La protesta permanente
Por Raúl Sánchez Trillo
En los Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez, María dos
Prazeres es una prostituta brasileña en espera de la muerte que desea reposar
cerca de la tumba de Buenaventura Durruti, en el panteón de Montjuich de
Barcelona. Allí descansa el anarquista español junto a otros dos dirigentes de
la Guerra Civil, bajo unas lápidas sin nombre en las que todas las noches –cuenta
GGM– alguien escribía los nombres con lápiz, con pintura o materiales como
esmalte para uñas, con todas sus letras y en el orden correcto pero, en un
cuento de nunca acabar, por las mañanas los celadores las borraban para que nadie
supiera quién era quién.
La anécdota del sepulcro de Durruti
es para García Márquez un retazo de realidad susceptible de ser empleado en su
literatura. Pero la realidad, como siempre, supera a la ficción por más
realista mágica que sea. Y, en el caso que nos ocupa, la vida de Durruti es
superior a toda literatura de aventuras.
Muerto en condiciones sospechosas
durante la Guerra Civil, Durruti era ya entonces una leyenda. Pasó por México,
según cuenta José C. Valadés en sus Memorias.
En ese entonces, los años 20, formaban parte de un grupo de gachupines anarcos
conocidos como Los Errantes o Los solidarios, quienes tenían como objetivo la
difusión y profusión del pensamiento anarquista, pues estaban convencidos que
haría falta todo un siglo para que se iniciara la verdadera revolución social
y, mientras eso no sucediera, habría que preparar el camino. Así que unos
cuantos asaltos a bancos y a burgueses no estaban de más para procurarse
fondos, asaltos que, según Valadés, realizaron en Cuba, Argentina y México.
Buena parte de ese botín fue a parar
a París, en donde el grupo editó el periódico Liberión. De otro proyecto suyo, formar una librería internacional
que sirviera de enlace a los anarquistas de todo el mundo e inundara de libros
y folletos a América y España, no sabemos hasta qué punto fue llevado a cabo. Lo
que sí sabemos es que en la Ciudad Luz Durruti conoció y trató a Néstor
Ivanovich Majnó, el Zapata de la Revolución de Octubre, con quien compartió
experiencias políticas y militares.
Leer el libro de Abel Paz: Durruti, el proletariado en armas,
quizás permita comprender por qué María dos Prazeres quería reposar cerca de
aquel cadáver, cuyo entierro había sido “el más triste y tumultuoso de cuantos
hubo jamás en Barcelona”.
Ella duerme en casa con una sonrisa
cachonda mientras en el exterior el frío revienta las tuberías del agua. Solo la
cubre una camisa de franela. Él llama desde la oficina y la pereza de una voz
femenina le trasmite por el hilo telefónico la textura y la tibieza de la tela,
el cuerpo desnudo bajo la camisa que se antoja acariciar con suavidad,
despacio. Él, en un juego otras veces jugado, pide a su adormilada
interlocutora una descripción de la cama, las sábanas, las cobijas, y exige que
se desabotone la camisa. Ella no logra cumplir lo requerido ante el sopor que
poco a poco se le va imponiendo. Solo una voz la mantiene en el límite entre el
sueño y la vigilia, una voz que brota del aparato ya tibio sobre su cara, que
remonta las pulsaciones eléctricas y reclama un lugar en esa cama, que dice
obscenidades al oído, se transforma en mordiscos de vampiro digital. Ella cae
para despertar con un estremecimiento. La bocina emite el tono “ocupado” y su
sexo está húmedo.
Galileo Gall es un personaje de Mario
Vargas Llosa en La guerra fría del fin
del mundo, un revolucionario de su tiempo, anarquista y frenólogo, que se
une a la rebelión milenarista de Canudos, en el Sertón brasileño. Gall, que se
preciaba de conocer a los hombres con tan solo palpar su cráneo, tiene por
costumbre escribir artículos en los que narra y analiza, desde la perspectiva
ácrata, los acontecimientos de aquel fin de siglo, ensayos que envía a Francia
para ser publicados en L´Eticelle de la
révolote, una hoja esporádica que jamás recibió sus colaboraciones por la
sencilla razón de que había dejado de circular.
