Quetzalcoatl.
Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 4: Visita del primer coro
Por Fructuoso Irigoyen
Rascón
Antes de contar este
episodio debemos aclarar ‒para los puristas‒ que no hay evidencia alguna en los documentos
primarios que refiriéndose a la civilización tolteca mencione la existencia de
los coros toltecas. Esta falta de información no debería sorprendernos ni
requerir de una explicación, pues sabemos bien que la mayor parte de los
códices prehispánicos, que son los que nos la podrían haber proporcionado,
habían sido destruídos por los españoles, quienes pensaban que estos extraños
legajos eran instumentos de adivinación y brujería ‒que
algunos de ellos ciertamente lo fueron: horóscopos, tablas adivinatorias‒. Las fuentes secundarias, tal como lo hacen los
informantes de Sahagún también guardan silencio...
Una historia oída en
Tacuba relata que los soldados de Cortés usaron los códices depositarios de la
tradición, del negro y el rojo, del origen de los dioses, de tanta sabiduría
acumulada en ellos, para ‒una vez
embadurnados de brea‒ calafatear los
bergantines que usaron para atacar la ciudad isla de México Tenochtitlan. Y
debemos insistir que este segmento tampoco aparece en ninguna Fuente, pero que
es creíble por encajar bien en la historia que sí fue registrada por escrito y
que ha sobrevivido hasta nuestros días.
Bueno, ¿pero de qué hablamos? ¿qué
eran estos coros toltecas?¿grupos musicales acaso? No, los coros toltecas eran
grupos de individuos ‒generalmente jóvenes‒ que se presentaban ante el príncipe sacerdote dios
y recitaban a una voz una petición ‒propia o
de alguien más: por encargo‒. Como en los
coros del teatro griego, su discurso sonaba melodioso y los proponentes de la
petición consideraban que la presentación coral la hacía más efectiva que si la
proposición fuera presentada en forma individual.
Echemos
un vistazo a lo que sucedía en palacio antes de la llegada de uno de estos
coros.
Una amplia escalera conducía del
patio principal frente al palacio a la plataforma elevada sobre la cual estaba
instalado el salón del trono de Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl. A su vez, el
trono de ónix y alabastro y cojín de plumas se encontraba al fondo de aquel
amplio salón asentado sobre un bloque cuadrangular de cantera, un gran
monolito, labrado con inscripciones y la figura del cuerpo y la cabeza de una
gran serpiente.
Era notable la representación del ojo de la
serpiente: la pupila un agujero de unos 20 centímetros de diámetro rodeado de
una trama que hacía aparecer en la piedra una transparencia que difícilmente se
logra en una escultura. Las escamas en la cabeza ayudaban a enfatizar este
efecto.
En
el lado derecho del monolito estaba la escalerilla para subir al trono. El
escultor se las ingenió para apoyar esta en la parte superior, dejando un
espacio debajo de ella para que el cuerpo de la serpiente labrado en esta cara
no se interrumpiera, pasando así como un ofidio real reptando por el piso.
En
el lado Izquierdo, el cuerpo de la serpiente aparecía de manera que se veía la
cola con catorce hileras de cascabeles que ocupaba la cara posterior del
monolito.
Los
muchachos que formaban el coro que recién había llegado y que era el único esa
mañana, desde las columnas a la entrada del palacio, ellos miraban muy
impresionados la figura de la serpiente, particularmente su cabeza.
Se disponían a hacer su presentación
ante Topiltzin, que vestía un ajuar que combinaba escamas de oro y cobre
representando la piel de la serpiente, penacho y prendedores de jade y plumas
preciosas, todo ello simbólico de Quetzalcóatl ‒la
Serpiente Emplumada. Hoy no llevaba su otro atuendo, el del sombrero cónico y
las rayas tigrinas en los costados de su cuerpo, atributos de Quetzalcóatl Ehecatl,
el dios del viento.
A
ambos lados del basamento del trono, estaban dos guardias armados con sus
macanas con salientes navajas de obsidiana, uno con los atributos del águila el
otro del ocelote. Ya se prefiguraba en estos guardias la futura creación de los
caballeros tigre y los caballeros águila, las cofradías militares que tendrían
los aztecas unos siglos después.
