domingo, 26 de mayo de 2019

Sally Ochoa. El fuego y aquel antiguo ensueño

El fuego y aquel antiguo ensueño

Por Sally Ochoa

Humberto miró el fuego crecer como un animal hambriento y feroz; poco a poco iba devorando los troncos secos de los pinos que caían en pedazos como brasas ardientes solo para iniciar un nuevo incendio sobre la hojarasca.
Todo estaba seco. Todo estaba muerto ya, pensaba Humberto mientras intentaba sacar fuerzas de algún lado para seguir luchando contra las llamas. Era inútil, las llamas se extendían dando lengüetazos furiosos de dragón.
En el suelo, las mariquitas y los duendes corrían de un lado a otro en busca de un refugio seguro. Las mariposas caían con las alas quemadas y el canto doloroso de los grillos se confundía con el crujir de las hojas que cedían ante la embestida del fuego. Los conejos y las liebres se escondían en los agujeros compartiendo el espacio con las lagartijas y los ratones. Los ciervos huían hacia las cañadas donde alguna vez corrió el agua, las aves canoras elevaban el vuelo mirando desde lo alto como sus nidos eran derribados o consumidos por el fuego. Arriba, en la cima de la montaña más alta de San Juanito, el rugido de un oso negro atrapado entre los troncos en llamas cimbró el horizonte.
Nada era seguro en ese instante, solo la muerte. La luz de las llamas iluminaba el “cortafuegos” que se extendía a lo largo de más de tres kilómetros y que en ese instante se erigía como la única esperanza de detener el desastre. Faltaban unos cuantos metros para que la embestida ardiente llegara hasta el surco en la tierra con la posibilidad de extinguirse.
Mientras trataba de levantar una y otra vez el “abate fuegos” que golpeaba cada vez con menos fuerza contra el suelo en llamas, Humberto recordaba el rostro pequeño y recio de la joven indígena que conoció años atrás en una fiesta allá por Creel. Se llamaba Justina, solo así, sin apellidos ni nada más que recordar excepto que tenía los ojos más negros que jamás hubiera visto, el cabello largo y la piel morena que entrañaba una extraña suavidad a pesar de la exposición constante al sol, al frío de las montañas y a las inclemencias de la vida. Era huérfana de madre, le había dicho, y su padre era lo único y lo mejor de su vida.
Ese día la miró en la fiesta y después no pudo dejar de pensarla. Años más tarde creyó encontrar su mirada en el rostro marchito de una mujer que luchaba por recomponer el desastre ocasionado por la sequía y la terquedad de un marido mientras enfrentaba su propia guerra contra la muerte. Pero ella no podía ser Justina; no la que él conoció en aquel viaje y que tenía la piel de porcelana oscura y el rostro ovalado que se iluminaba con su sonrisa. Se había enamorado de ella porque olía a pino, a flores de geranio y a maíz recién molido. Su cuerpo olía a inocencia.
Se enamoró de ella y prometió volver para casarse y llevársela lejos, a la ciudad, donde Justina pudiera leer todos los libros que soñaba y vivir una vida lejos del metate, la olla y el burro viejo que cargaba todos los días con leña de encino.
Pero el destino de Justina estaba escrito de una forma distinta. Meses después, cuando volvió a buscarla, ella no estaba. Un día se extravió entre las veredas de la sierra de Bocoyna y nadie supo jamás dónde encontrarla.
El grito de sus compañeros hizo que Humberto volviera a la realidad a medias en la que el humo lo había dejado; se sentía mareado y le resultaba casi imposible mantenerse en pie. El fuego seguía avanzando mientras Humberto se tambaleaba entre las ramas viejas y la hojarasca. Sin darse cuenta, sus pies tropezaron con un tronco bulímico que expulsaba las últimas gotas de resina; el cuerpo de Humberto cayó hacia atrás y fue a parar directamente en la zanja “cortafuegos”. El movimiento involuntario de sus pies levantó la hojarasca encendida que se deshizo en miles de pequeñas chispas ardientes; una oleada de viento amargo se abalanzó sobre el paisaje lanzando las chispas hacia el otro lado del “cortafuegos”, encendiendo con ello nuevas llamas que se elevaron a una velocidad vertiginosa. Humberto quedó hundido entre los dos frentes de furia ardiente; con la pierna rota y el alma vacía. Se sumió en la zanja y miró hacia el cielo ennegrecido; allí, entre las volutas de humo encontró el rostro moreno de Justina justo en el momento en que su corazón dejó de latir.



Sally Ochoa es licenciada en filosofía y maestra en periodismo, graduada de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene una trayectoria de 18 años en medios de comunicación, ha trabajado en radio, televisión, medios digitales e impresos. Además de sus textos impresos, su obra poética y narrativa, ha sido publicada en revistas digitales: Mujer Latina Today, Escritoras Mexicanas, La Conexión USA y Revista Monolito, entre otras. Es autora de los libros: Entre las sombras, Los ojos de la luna, Lágrimas de barro, Flores de un paraíso perdido, El canto de las brujas, Valkiria, Alas robadas y Sobreviviente.

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