Triste destino el de Gall: haber
vivido remitiendo artículos a publicaciones fantasmas y haber muerto en aquella
rebelión, sin que nadie que lo hubiera conocido, en su vida europea, supiera
dónde, cómo y por qué murió. Uno se pregunta entonces si, en este nuevo fin de
siglo, cuando el fascismo neonazi se pasea por Europa con la cabeza rapada, ¿no
estaremos cayendo en ese mismo destino de lanzar botellas con mensajes
inconexos al mar? ¿Qué pueden significar unas cuantas líneas ante el poder
inmenso de los grandes y alienantes medios masivos de comunicación?
Pero cuando vemos la obra difusora de
otros, nuestro cíclico pesimismo, si no tiende a disiparse por completo, cuando
menos deja un poco abierta la puerta del optimismo. Tal sucede, por ejemplo, como
el caso de Max Nettlau, quien escribió a mano la biografía de Bakunin y, una
vez terminada, volvió a iniciar otras copias para distribuirlas en bibliotecas
y archivos del movimiento libertario, en espera de mejores épocas en que su
manuscrito viera la luz a través de la imprenta.
Otro caso es el de la revista Tierra y Libertad, publicación editada
en México por un grupo de exiliados españoles durante cerca de 44 años. De esta
publicación recibí unos cuantos ejemplares, el último fechado en mayo de 1988 y
en el cual aparece la nota necrológica de Benjamín Cano Ruíz, uno de los
principales animadores del grupo y prolífico escritor sobre el anarquismo.
Las notas necrológicas que una a una
se fueron sucediendo en las páginas de esta revista, dieron cuenta de la
desaparición de una generación de ácratas que no solo publicaron una revista,
sino que, en un gran esfuerzo editorial, recuperaron la Enciclopedia anarquista de Sebastian Faure, traducida del francés,
puesta al día e impresa en dos tomos, además de otras obras como la obra
constructiva de la revolución española, Qué
es el anarquismo, de Benjamín Cano Ruíz y Miguel Bakunin (su vida, su obra, su época) de Tomás Cano Ruíz.
Ante la intensa labor editorial de este desaparecido grupo, uno no tiene más
remedio que manifestar sus respetos y congratularse por la existencia de esa
gente que, hasta su desaparición física, mantuvo una difusión de los viejos y
nuevos textos de la anarquía.
Uno piensa a veces que las crisis
existenciales tienen algún remedio. Nos resulta imposible resignarnos a vivir
en una crisis permanente y buscamos asideros que nos brinden plena seguridad.
Así, de la crisis del cristianismo algunos de nosotros hemos pasado a la crisis
del marxismo y hay, tal vez, quienes se aferren, en esta época de derrumbes, a
continuar la búsqueda de una doctrina o teoría que garantice un futuro seguro:
el cielo, la gloria eterna, el paraíso terrenal o el socialismo real.
Muchos anarquistas, en cambio, viven
en un estado no de crisis existencial, sino de protesta permanente. Nicolás
Walter dice al respecto en uno de sus textos titulado Qué hacen los anarquistas:
“Otra forma de acción, que se basa en
un punto de vista pesimista acerca de las perspectivas del anarquismo, es la
protesta permanente. Según este enfoque, no hay ninguna esperanza de cambiar la
sociedad, de destruir el sistema estatal o de poner en práctica el anarquismo.
Lo importante no es el futuro, la estricta adherencia a un ideal fijo y la
cuidadosa elaboración de una bella utopía, sino el presente, el retrasado
reconocimiento de una amarga realidad y la constante resistencia ante una
situación horrorosa. La protesta permanente es la teoría de muchos ex anarquistas
que no abandonaron sus creencias pero que ya no tienen esperanza de éxito; es
también la práctica de muchos anarquistas activos que mantienen intactas sus
creencias y siguen como si aún esperaran el éxito, pero que saben –consciente o
inconscientemente– que nunca lo verán. La actividad de la mayoría de los
anarquistas durante el siglo pasado puede describirse como de protesta
permanente; pero es tan dogmático decir que las cosas nunca cambiarán como
decir que deben cambiar forzosamente, y nadie puede predecir cuándo llegará a
tener efectividad la protesta y en qué momento el presente se transformará en
futuro. La verdadera distinción es que la protesta permanente se concibe como
la acción de una vanguardia o, por lo menos, de exploradores en una lucha que
no podemos ganar y que nunca terminará, pero que vale la pena librar”.
(Esta
crónica de Raúl Sánchez Trillo es parte de su libro Notas anárquicas, inédito).
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