A
través de la ventana
Por
Dolores Gómez Antillón
Hacía
tiempo que éramos vecinos; por mi
jardín, a través de la ventana de mi estudio, veía perfectamente la ventana de
su recámara, perdón, la recámara de Esteban al que, sin hablarnos, nunca conocía
tan solo por observarlo. Sabía su rutina diaria, desde su hora de desayunar
hasta su horario de clases, la hora de estudiar en casa. Él aspiraba a ser un crítico
literario y yo estudiaba letras, éramos cercanos en las preferencias.
Los lunes, miércoles y
viernes tenía una rutina de ejercicio, a esas sesiones mi mirada inquisitiva no
faltaba nunca. Tiene un cuerpo que cualquier joven le envidiaría, medía uno ochenta
y seis de estatura, blanco, su pelo rubio y ojos claros. Su cuerpo musculoso y
bien torneado me enamoraba.
Así pasaba el tiempo, él sin saber que yo existía y yo cada
vez más pendiente de él.
Y cada vez más enamorada.
Me excitaba cuando lo veía haciendo su rutina de ejercicios e
imaginaba tantas cosas que mi cabeza estaba llena de fantasía.
Llegó el día maravilloso que el destino me guardaba. Me encontré con él al entrar a la
Facultad, fue tal mi sorpresa que mis libros cayeron al suelo, no sé si fue por
los nervios o fue a propósito pero inmediatamente me incliné a recogerlos sin pensar que él me
ayudaría con una sonrisa brillante y después me tomó de la mano para levantarme
y preguntó si estaba…
―Rosario ―contesté―,
bien, sí, sí, muy bien, gracias.
―De nada. ¿Qué le parece si vamos a la cafetería a tomar algo,
yo soy Esteban Valles.
―Rosario, Rosario Alvarado.
―Bueno, al menos ya sabemos nuestros nombres, vamos.
Me tomó de la mano. Inusual pero ya lo había hecho dos veces.
Llegamos al café entre una gran algarabía, alegría innata de
los jóvenes estudiantes que con una euforia celebraban la entrada de las
vacaciones.
Esteban y yo pedimos una malteada de fresa y sonreíamos
contentos.
Me acompañó a mi casa y se dio cuenta lo cercanos que
vivíamos.
―¡Ah!, ¿tú eres la mujer que todos los días ve por la ventana?
Yo sorprendida y un tanto avergonzada le contesté:
―Ees la ventana de mi estudio y a veces te veo, es cierto,
pero bueno , perdona, no creí que fueras tú.
―No te apenes, yo sabía que eras tú y deseaba encontrarme
contigo y ya vez el destino me puso exactamente donde pudiera acercarme a ti.
Bueno ya dejemos eso y qué te parece si mañana vamos a la presa, dicen que con
tanta lluvia está casi llena, ¿te
gustaría?
―Claro que sí
―Entonces a las diez nos veremos.
Toda la noche se me fue en hornear un pastel de chocolate, un
pastel de carne con jamón, tocino y nueces. Enfriar el vino blanco espumoso y alistar el mantel, las servilletas
y cubiertos que muy temprano acomodé en una canasta.
Llegó en un coche rojo, nos dimos los buenos día con un beso
en los labios, cosa que él preparó y que no me sorprendió.
Abrió puerta del carro
y subí apresurada.
Él iba con pantalón blanco y camisa medio transparente,
dejando ver sus brazos y su torso espectacular.
Yo llevaba unos pantalones de manta blancos de los que les
dicen pescadores y una blusa delgada. Yo era una muchacha bastante alta, pelo
rubio, ojos claros.
Nos dirigimos hacia unos árboles que estaban cerca del agua.
Nos bañaba la brisa refrescante de lluvia. Puse el mantel con los manjares,
abrí el vino que serví de inmediato; lo saboreamos con beneplácito despacio
mirándonos a los ojos con amor. Sí, era el amor. Empezamos a comer el pastel de
carne y luego el pastel de chocolate. Me felicitó por lo que había cocinado, le
gustó mucho, me dijo.
