martes, 23 de octubre de 2018

Raúl Sánchez Trillo. A propósito de Teatro del olvido

A propósito de Teatro del olvido

Por Raúl Sánchez Trillo

Conocí a Remigio Córdova en los pasillos de la desaparecida Escuela Preparatoria de la Universidad Autónoma de Chihuahua, en 1967. Era entonces un boxeador nada ortodoxo que fumaba Raleigh. Debo decir, sin embargo, que nunca me unió con él una gran amistad. Era para mí, al igual que para un millar de preparatorianos, un conocido que una vez colgó los guantes de box para ponerse a hacer teatro, teatro a veces incomprensible porque rebasaba nuestro bagaje teórico, compuesto por aquel entonces por la lectura de dos novelas (La vida inútil de Pito Pérez, de José Rubén Romero, y La madre, de Gorki) y por la politización que Vadillo, caricaturista de la revista Siempre!, nos había inducido.
Era un conocido como éramos todos los prepos que nos saludábamos en las mañanas en medio del desorden estudiantil, desmadre a veces clandestino y otras abierto y desafiante a la vigilancia ejercida por El pinocho y La perica, secretario y celadora respectivamente de aquella escuela y clásicos represores de la rebeldía juvenil. Remigio era un cuate más, identificable en los cines entre los grupos preparatorianos, allá cuando James Bond tenía licencia para matar y para hacer el amor con todas las viejas que quisiera.
No me tocó, pues, ser un gran amigo de Remigio. Fui, eso sí, un espectador de su obra y de las que otros compañeros creaban o recreaban tratando de aluzar la conciencia de una época contestataria tan lejana hoy como los pantalones de campana, la minifalda de Leticia Valdez –reina de la Prepa–, cuyas blancas piernas incitaron más de una a su salud. Quizá por todas esas cosas me dolió la muerte de Remigio como debió dolerle a sus mejores amigos.
El día que lo despedimos las ganas de llorar me impidieron seguir en aquella ceremonia donde Héctor Varela le dedicaba unas últimas palabras. Decíamos adiós en el panteón de Dolores, uno de los lugares de las andanzas fotográficas del Remigio, a uno de los exponentes más consecuentes de una generación que hubo de cuestionarlo todo.

Como bien dice Rubén Mejía en el texto que sirve de presentación al libro de fotografías Teatro del olvido (Ediciones del Azar, 1992), esa generación tuvo como antecedentes políticos el asalto al cuartel de ciudad Madera, Chihuahua, en 1965, y las acciones de la guerrilla urbana en los años setenta. Pero si bien aires latinoamericanistas se respiraban entonces y la revolución cubana y el Che fueron las imágenes ideológicas, no deberíamos menospreciar la influencia de la juventud norteamericana que, con el movimiento hippie y la cultura de la droga, también alimentó la protesta juvenil y, más aún, a las vanguardias artísticas de finales de los sesenta, pues como apunta Marcuse: “La droga, al revolucionar la percepción, contribuye poderosamente a la creación de un nuevo ambiente estético. Disuelve el yo que la sociedad ha labrado a su imagen”.

El mérito de Remigio como hacedor de teatro fue que sus obras tendieron hacia el tratamiento de una problemática más universal, y en este sentido aportó a la conciencia colectiva de la protesta la conciencia de la angustia existencial. En aquella época no era motor suficiente para movilizar a una juventud el análisis teórico de la izquierda que caracterizaba la coyuntura como una crisis de la ideología de la revolución mexicana o una crisis del régimen presidencialista. El malestar era mucho más profundo y Remigio lo reflejó con su teatro a través del cual cuestionó los valores decadentes de la moral, la justicia, la familia, la religión, el amor. Por esto Mejía acierta también cuando escribe: “Podríamos pensar, acaso, en Ignacio Rodríguez y en Remigio Córdova, no obstante sus caminos marcadamente opuestos, como dos personalidades paralelas y congruentes con el espíritu de una generación que delineó y muchas veces transgredió la vida del Chihuahua de los setenta”. Yo agregaría que marcadamente opuestas a pesar de su congruencia, en buena parte porque en Chihuahua la izquierda no pudo integrar plenamente a todas las tendencias de la “herejía”, bien por falta de visión, por dogmatismo o conservadurismo, este último a veces más acendrado que en la misma derecha, como lo hemos visto ante la sola mención de la posibilidad de legalizar la droga en nuestro país.
Pero no obstante este antinatural repelencia que lleva a las vanguardias artísticas y políticas a bifurcarse, como en el cuento de los senderos de Borges, estas se dieron la mano en aquel entonces, unas veces de manera directa y otras a través de la juventud que ambas influyeron.

Ya hemos dicho que Remigio fue uno de los miembros más consecuentes. Y por ello no creo que le haya sobrado pasión y le haya faltado obra, porque congruente con la época, la obra es lo de menos, lo que importa es el acto creativo. Y en este sentido la juventud de fines de los sesenta hacía arte más para manifestarse en el momento que para dejar testimonios para la posteridad. Si, antiautoritarios, condenaron a los héroes y su papel histórico, por qué no habrían de condenar también al gran artista, al creador genial. Si el Estado y la propiedad privada son una manifestación de la autoridad opresiva, por qué la obra maestra no habría de equivaler a lo mismo en el terreno del arte. Creo que la vanguardia artística de aquel tiempo declaró, con sus actitudes, la muerte de la obra maestra y apostó en favor de un arte en situación, espontáneo, en función del momento. A ello se debe el aparente descuido de Remigio en su obra fotográfica, su desdén por las técnicas perfectas entre comillas, la dispersión de sus poemas en los diarios, la autodenominación misma de su dramaturgia como Teatro del olvido, que paradójicamente se recuerda de mil maneras por todos aquellos que fuimos sus espectadores, al igual que hay mil versiones de una sola batalla del movimiento estudiantil de los setenta contra la policía del Estado.

(Esta crónica de Raúl Sánchez Trillo es parte de su libro Notas anárquicas, inédito).





Raúl Sánchez Trillo estudió maestría en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la fotografía de arte. Fue director de la Facultad de Artes. También director de Extensión y Difusión Cultural y actualmente secretario general de la Universidad Autónoma de Chihuahua.

1 comentario:

  1. Muy acertada semblanza de Remigio Córdoba y con ella viene un alud de recuerdos de una época muy interesante. Un abrazo.

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