Unos
pasos más allá, de pie tras un dispositivo similar a un atril, se encontraba
Tlacaéletl, el consejero maestre de Ce Ácatl. Este Tlacaéletl tolteca era
sumamente querido y respetado por el príncipe sacerdote, y consultado en cuanta
acción tenía que ver con el bienestar del pueblo tolteca y la ciudad de Tula.
Ce
Ácatl podía desde su privilegiada posición distinguir más allá de las columnas
y de la gran puerta de entrada del palacio parte del barrio de los Sacerdotes,
y más atrás la montaña por la cual cada mañana el astro rey se asomaba e
iluminaba el salón en el que ahora se encontraban.
Uno
de los corifeos, el vocero, se adelantó unos pasos y se colocó en un lugar
equidistante entre el resto del coro y el trono. Pronunció unas complejas
fórmulas rituales y entonces Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl tomó la palabra y
preguntó dirigiéndose directamente al coro:
—¿Y
que pedís de mí, amados hijos?
El
coro comenzó su presentación, haciendo de las estrofas en náhuatl ‒lenguaje de por sí muy musical‒ un armónico cantar que iba más allá de las meras
palabras.
Los
primeros cinco minutos de la presentación consistieron de repetidos elogios a
Tezcatlipoca. Ce Ácatl ya se veía molesto y frunciendo el ceño ‒pues para cuando esto sucedía ya casi no se oía
el sonoro nombre del Señor del Espejo Humeante en ninguna parte, no se le
mencionaba ni en templos ni en palacios... pues se vivía ahora el sol, la era
de Quetzalcóatl. Habían comenzado las sorpresas.
Cuanto más se repetían las loas a
Tezcatlipoca, más disgustado se veía el príncipe sacerdote. Tlacaéletl, quien
se había desplazado de su sitio tras el atril hasta un lado del trono, se
empezaba a notar nervioso también, mirando alternativamente al coro, al vocero
y al príncipe. Hasta el gato demostraba cierto nerviosismo. Algo dramático
estaba a punto de ocurrir.
Habemos
de notar en este punto que poco a poco la política religiosa de Ce Ácatl había
ido marginando el nombre de Tezcatlipoca a referencias secundarias, históricas,
como cuando se hablaba del anterior sol. Ya no se le invocaba antes de todos
los otros dioses como se hacía antes.
Así
que esto que ahora oían sus oidos y veían sus ojos era sorprendente: en una
verdadera avalancha retórica aquellos muchachos del coro derrochaban elogios a
Tezcatlipoca, incluso llegaron a mencionar que Quetzalcóatl, quien estaba
frente a ellos era "uno de los Tezcatlipocas" ‒precisamente el Tezcatlipoca Blanco. Y abordaron
el tema principal que los llevaba hasta el escabel del príncipe dios. El coro
aclamó:
—Tu
bondadosa caridad, oh príncipe Ce Ácatl, ha determinado suprimir los
sacrificios humanos. Escucha sin embargo a estos tus leales súbditos, que ahora
mismo de hecho participan en el sacrificio con sus prepucios atravesados por
espinas de maguey como lo manda la tradición, que Tezcatlipoca necesita más. Él
pide sacrificios, sacrificios totales como los que se hacían antes. Nos pide
corazones, sangre. Concédenos, concédele primero que podamos hacer tan solo dos
o tres sacrificios para su fiesta que ya se acerca.
Ce
Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl no pudo contenerse más. Había montado en cólera y
gritó:
—¡Callad
imbéciles! ¿Que os habéis creído?
Un
segundo después del exabrupto, reflexionando el príncipe que había perdido
control y figura, recompuso su actitud y sin explicar el cambio volvió a su
tono de la primera frase:
—Hijitos
míos, no me pidáis imposibles. Los sacrificios humanos se han acabado. ¡Para
siempre! ¿Pues qué no sabéis que Tezcatlipoca ha luchado contra mi dios specular,
la Serpiente Emplumada, desde el principio de los tiempos? Y no veis que
finalmente Quetzalcóatl ha triunfado. Solo él es dios y él no necesita de los
corazones palpitantes y la sangre derramada, los cuales a él mismo y a vuestro
Tezcatlipoca se ofrecían. No más sacrificios pues. Ved también que Quetzalcóal,
el único dios, aprecia la mortificación como la que vosotros imponeis a
vuestros cuerpos, pero que ofrecerla a Tezcatlipoca es un gran pecado.