Servimos otra copa de vino y nos recargamos en un árbol que
sirvió como cómplice de nuestros deseos, ya bastante excitados. Me tomó por el
cuello, beso cuidadosamente mis labios, el cuello, las orejas, al mismo tiempo
que yo hacía lo propio. Mis manos no aguantaban el deseo de tocar su hermoso cuerpo,
besar su cara, sus ojos, besarlo entero. Los dos nos excitamos muchísimo y
acostados en la arena nos desvestimos; sus labios besaron mis muslos y acarició
mi intimidad. Abrí las piernas, la mariposa de mis labios apareció y el
laberinto, camino a la gloria, deseoso
de sentir su cuerpo dentro del mío. Apasionado se fundió con la penetración
placentera y deseosa de las sensaciones hermosas que con los orgasmos se
manifestaron, un tras otro. Era el paraíso.
La gloria y la tarde oscurecida se iluminaron de luciénagas y
estrellas: florecitas celestiales que alumbraban nuestros cuerpos en una
atmósfera divina. Una luna de plata proyectaba nuestra doble silueta en la
arena.
Nos quedamos viendo el
manto azul oscuro e infinito desde nuestro lecho de hierba, donde yo había
soñado tantas veces hacer el amor.
Satisfechos y felices brindamos por nuestro encuentro sensual.
Recorrimos con los pies descalzos la orilla de la presa, la fresca brisa mojaba
nuestros rostros acalorados. Esteban parecía un dios.
Recogimos nuestras cosas y partimos, no sin antes tomarnos
una foto en que nos besamos con pasión. Corrimos al carro y ya dentro nos
abrazamos amorosamente, nos miramos con ojos sorprendidos , satisfechos
partimos a nuestras casas.
Quedamos en vernos el día siguiente para comer, nos
despedimos con un fuerte abrazo que rozó nuestra intimidad aún despierta, nos
dimos un beso dijimos: hasta mañana entonces.
Yo no podía dormir porque seguía sintiendo su cuerpo ardiente
junto a mí, después de darle muchas vueltas en mi mente, me quedé por fin dormida.
Desperté temprano para arreglarme y escoger la ropa que
llevaría, escogí unas sandalias doradas, un vestido azul. El perfume La vie est bella.
Timbró muy puntual, eran las 12.00 y, oh sorpresa, él venía
con unos jeans azules y camisa azul, lucía hermoso, sus ojos claros resaltaban
más el marco de cara, él también estaba
sorprendido y se le veía la felicidad.
Sonreímos, caminamos tomados de la manos hasta su carro.
Había escogido para comer un lugarcito acogedor y bello rumbo
a Delicias. Fue una comida deliciosa y
la charla como si nos conociéramos de tiempo atrás. Nos fuimos a pasear por la
ciudad, llegamos hasta una alameda con su riachuelo al que metimos las piernas,
abrazados nos dimos un beso y yo saqué de la bolsa una botella de vino y un par
de copas, degustamos lentamente una y luego otra y ya encendida la llama del
deseo empezamos por la piel bajo la ropa siguiendo cada parte de nuestro cuerpo,
tocamos nuestra intimidad, besamos nuestros muslos, nuestros pechos, la cara, nos
besamos apasionadamente y después sus manos llegaron al cuenco del placer. Separé las piernas y me penetró con tantas ganas que
sentí cómo nos fundíamos en una sola alma, la fragancia húmeda de su semen
dentro de mí hizo que nuestros ríos se juntaran en un orgasmo en el que todos
los sentidos se unieran en un grito de placer
y pasión. Siguieron los orgasmos y de pronto vi que se iluminaba una estrella
que con una luz muy brillante que estremeció mi cuerpo en una entrega hermosa, placentera, el clímax
sucedía en destellos de colores. Puedo decir que me transportó a las puertas
del cielo.
Perdimos un tanto la noción del espacio y al recobrarla
estábamos en la orilla de la alameda deslumbrados ante la luna menguada e
infinidad de estrellitas florecidas.
Volvimos a nuestras casas felices y agradecidos por la dicha
de haber nacido.
Dolores
Gómez Antillón es licenciada en letras españolas con maestría en educación por
la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua, de
la que después llegó a ser directora. Ha publicado los libros Rocío de historias cuentistas de Filosofía y
Letras, Apuntes para la Historia del
Hospital Central Universitario y Voces
de viajeros.