A propósito de Teatro del olvido
Por Raúl Sánchez Trillo
Conocí a Remigio Córdova en los
pasillos de la desaparecida Escuela Preparatoria de la Universidad Autónoma de
Chihuahua, en 1967. Era entonces un boxeador nada ortodoxo que fumaba Raleigh.
Debo decir, sin embargo, que nunca me unió con él una gran amistad. Era para
mí, al igual que para un millar de preparatorianos, un conocido que una vez
colgó los guantes de box para ponerse a hacer teatro, teatro a veces
incomprensible porque rebasaba nuestro bagaje teórico, compuesto por aquel
entonces por la lectura de dos novelas (La
vida inútil de Pito Pérez, de José Rubén Romero, y La madre, de Gorki) y por la politización que Vadillo,
caricaturista de la revista Siempre!,
nos había inducido.
Era un conocido como éramos todos los
prepos que nos saludábamos en las mañanas en medio del desorden estudiantil,
desmadre a veces clandestino y otras abierto y desafiante a la vigilancia
ejercida por El pinocho y La perica, secretario y celadora respectivamente de
aquella escuela y clásicos represores de la rebeldía juvenil. Remigio era un
cuate más, identificable en los cines entre los grupos preparatorianos, allá
cuando James Bond tenía licencia para matar y para hacer el amor con todas las
viejas que quisiera.
No me tocó, pues, ser un gran amigo
de Remigio. Fui, eso sí, un espectador de su obra y de las que otros compañeros
creaban o recreaban tratando de aluzar la conciencia de una época contestataria
tan lejana hoy como los pantalones de campana, la minifalda de Leticia Valdez
–reina de la Prepa–, cuyas blancas piernas incitaron más de una a su salud.
Quizá por todas esas cosas me dolió la muerte de Remigio como debió dolerle a
sus mejores amigos.
El día que lo despedimos las ganas de
llorar me impidieron seguir en aquella ceremonia donde Héctor Varela le
dedicaba unas últimas palabras. Decíamos adiós en el panteón de Dolores, uno de
los lugares de las andanzas fotográficas del Remigio, a uno de los exponentes
más consecuentes de una generación que hubo de cuestionarlo todo.
Como bien dice Rubén Mejía en el
texto que sirve de presentación al libro de fotografías Teatro del olvido (Ediciones del Azar, 1992), esa generación tuvo
como antecedentes políticos el asalto al cuartel de ciudad Madera, Chihuahua,
en 1965, y las acciones de la guerrilla urbana en los años setenta. Pero si
bien aires latinoamericanistas se respiraban entonces y la revolución cubana y el
Che fueron las imágenes ideológicas, no deberíamos menospreciar la influencia
de la juventud norteamericana que, con el movimiento hippie y la cultura de la
droga, también alimentó la protesta juvenil y, más aún, a las vanguardias
artísticas de finales de los sesenta, pues como apunta Marcuse: “La droga, al
revolucionar la percepción, contribuye poderosamente a la creación de un nuevo
ambiente estético. Disuelve el yo que la sociedad ha labrado a su imagen”.
El mérito de Remigio como hacedor de
teatro fue que sus obras tendieron hacia el tratamiento de una problemática más
universal, y en este sentido aportó a la conciencia colectiva de la protesta la
conciencia de la angustia existencial. En aquella época no era motor suficiente
para movilizar a una juventud el análisis teórico de la izquierda que
caracterizaba la coyuntura como una crisis de la ideología de la revolución
mexicana o una crisis del régimen presidencialista. El malestar era mucho más
profundo y Remigio lo reflejó con su teatro a través del cual cuestionó los
valores decadentes de la moral, la justicia, la familia, la religión, el amor.
Por esto Mejía acierta también cuando escribe: “Podríamos pensar, acaso, en
Ignacio Rodríguez y en Remigio Córdova, no obstante sus caminos marcadamente
opuestos, como dos personalidades paralelas y congruentes con el espíritu de
una generación que delineó y muchas veces transgredió la vida del Chihuahua de
los setenta”. Yo agregaría que marcadamente opuestas a pesar de su congruencia,
en buena parte porque en Chihuahua la izquierda no pudo integrar plenamente a
todas las tendencias de la “herejía”, bien por falta de visión, por dogmatismo
o conservadurismo, este último a veces más acendrado que en la misma derecha,
como lo hemos visto ante la sola mención de la posibilidad de legalizar la
droga en nuestro país.
Pero no obstante este antinatural
repelencia que lleva a las vanguardias artísticas y políticas a bifurcarse,
como en el cuento de los senderos de Borges, estas se dieron la mano en aquel
entonces, unas veces de manera directa y otras a través de la juventud que
ambas influyeron.
Ya hemos dicho que Remigio fue uno de
los miembros más consecuentes. Y por ello no creo que le haya sobrado pasión y
le haya faltado obra, porque congruente con la época, la obra es lo de menos,
lo que importa es el acto creativo. Y en este sentido la juventud de fines de
los sesenta hacía arte más para manifestarse en el momento que para dejar
testimonios para la posteridad. Si, antiautoritarios, condenaron a los héroes y
su papel histórico, por qué no habrían de condenar también al gran artista, al
creador genial. Si el Estado y la propiedad privada son una manifestación de la
autoridad opresiva, por qué la obra maestra no habría de equivaler a lo mismo
en el terreno del arte. Creo que la vanguardia artística de aquel tiempo
declaró, con sus actitudes, la muerte de la obra maestra y apostó en favor de
un arte en situación, espontáneo, en función del momento. A ello se debe el
aparente descuido de Remigio en su obra fotográfica, su desdén por las técnicas
perfectas entre comillas, la dispersión de sus poemas en los diarios, la
autodenominación misma de su dramaturgia como Teatro del olvido, que
paradójicamente se recuerda de mil maneras por todos aquellos que fuimos sus
espectadores, al igual que hay mil versiones de una sola batalla del movimiento
estudiantil de los setenta contra la policía del Estado.
(Esta crónica de Raúl Sánchez Trillo
es parte de su libro Notas anárquicas,
inédito).
Raúl Sánchez Trillo estudió maestría
en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la
fotografía de arte. Fue director de la Facultad de Artes. También director de
Extensión y Difusión Cultural y actualmente secretario general de la
Universidad Autónoma de Chihuahua.
Muy acertada semblanza de Remigio Córdoba y con ella viene un alud de recuerdos de una época muy interesante. Un abrazo.
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