Laguna de Bustillos. Foto Fernando Suárez Estrada
Indito
ojo azul
Por Fernando
Suárez Estrada
De
aquella gigantesca puerta de roble, con spring pintado de rosa, escapaba hacia
la calle un olor a pan de levadura menonita endulzado con pinole tarahumara.
Era la casa donde vivía el niño-indio-ojos-de-cielo, de nombre Jesús, que iba
conmigo en tercero de primaria. Nos sentábamos juntos en una tambaleante banca
verde. Era veinticuatro de diciembre y
caían plumas de nieve del color del
dulce y manso atardecer pueblerino.
El
indio me invitó a pasar y, en la sala con paredes de adobe desnudo, a un lado
del majestuoso nacimiento –que doña Inés Fehr, mamá de mi amigo, había
instalado para recordar el nacimiento del niño Jesús–, su padre, el tarahumara
Jacinto Barrancas, explicaba al azorado don Abraham Plett, su suegro, que dos
días antes una paloma blanca tocó con su pico la ventana de la cocina, llena de
aromas agradables, y entregó a Inés, en la palma de su blanca y encallecida
mano izquierda, un mensaje en fino papel de china, que apretaba en sus patitas,
y que traía desde más allá de las nubes y las estrellas.
No se
entendía qué decía pero el dibujo de esos signos indicaba claramente que una
ancha falda blanca de olanes, que servía de cuna, y un amplio y sobrio pantalón
de pechera menonita, abrazaban a un cuerpecito de recién nacido que en su
carita mostraba una amplia sonrisa de ojos y labios.
Así
pues, en concordancia con aquel dibujo caído del cielo, en el portal del
nacimiento, de un metro de altura, dos muñecos, moldeados con papel de estraza
y engrudo, pintados con aromáticos colores de aceite, representaban a María la
tarahumara y a José el menonita, padres del niño Dios de Cuauhtémoc,
Chihuahua. Luego, el nacimiento abría
paso a una cascada que bajaba por entre pinos lustrosos y piedras blancas hasta
formar una laguna muy parecida al legendario
hueco acuoso e hipnotizante de los dinosaurios voladores, que es como
conocen las madres y padres fantasiosos a la Laguna de Bustillos, poblada en
sus arboledas ribereñas, también, con monitos de manadas de bisontes y mamuts,
y que es la que en la vida real se localiza allá, rumbo a un volcancillo
petrificado que llaman El Picacho y que fascina a sus curiosos exploradores por
las piedras volcánicas que, en forma asombrosa, no deja de regalar una y otra
vez y siempre en interminable lava de mil colores de turquesa, oro y fuego.
Con
toda la ingenuidad del mundo, pregunté:
―Entonces,
mi amigo indio ojo azul, ¿es el niño Jesús de todos los años?
Nadie
me supo responder.
Volteamos
a ver a Jesusito y este, sin saber qué pasaba, dijo:
―Yo solo
sé que vivo en este palomar que está bendecido por el Dios de mis morenos y mis
colorados.
Lágrimas.
Lágrimas de un uniforme color cristalino se dejaron invadir por el parpadeo suave
de las velas que iluminaban ese rincón del universo.
Fernando
Suárez Estrada hizo la licenciatura en periodismo en Escuela de Carlos Septién
García, se tituló con su tesis El espacio
ambiente nos informa, y la licenciatura en derecho en la Facultad de
Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde se tituló con su tesis Consideraciones generales en torno al
derecho a la información. Es autor de las siguientes obras publicadas: Cuentos tarahumaras (1975), en la
revista Comunidad, editada por la
Universidad Iberoamericana, y los libros Jesusita y otros relatos (2001), Caminos del villismo, de la hacienda de
bustillos a la epopeya” (2005), Milagro
en los alamitos, novela histórica sobre el nacimiento de Cuauhtémoc, Chihuahua (2012) e Identidad cuauhtemense. También es coautor del libro colectivo De San Antonio a Cuauhtémoc, herencia de
grandeza” (2019). Es Notario Público número dos para el Distrito Judicial
Benito Juárez, Patente expedida el 12 mayo 1989.
No hay comentarios:
Publicar un comentario