La muerte chiquita del desempleo
Por Adriana Cadena y Jesús Chávez Marín
¿Por qué las ventanas nos hacen pensar? Fue lo
primero que le vino a la mente a Elena cuando entró a un enorme edificio que
tenía ventanales del siglo pasado, muy bien conservados y adornados con flores. Movió la cabeza de un lado a otro y regresó a la realidad: su vida no era
tan hermosa como esos ventanales ni tampoco estaba allí de paseo, iba en busca
de empleo, necesitaba trabajar. Suspiró: ¿Cómo llegué a esta situación?
Trabajo. Eso era lo importante. Era una empresa que
se dedicaba a la telefonía celular a donde acudía esa mañana, que para colmo
llovía. Volteó al escuchar la risa de otras jóvenes que también iban por el
puesto de ventas, afortunadamente ofrecían varias vacantes.
Verlas y recordar sus 15 años fue uno, regresó en
el tiempo y podía ver a sus papás, la escuela, las ilusiones y aquel muchacho
del que se enamoró, Armando. Era su vecino y desde que lo vio le dijo a su
madre: “quiero ser su novia”, sueño que se cumplió durante nueve años de feliz
noviazgo que culminó en boda, 400 invitados. No es que fueran ricos, es que él
tenía mucha familia en el rancho y todos asistieron, así que por el
costo de la fiesta no hubo viaje de bodas, aunque sí muchos regalos, algunos
muy raros como una esfinge egipcia de yeso, una plancha usada, muy bien
envuelta para regalo, pobre de aquel o
aquella que tenía que cubrir las apariencias de cumplir con un regalo de boda,
cosa que se usaba en esos tiempos. Pero tenía a su amor y una casa en un
fraccionamiento modesto a las afueras de la ciudad, que acaban de comprar en
pagos. Elena se llevó los muebles de su recamara, una televisión, la grabadora
y algunas cosas más de casa de su madre, mientras se estabilizaban.
Los recuerdos vagan mientras esperaba su turno de
entrevista; estaba nerviosa, de este trabajo dependía que pudiera mantener a
sus hijos; sus tres mosqueteros, así les decía; ellos eran su motor de vida. Los
primeros tres años de casada los pasó feliz. Armando, además de su trabajo en
una maquiladora, tocaba en un grupo musical y la llevaba con él a sus
presentaciones los fines de semana. Tocaba el bajo y hacía segunda voz. Era guapo,
aunque un poco gordito, tenía su pegue. Cuando nació Armandito se acabaron las
salidas para Elena. Pero no para Armando. A pesar de eso, ella nunca dudó de
que él fuera fiel.
Fidelidad. Se le rodó una furtiva lágrima. No
existe. Desvió la mirada para ver su turno; faltaban tres personas más antes que
ella. Comenzó a pedir a Dios; no era muy religiosa pero sabía que en las
grandes necesidades y sufrimientos dos palabras se pronuncian para pedir
ayuda: Dios y mamá. Cerró los ojos y se
puso a rezar en silencio; no se concentraba por las preguntas en su cabeza: ¿por
qué había dejado su carrera de ingeniera? Tenía excelentes calificaciones, solo
faltaba un semestre para terminarla; ¿por qué nunca buscó un trabajo? Todo por
casarse, por el amor. ¿De qué le servía ahora? Se aisló de todo solo para vivir
con él.
Nacieron Said y Jared casi a la vez, solo un año de
diferencia; pero su madre le decía: Dios sabe por qué hace las cosas. Con el
tiempo se dio cuenta de que Jared era una bendición para Said, cuando a los
ocho meses de edad le detectaron a Said una enfermedad maligna, las vueltas al
hospital, el internamiento, eran de todos los días, noches de sufrimiento, doctores,
operaciones, tres años de cuidados intensos hasta que venció a la enfermedad y su
hijo, su amado Said, se recuperó. Es mi milagro de Dios, pensaba, y su pequeño
Jared con su risa y amor entretenía a Said, por eso Dios los mando uno detrás
de otro.
Reaccionó, se limpió muy suave la cara con la mano,
se me va a correr el maquillaje si sigo pensando en cosas tristes.
Sus príncipes. Con esa palabra le volvió la sonrisa;
ellos nacieron en un momento de crisis matrimonial. Armando se había vuelto
mujeriego y mentiroso; el muy ladino usaba dos celulares para que ella no
se diera cuenta, hasta aquel día en que se le olvido el celular que ella no
conocía: Whatsapp, Messenger, fotos… todo estaba ahí. El dolor volvía a
sentirse con intensidad al recordar aquel momento. Solo quedaba enfrentar a
Armando, ya vería si lo negaba.
Eso era lo que Elena esperaba, que lo negara, que
le dijera te amo, que lo perdonara, que salvara su amor, su matrimonio, para
que sus hijos no sufrieran. Así que se sentó en la sala dispuesta a enfrentarlo.
Cuando llegó, a ella sus palabras la abandonaron, no podía hablar, menos hablar
fuerte, solo lo miraba, y sus esperanzas se truncaron cuando escuchó crueles
palabras:
“Ya no te quiero”.
“Me voy”.
Recordó cómo casi se volvía loca al escucharlo,
sentía que las fuerzas le faltaban, todo se rompía. ¿Y los once años de
matrimonio? ¿Y los nueve de noviazgo?
¿Entonces todo fue mentira? Veinte años
de vivir con alguien a quien no conocía, que cualquier día te dice ya me voy.
Pasó tiempo en ese turbio despojo que lleva la
separación y un divorcio, esa aceptación para fijar nuevos rumbos, y ahí estaba
dispuesta a luchar por ese trabajo que le permitiría mantener a sus tres
mosqueteros, sus tres amores, retomar su vida.
Por fin su turno. La entrevistó una licenciada de recursos
humanos con la que congenió inmediatamente. Elena tenía educación,
presentación, inteligencia y un carácter muy agradable: quien la conocía la
apreciaba. Aunque ahora en su rostro se dibujaba el sufrimiento recién vivido, sacando
fuerzas con una gran sonrisa contestó con gran certeza y seguridad, sobre todo
cuando le preguntaron: ¿Tendría usted problemas en trabajar en turnos? Su
respuesta inmediata fue: no.
—Sus hijos, ¿quién los cuidaría? —preguntó la
licenciada.
Con una gran sonrisa ella respondió:
—Mi mamá.
Al salir de la empresa la lluvia se había ido, un
sol tímido empezaba a alumbrar. Al mirar al cielo, su sonrisa se hizo más
grande al pensar que su mama ni sabía que iba a esa entrevista, no quiso
decirle nada hasta que la aceptaran, y ahora lo consiguió. La alegría que le
iba a dar a su madre al saber que se acabó el llanto, y que mañana comenzaría a
trabajar.
A trabajar por sus hijos, por su vida, su futuro.
Y pensó: No todo es malo, no todo es llanto,
siempre habrá cosas lindas.
30 enero 2019
Adriana
Cadena es secretaria; trabajó durante 16 años en el Gobierno del Estado de
Nuevo León. Tiene una página de facebook llamada Alma mía, donde publica poemas y relatos. Actualmente se dedica a
las ventas y a la fotografía.
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