Flor de látigo
Por Karly S. Aguirre
Día de los enamorados del año de la rata, catorce de febrero de dos mil veinte. Había esperado ese día con ansias, tenía una carta importante que entregar, y no era precisamente una carta de amor. Durante todo el invierno había querido escribirle a Susana, pero no sabía cómo comenzar ¿Qué le iba a decir? ¿Discúlpame por haberme acostado con tu esposo? ¿Así nada más?
Susana era encantadora, de bella sonrisa y ojos luminosos. Mujer exitosa, mente brillante, católica y buena madre. Era también la esposa de mi profesor de literatura, Franco Balcorta.
Todo lo que sabía de Susana era lo que se podía ver en redes sociales y algunas anécdotas triviales que Franco me contaba. Cuando hablaba de Susana, parecía hacerlo con genuino afecto. Pensaba que los hombres que engañaban a sus esposas las odiaban y por lo tanto hablaban mal de ellas con sus amantes, así lograban engrandecer a la amante y menospreciar a la esposa, pero Franco siempre aceptó que amaba a Susana, aunque también dijo que me amaba a mí y a otras veinte mujeres más con las que mantenía relaciones de todo tipo.
Era un hombre culto, ingenioso, atractivo. También era un famoso y reconocido escritor que había dado clases de teatro y literatura en diferentes escuelas. Las mujeres se ruborizaban solo con su presencia. Yo, al igual que la mayoría de las de la preparatoria, estudiantes y maestras, sentía una atracción por el profesor, pero, al ser una atracción que todas compartíamos, no le di importancia a mis sentimientos. Era como estar enamorada de un actor de Hollywood, alguien inalcanzable. Además yo tenía diecisiete años y el profesor ya era todo un hombre, veintitrés años mayor que yo. Una persona de su intelecto y educación jamás pondría los ojos en alguien de mi edad. Y tenía razón, porque fue hasta cinco años después de graduarme de la prepa que Franco y yo nos reencontramos.
Fue en un café famoso de la ciudad, al que todos los intelectuales, esnobs y hípsters acostumbran a ir. Kaldi Bolívar. Cerca de allí, en la calle cuarta, estaba la preparatoria. El profesor acostumbraba ir al café durante los recesos, y ese día no fue la excepción. Sus ojos se iluminaron al verme y una sonrisa fue naciendo en su rostro.
―Flor, qué gusto verte ―exclamó, mientras se aproximaba a mi mesa.
―Profesor, lo mismo digo ―respondí, y lo saludé de beso y abrazo.
―¿Puedo sentarme contigo o estás esperando a alguien?
―Adelante.
Colocó su maletín sobre una de las sillas y se sentó a mi lado, luego llamó al mesero y ordenó un café americano. Me sorprendí al darme cuenta de que seguía observando sus movimientos como una fan que quiere memorizar todo acerca de su ídolo. Luego mis manos comenzaron a sudar, estaba nerviosa, seguía viéndolo como a una estrella de cine.
Ese día en el café platicamos por horas, Franco ni siquiera regresó a su última clase.
―Recuerdo que para uno de mis cursos escribiste un guion que era muy bueno; le hacía falta una pulida, pero podría presentarse formalmente en el Teatro de cámara.
―Me halaga, profesor. Pero no creo que mi trabajo esté a la altura, además lo escribí cuando tenía diecisiete.
―Eso no importa, Flor, no menosprecies tu trabajo. Rimbaud tenía esa edad y míralo, inmortalizado como un poeta maldito.
Después de pensarlo un par de semanas, acepté. Sabía que la trama de mi obra era mala y los diálogos paupérrimos, pero lo que me interesaba era estar cerca de Franco, y claro, la experiencia de presentar mi obra en un escenario. Quizá, después de todo, tenía potencial.
Franco me citó en su casa para trabajar. Esa tarde fue la primera vez que probé sus labios y que sus manos exploraron el terreno virgen de mi cuerpo. Susana, por supuesto, no estaba en casa, había ido a Guadalajara y estaría allá una semana.
Fue el primero de muchos encuentros, no solo nos veíamos para hacer el amor, a veces íbamos a desayunar en alguno de los restaurantes de la calle Victoria, o simplemente a platicar en el parque Lerdo. A veces se le olvidaba que era un hombre casado y me besaba en el parque, a plena luz del día, pero luego recordaba que éramos un secreto y se apartaba.
Con el tiempo fue mostrando su verdadero rostro. Me confesó que además de mí tenía otras amantes, algunas ni siquiera las veía más de una vez. No era tan ingenioso, a veces le inventaba a Susana historias inverosímiles cuando estaba conmigo, para justificar su ausencia. Creo que el truco era sonar muy confiado de sí mismo y así cualquier sandez puede pasar.
Lentamente fui desprendiéndome de Franco, cada vez respondía menos sus mensajes y llamadas, y verlo ya no me llenaba de ilusión. A veces hubiera preferido haberlo admirado eternamente y no haberlo amado como hombre. El amor se acabó pronto, casi de inmediato, cuando después de un chequeo de rutina mi doctor me informó que estaba contagiada de VPH, virus de papiloma humano. Muy común en estos días por el libertinaje sexual, del cual yo y Franco éramos parte.
Caminé cabizbaja de regreso a casa después de visitar al médico, llamé un par de veces en el camino a Franco, pero no me respondió. Y no volvió a responder nunca más.
La carta era mi venganza, dejaría de ser una dulce flor para ser una flor de látigo, su castigo. También era una forma de redimirme, de liberar a Susana de ese matrimonio, aunque le doliera la verdad.
Miré el reloj, eran las nueve de la mañana, tenía que darme prisa si esperaba dejar la carta en el buzón antes de que volviera a casa del trabajo.
Tardé un par de horas en terminar la carta. Aunque no era muy extensa me frenaba con cada recuerdo y repensaba mis palabras, tenía que ser directa, pero no cruel. Terminé de escribir a las once y tardé una hora y media en llegar hasta la casa de Franco y Susana, que viven a las afueras de la ciudad. De camino repasé mentalmente lo que había escrito.
Estimada Susana:
Durante mucho tiempo he pensado cómo decirte esto sin que te duela demasiado, luego me di cuenta de que no existe tal modo, así que solo lo diré y ya. Fui amante de tu esposo, sana, sana colita de rana. Sé que debió afectarte mucho leer esto, solo espero que sepas que lo lamento y mucho. Espero que en el fondo sepas que en realidad es una buena noticia: siempre es mejor darse cuenta ahora que después. Lamento no habértelo dicho antes, pero sobre todo lamento haber dado pie a esta relación y me duelen en el alma las consecuencias. Perdóname, aunque te tardes mil años, espero que puedas perdonarme. Sinceramente,
Flor.
Llegué a las doce y media a su casa, esperé medía hora en el auto hasta tener el suficiente valor y finalmente bajé con la carta y la puse en el buzón. Di la media vuelta y me fui con dirección a mi casa. Temía un poco a la ira de Franco, pero no tanto como a la ira de Dios, que se estaba desquitando en mi cuerpo por mis pecados.
Pasé la tarde con los nervios de punta, esperando alguna llamada o mensaje de Franco para reclamarme por haberle dicho la verdad a su esposa, pero nada sucedió. Fue a las nueve de la noche, cuando me preparaba para dormir, cuando llegó un mensaje de texto de un número desconocido. Decía: Gracias, ya lo sabía.
Karla Ivonne Sánchez Aguirre estudió en el bachillerato de artes y humanidades Cedart David Alfaro Siqueiros, donde estuvo en el especifico de literatura. Actualmente estudia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH. Escribe relatos y crónicas en redes sociales.
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