, y comencé a llorar; me
sentía indefenso y solo, como si nadie me pudiera ayudar en caso de que saliera
alguien del ropero o alguien entrara por la ventana. Pero en cuestiones de
minutos mi hermano entró a mi habitación como Thor con su Mjolnir, pero en realidad
era su guitarra llena de calcomanías de Alaska y Dinarama, entre otros grupos musicales.
Él se acercó a mí y me abrazó y me dijo que todo iba a estar bien. Yo le
pregunté por qué su abrazo era tan prolongado, que si se sentía mal o estaba triste.
Le dije que por mí no se preocupara, no era para tanto, al rato se me iba a
pasar y me iba a quedar dormido. Él me respondió, con la sorpresa, que se tenía
que ir porque terminaría la escuela en la nueva ciudad donde viviría su novia.
Y por supuesto que lloré mucho más. Mi hermano después de unos minutos me soltó
y me dijo que su guitarra la
dejaría debajo de mi cama para que sintiera su compañía. Yo le pregunté: ¿la
compañía de quién? Y él me respondió: de los dos.
Desde ese momento la guitarra y yo nos
hicimos fieles amigos. Eso no era lo más normal, sin embargo lo fui admitiendo
porque yo no tenía otros amigos; mi mamá no me mandaba a la escuela y yo ya
tenía siete años. Recuerdo que Mjolnir era mi poder en contra de la tristeza y
la soledad, pero como todo gran poder, requería aprender a usarla para lograr
defenderme. Lo cual me hizo recordar que mi hermano había dejado algunos
papeles en la que una vez fue su habitación. Cuando los revisé había unas
partituras de Mi novio es un zombi,
entre muchas otras de ese grupo. Me las aprendí todas, aunque fue difícil. La
del zombi era mi favorita, con decirles que en las noches la usaba en plena
tempestad de discusiones, y nunca más pasó a estar a un lado de mi pato; no me
podía seguir arriesgando a que un día lo patearan sin querer y bañaran a mi
hermosa Mjolnir, así que dormía a un lado mío.
—Señor Adriano, si tenías un pato de
mascota ¿por qué no jugabas con él?
Adriano nuevamente sonrió y le
respondió.
—No, José Jorge Guadalupe, no hablo
literal refiriéndome al animal, sino a un instrumento que se usa para orinar
cuando una persona no puede ir al baño por ella misma. Como se inclina sin
derramarse para brindar mayor facilidad en su uso, es parecido a un pato, por
eso se llama así.
A esa guitarra yo la quería demasiado,
y la sigo queriendo. Una noche lluviosa en la que mi padre aún no llegaba del
trabajo, mi madre mostraba mucho miedo por los truenos. Fue a mi recamara y se
quiso acostar a un lado mío. Yo le dije que ese lugar era de Mjolnir y que ella
podía seguir bebiendo y de ese modo se le olvidarían los relámpagos. Mi madre
me dijo a gritos que era un niño muy grosero y malo y me dijo muchas otras
cosas. Mi papá entró en ese instante y la quitó de enfrente de mí. Y cuando la
volteó tomándola del brazo le dijo que tenía que ir a un lugar a atenderse y
curarse de ese vicio, y que él se encargaría de eso. Antes de irse me sentó en
mi silla para que comiera lo que me había llevado y después ya no supe nada
hasta el día siguiente que salieron en el noticiero. Los dos murieron
impactando el coche con otro carro donde las otras personas también murieron,
pero el otro matrimonio llevaba a sus hijos, ellos fueron los únicos que
quedaron con vida porque llevaban el cinturón de seguridad puesto. A mi madre
la reconocí en las imágenes borrosas que pasaron por la televisión por los
colores de la ropa que llevaba, ella estaba embarrada en el vidrio del otro carro.
El vidrio parecía un enorme mata moscas el cual les dejaba oxígeno a las
personas que sí querían vivir. La verdad es que sí me sentí muy triste por los
dos, así que decidí acompañarlos en donde fuera que estuvieran y de la forma
que sea. Aparte de que tenía mucha hambre y no había ni migajas de lo que había
sido mi cena de madrugada, y yo sabía que ya no habría nadie que me diera de
comer ni me ayudara en otras cosas que yo no podía hacer. Así que con dignidad
tomé a mi hermosa acompañante de caderas impetuosas de la parte superior,
porque obviamente no la iba a dejar sola ya que tanto ella como yo nos
sentiríamos solos sin sentido por no sentirnos, después abrí la puerta que da a
la calle principal, esperé a que pasara un vehículo grande para que fuera
segura mi batida en el pavimento, pero no pasaba ni un culero.
—Señor Adriano, ¿qué es culero?
—Ammm… Son las personas que no hacen lo
que uno espera. Bueno. El punto es que como no pasaba ningún carro proporcional
para mi solicitud, me arrojé frente a una motocicleta.
—¿Y qué pasó, señor, te moriste?
—¡Sí, y soy el fantasma viejo de aquel
niño!
Los niños gritaron fuertemente y al
mismo tiempo se reían con fervor.
—Chicos, esperen, les terminaré la
historia —los niños se quedaron callados y atentos—…Cuando abrí los ojos me di
cuenta que el motociclista había pasado por encima de mi guitarra. Solamente me
dolía un poco el diafragma, pero lo que más me dolía era que mi guitarra estaba
casi hecha pedazos. Escuché la voz de mi hermano que me decía que todo iba a
estar bien porque él me repararía a mi protector. Y por esa razón estoy aquí
con ustedes.
—Señor Adriano… No les estarás contando
cosas que no harán dormir a mis niños, verdad…
—Buenas noches, señorita Josefina
Teresita de la Cruz. Ya quedó mi oficina así que me retiro a seguir con mi
trabajo.
—No, señor Adriano, no te vayas
todavía; cuéntanos más, no seas culero. Y tú, señorita Josefina Teresita de la
Cruz, tampoco seas culera, deja que el señor Adriano nos siga contando.
—Pero que lenguaje tan más horrendo. No
lo puedo creer; ¿tú si?, señor Adriano.
—Como les decía niños: persígnense
antes de dormir y hasta mañana. Ya me fui.
José
Adrián García Noriega estudia en la Universidad de Sonora la licenciatura de
literaturas hispánicas. En esa misma institución trabaja en la difusión a las
estrategias de inclusión de empresas e instituciones hacia personas con
discapacidades. Escribe relatos y guiones, ha publicado algunos en revistas
culturales.
Gracias, profesor Jesús, por compartir mi cuento. Espero y les agrade a los lectores.
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