El fuego y
aquel antiguo ensueño
Por Sally Ochoa
Humberto miró
el fuego crecer como un animal hambriento y feroz; poco a poco iba devorando
los troncos secos de los pinos que caían en pedazos como brasas ardientes solo
para iniciar un nuevo incendio sobre la hojarasca.
Todo estaba
seco. Todo estaba muerto ya, pensaba Humberto mientras intentaba sacar fuerzas
de algún lado para seguir luchando contra las llamas. Era inútil, las llamas se
extendían dando lengüetazos furiosos de dragón.
En el suelo,
las mariquitas y los duendes corrían de un lado a otro en busca de un refugio
seguro. Las mariposas caían con las alas quemadas y el canto doloroso de los
grillos se confundía con el crujir de las hojas que cedían ante la embestida
del fuego. Los conejos y las liebres se escondían en los agujeros compartiendo
el espacio con las lagartijas y los ratones. Los ciervos huían hacia las
cañadas donde alguna vez corrió el agua, las aves canoras elevaban el vuelo
mirando desde lo alto como sus nidos eran derribados o consumidos por el fuego.
Arriba, en la cima de la montaña más alta de San Juanito, el rugido de un oso
negro atrapado entre los troncos en llamas cimbró el horizonte.
Nada era seguro
en ese instante, solo la muerte. La luz de las llamas iluminaba el
“cortafuegos” que se extendía a lo largo de más de tres kilómetros y que en ese
instante se erigía como la única esperanza de detener el desastre. Faltaban
unos cuantos metros para que la embestida ardiente llegara hasta el surco en la
tierra con la posibilidad de extinguirse.
Mientras
trataba de levantar una y otra vez el “abate fuegos” que golpeaba cada vez con
menos fuerza contra el suelo en llamas, Humberto recordaba el rostro pequeño y
recio de la joven indígena que conoció años atrás en una fiesta allá por Creel.
Se llamaba Justina, solo así, sin apellidos ni nada más que recordar excepto
que tenía los ojos más negros que jamás hubiera visto, el cabello largo y la
piel morena que entrañaba una extraña suavidad a pesar de la exposición
constante al sol, al frío de las montañas y a las inclemencias de la vida. Era
huérfana de madre, le había dicho, y su padre era lo único y lo mejor de su
vida.
Ese día la miró
en la fiesta y después no pudo dejar de pensarla. Años más tarde creyó
encontrar su mirada en el rostro marchito de una mujer que luchaba por
recomponer el desastre ocasionado por la sequía y la terquedad de un marido
mientras enfrentaba su propia guerra contra la muerte. Pero ella no podía ser
Justina; no la que él conoció en aquel viaje y que tenía la piel de porcelana
oscura y el rostro ovalado que se iluminaba con su sonrisa. Se había enamorado
de ella porque olía a pino, a flores de geranio y a maíz recién molido. Su
cuerpo olía a inocencia.
Se enamoró de
ella y prometió volver para casarse y llevársela lejos, a la ciudad, donde
Justina pudiera leer todos los libros que soñaba y vivir una vida lejos del
metate, la olla y el burro viejo que cargaba todos los días con leña de encino.
Pero el destino
de Justina estaba escrito de una forma distinta. Meses después, cuando volvió a
buscarla, ella no estaba. Un día se extravió entre las veredas de la sierra de
Bocoyna y nadie supo jamás dónde encontrarla.
El grito de sus
compañeros hizo que Humberto volviera a la realidad a medias en la que el humo
lo había dejado; se sentía mareado y le resultaba casi imposible mantenerse en
pie. El fuego seguía avanzando mientras Humberto se tambaleaba entre las ramas
viejas y la hojarasca. Sin darse cuenta, sus pies tropezaron con un tronco
bulímico que expulsaba las últimas gotas de resina; el cuerpo de Humberto cayó
hacia atrás y fue a parar directamente en la zanja “cortafuegos”. El movimiento
involuntario de sus pies levantó la hojarasca encendida que se deshizo en miles
de pequeñas chispas ardientes; una oleada de viento amargo se abalanzó sobre el
paisaje lanzando las chispas hacia el otro lado del “cortafuegos”, encendiendo
con ello nuevas llamas que se elevaron a una velocidad vertiginosa. Humberto
quedó hundido entre los dos frentes de furia ardiente; con la pierna rota y el alma
vacía. Se sumió en la zanja y miró hacia el cielo ennegrecido; allí, entre las
volutas de humo encontró el rostro moreno de Justina justo en el momento en que
su corazón dejó de latir.
Sally Ochoa es licenciada en filosofía y maestra en
periodismo, graduada de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene una
trayectoria de 18 años en medios de comunicación, ha trabajado en radio,
televisión, medios digitales e impresos. Además de sus textos impresos, su obra
poética y narrativa, ha sido publicada en revistas digitales: Mujer Latina Today, Escritoras Mexicanas, La
Conexión USA y Revista Monolito,
entre otras. Es autora de los libros: Entre
las sombras, Los ojos de la luna, Lágrimas de barro, Flores de un paraíso
perdido, El canto de las brujas, Valkiria, Alas robadas y Sobreviviente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario