La
laguna de los dinosaurios voladores
Por Fernando
Suárez Estrada
Ese
resplandeciente y azulado día de las madres llegaron los pequeños al Jardín de
Niños Diez de Mayo y fueron invitados, junto con sus respectivas madres indígenas,
menonitas, chinas y trigueñas-cabellos-café-tostado a pasar a un espacioso
salón donde tocaba el viejo piano recién afinado la sonriente maestra Irene,
quien al mismo tiempo recitaba un poema en homenaje a los ensueños, escrito por
una de las quijotescas madres presentes, Alma Rosa, que convocó inclusive a
pavorreales y patos de la granja vecina, que asomaban sus picos por las anchas
ventanas del salón:
―Me escaparé
a la caverna
feliz
de la
fantasía.
...
Y un
bello Pegaso blanco,
que se
divierte jugando,
me
llevará entre sus alas
volando
sobre
un camino extraño.
...
Y tal
vez... ―concluía su intervención la maestra declamadora, con voz vibrante y
lágrimas en los ojos― ¡yo ya no vuelva!
¡Ojo,
chatas! ¡Aviso de la existencia del
Paraíso! Algo así intuyeron las
presentes.
Abrazos,
jaloneo de cachetes...
A media
interpretación de las emotivas Mañanitas entró al salón una alumna que era
pastorcita y sabían todas que vivía a orillas de la hipnotizante Laguna de
Bustillos, en una cabañita de pino, ubicada a un lado del mágico Museo Favela,
bajo el cuidado de los brazos amorosos de una familia de arrulladores álamos y
de la protectora e imponente Sierra Azul. En ese momento la niña mecía en sus
manos a un raro animalillo-alado-cantador que se dejaba escuchar, junto al coro
de tórtolas, petirrojos y cenzontles, en los rincones del salón y en las
riveras mismas de aquella su exótica Laguna.
Esa
pequeña pecosa morenita, de ojos enmielados y brillo diamantino, trenzas negras
que acariciaban sus piececitos desnudos y todavía mojados por las tibias aguas
de la citada Laguna –templo de sus padres pescadores– les pidió escucharan el
mensaje que traía en su pecho, y con motivo de este día especial: Sus hermanos dinosaurios de ayer y hoy les
suplicaban tanto a ellas, a sus familias y a todos los habitantes de las
venteadas llanuras cuauhtemenses, para que vivan en paz con las aguas serenas
de la laguna, que no las envenenen ¡por Dios! y no hagan enojar a mamá
Quetzalcoatlus, o sea, la dinosauria que amamanta al pequeńo que ella traía en
brazos y que le prestó para que vieran que también ella tiene bebés que cuidar
y educar.
Silencio.
Curiosidad.
―Mamá
Quetzalcoatlus ―explicó la pastorcita con flechazos a los corazones― es el
ángel de la guarda de aquel peinado lago que siempre ha ofrecido sus divinas
aguas para que haya cosechas y un sagrado sustento para los cristianos y no
cristianos de la región, para los caballos, toros, vacas, becerros, perritos,
gatos, borregos y las ovejas parlanchinas que todos tienen y pastorean o que se
las encargan a ella para que las pastoree con mucho amor, según sus hermosas
palabras.
Los
pavorreales y patos que estaban escuchando en los ventanales de la escuela
aplaudieron con sus alas.
Y la
niña les pidió, por último, que salieran al patio y vieran hacia el cielo para
recibir el saludo y bendición de mamá Quetzalcoatlus. Efectivamente, movidas
por el impulso de maravillarse con el vuelo de la prometida mensajera de Dios,
se formaron al estilo niñas de kínder cubriéndose los ojos del resplandor del
sol con sus inocentes manos, para observar a plenitud aquel madrugador milagro.
Ya atentas todas, apareció en el viento murmurador, moviendo sus alas
musicales, una dinosauria que elevó el vuelo desde su inmaculado nido de la
laguna, abriéndose paso por sobre los azorados pasajeros del tren de odiseas
chihuahuenses y por encima de la Cruz de Madera del Cerro El Duraznito, hasta
descender con tranquilidad y posarse suavemente al lado de la pastorcita, quien
le entregó al enanito dinosaurio recostándoselo a un lado de su sonriente
hocico... La Quetzalcoatlus mamá, viendo
llorar de alegría a las mujeres que les acompañaban, abrazó cariñosamente a
todas con sus anchas y tibias alas y les regaló el día de las madres más
hermoso de sus vidas.
―¡Bendita
Laguna de todas nuestras ternuras! ―se escuchó por el mundo el grito/oración de
aquellas madres del para siempre hermanado horizonte cuauhtemense que logró ser
pintado por la sensibilidad y dulzura de la santa dinosauria.
Las
madres del municipio, arboledas, flores y las lagunas de Bustillos y de los
Mexicanos –que hace millones de años fueron un solo paraíso poblado de familias
de dinosaurios– festejaron con cantos y zapateadas tolvaneras la vida y el amor
maternal, quedando sus sentimientos inscritos para la eternidad en los libros escolares.
Fernando
Suárez Estrada hizo la licenciatura en periodismo en Escuela de Carlos Septién
García, se tituló con su tesis El espacio
ambiente nos informa, y la licenciatura en derecho en la Facultad de
Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde se tituló con su tesis Consideraciones generales en torno al
derecho a la información. Es autor de las siguientes obras publicadas: Cuentos tarahumaras (1975), en la
revista Comunidad, editada por la
Universidad Iberoamericana, y los libros Jesusita y otros relatos (2001), Caminos del villismo, de la hacienda de
bustillos a la epopeya” (2005), Milagro
en los alamitos, novela histórica sobre el nacimiento de Cuauhtémoc, Chihuahua (2012) e Identidad cuauhtemense. También es coautor del libro colectivo De San Antonio a Cuauhtémoc, herencia de
grandeza” (2019). Es Notario Público número dos para el Distrito Judicial
Benito Juárez, Patente expedida el 12 mayo 1989.
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