No
mencionó el príncipe los sacrificios que todavía se celebraban además de la
mortificación corporal. Él mismo inmolaba algunas culebras y crótalos en el
altar mayor, el que antes era usado para sacrificar seres humanos. Y como cada
mañana sus ayudantes liberaban centenares de mariposas a las que a veces él
mismo incensaba con un pebetero rociado de copal.
Los
muchachos que componían el coro de hecho esperaban esta respuesta, o al menos
deberían haberla esperado. Ahora miraban el suelo, llenos de miedo, el momento
aquel en que el príncipe sacerdote perdió la calma les había dejado pasmados.
Por la mente de alguno pasó la idea: Ahora nos matará. Por otra parte, la
segunda parte del mensaje estaba más que clara: los sacrificios humanos se
habían acabado. Era definitivo.
El
tema de la abolición de los sacrificios humanos no perdonó lugar ni momento
para ser debatido. En las plazas y en el mercado,
las casas desde chozas hasta palacios, en el campo y en los vivacs militares,
la abolición de los sacrificios había sido, era todavía, tema de interés
general. Como tal, algunos se quejaban, otros tenían miedo de que los dioses
reclamaran lo que tradicionalmente había sido suyo: sangre y corazones. Algunos
ruminaban que el final de los sacrificios conllevaba una decadencia de poder:
si tú no tomas prisioneros para sacrificar y otras tribus sí lo pueden hacer,
eso les da una ventaja. Los más, y particularmente las mujeres ‒las madres‒, veían el lado
humano de la medida y la aplaudían: imposible no ver la crueldad que implicaba
abrir en canal a un joven para arrancarle su palpitante corazón. Aquella tan
trillada historia de que las madres de los sacrificados anteponían el orgullo
del sacrificio al dolor de la pérdida de un hijo era, por supuesto, una
patraña.
Algunos
veían en la medida la inauguración de una nueva religión, el advenimiento de un
solo Dios, sin los abominables sacrificios humanos. Estos como tampoco lo
hicieron en Egipto los partidarios de Akenathón, no podían anticipar que la
religión también evoluciona por ciclos, o, si se quiere evoluciona y después
involuciona. Mesoamérica no había visto todavía nada como la sed de sangre de
Huitzilopochli o las tremendas celebraciones en honor de Xipe Tótec que por ser
Nuestro Señor El Desollado requería desollar vivas a las víctimas que se le
ofrecían.
Volviendo
a lo que sucedía con elcoro: los muchachos habían recibido el trueno fulminante
en la voz y la mirada del príncipe cuando estalló en rabia ante su petición.
Pronto sin embargo se tranquilizaron al ver que el príncipe dios tan presto
como había perdido la calma la recobraba y los miraba de nuevo con afecto y
calor.
—Y
por favor arrancáos esas perniciosas espinas de vuestros miembros. Quetzalcóatl
ha hablado y no son de su agrado.
Parecía
el príncipe ignorar que en algunos de los códices su propia efigie aparecía
efectuando sacrificios en su persona. De hecho no hacía mucho tiempo que él
mismo había propiciado estos sacrificios menores precisamente como remplazo de
los que se habían prohibido. Se citaba a Quetzalcóatl como propiciador de
ofrecer dolor y unas gotas de sangre como ofrenda a los dioses. Pero el punto
aquí es que estos muchachos ofrecían sus sacrificios a su rival, el señor del
espejo humeante. Eso sí que no estaba bien, es decir, así le pareció al propio
Quetzalcóatl.
Esperando
una voz que los exonerara, o les ordenara irse, los muchachos permanecían como
paralizados como clavados al piso. Ce Ácatl miraba a la montaña como a través
de ellos, como si no existieran.
El
vocero clamó entonces con una voz que pareció un mujido:
—¡Marchad,
idos!
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua: Gabriel Tepórame y Diego Guajardo, los forjadores.