Foto: Pedro Chacón
Su última noche sobre la tierra
Por Guadalupe Ángeles
1
Llegué a la
sala donde pasaría su última noche sobre la tierra. Su cuerpo solamente, como
lo conocimos todos. Luego solo sería ceniza. Él estaba ahí, pálido por
supuesto. Hacía muchos años que nos vimos por primera vez. No sería capaz de
acercarme, lo vi de lejos. En mi pecho cierta sensación me llevó a aquella
tarde dorada cuando íbamos juntos a bordo de un autobús, era tan hermosa la luz
sobre su rostro, o no sé si era yo quien así quería verlo. Pensé: “Esta belleza
será así ¿cuánto tiempo?, seguro la muerte borrará este instante”. Él solo
reía. Ambos estábamos en esa edad en la que los temas eran lo de menos, acaso solo
por escucharnos el uno al otro, hacíamos imágenes con palabras y nos causaba
risa ese solo estar ahí, unidos para nada, porque para nada fue siempre y
quisimos de ese modo atravesar la vida, pero no fue posible, él amaba los
árboles, yo solo las palabras.
―¿Ahora te arrepientes? ―dijo
alguien a mi lado.
No noté cuando
su hijo se acercó y tocándome con suavidad el brazo hizo esa pregunta que jamás
me había planteado, porque no tenía sentido.
2
La veo de pie,
no muy cerca de mi padre, pero mirándolo con una especie de curiosidad que me
ofende. Por eso quiero que se vaya. Él nunca se quejó cuando se distanciaron,
pero fue siempre una especie de niño insensato, de animal hecho para la risa
fácil, distinto de nadie que hubiera conocido. Yo, de haberla perdido, seguro
hubiese encontrado la manera de no romper el lazo, pero ahora, viéndola aquí,
me ofusca su silencio, su ausencia de lágrimas.
3
Mi hijo ahora
se acerca a ella, veo que ambos se miran. Viene a mí esa tarde de luz dorada.
Seguramente ella pensará también en aquellas palabras. Sí, podíamos hablar de
la muerte y reírnos. Tuvimos ese privilegio, solo uno más entre todos los de la
juventud, como aquel día en que bailábamos en una banqueta sin saber que a
pocos pasos de ahí se velaba un muerto.
Cierto, poco tiempo antes de realmente dejar de usar
el lenguaje, como tienen que hacerlo por fuerza los muertos, le di, sin pensar,
una palabra que nos alejó. Entiendo que se haya distanciado entonces. No es lo
mismo reírnos juntos que sentir cómo se es descrito como un objeto por aquel a
quien le dimos incontables instantes llenos de una luz imposible después, con
quien fue posible vivir esa complicidad que no encontramos ninguno de los dos
en parte alguna.
Ella no llora. Hace bien. Tampoco le contesta nada a mi hijo. Solo yo conozco
la gravedad de la herida. Sin embargo, su rostro serio significa el perdón con
el que podré atravesar cualquier río caudaloso que ahora no podré esquivar,
aunque quisiera. Fuimos dioses juntos. Generosos y crueles, salvajes como niños
y como ellos limpios en la exploración del mundo, de nuestros cuerpos que eran
el pretexto para vivirnos como lo hicimos, a espaldas de la sensatez, en la más
absoluta imprudencia.
No sé nada de la muerte, pero tampoco importa. Pues siento ahora el calor del
sol de esa tarde bajo su mirada. Limpia. Nuestra como entonces y para siempre
nuestra, de nadie más.
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación.
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