Panchita
Arenales y el dinosaurio volador en la cueva del oso
Por Fernando
Suárez Estrada
Amanecer.
Llovido, dulce, de diamante.
Juguetones
rayos de Sol invaden las amorosas cuevas de Los Portales.
Animosos
trinos de gorriones hacen que se eleven aquellos resplandores matinales y
queden solo las perlas del rocío en rosas, claveles, tunas, espinas de nopales,
pinos, zacate y panales de abejas.
A
Panchita Arenales, una pecosita de ojos morenos –de intenso brillo ranchero– le
gustaba pastorear a su pequeño chimpancé y a su dinosaurio volador en el valle
luminoso de la cueva de Los Portales.
Pánfilo,
el changuito, se enamoró del trato maternal que la niña le brindó una mañana de
función de matiné en la carpa del Teatro Popular Adelita, que días atrás se
había establecido en el pueblo de sus ternuras, a un costado de la tienda de
don Belisario, donde se vendían desde estambres multicolores, huaraches,
cuadernos cuadriculados y hasta piloncillos y chicharrones; ese chimpancé
pelirrojo se escapó de los escenarios para irse a vivir al lado de aquella niña
con chispitas en los cachetes. Le fascinaba que la menor y su dinosaurio
cantaran siempre, murmurando a pecho abierto poemas sencillos y sentidos
dedicados a Dios y al amor ideal, sentimiento este que le abrió los ojos hacia
un nuevo horizonte: “Soy el amor en Él, amor y vida, amor y paz, ensueño y
armonía”, comprobando Pánfilo con esas inspiraciones que sí existen los sueños
esperanzadores, comprendiendo también que las quimeras rodaban libres fuera de
la jaulita de oro donde vivió. Ahora felizmente se ataba con todo su corazón a
una faldeta amarilla con olanes blancos
caracoleados, y se emocionó por poder brincar al Paraíso.
...Un
canto bajado de la luna asoleada, entonces despertó también al dinosaurio
volador que, tapado con sus propias alas, dormía al lado de la niña y el
changuito.
―¿De
dónde viene esa voz ronca? ―preguntó la pequeña, ojos asombrados.
El
dinosaurio hizo una señal con su ala izquierda y volteó hacia un volcancillo
que echaba fumarolas rosadas enfrente de ellos.
―¿El
Picacho? Pero si el clamor de ese amigo nuestro es siempre amable y este que escuchamos
es angustioso, suplicante...
Sin
esperar otro grito adolorido, la niña y el changuito aventurero, poniéndose este
su cachucha de ferrocarrilero de los aires, subieron y se abrazaron al pescuezo
del dinosaurio volador y este alzó el vuelo aleteando hacia el volcancito
aquel.
Una
nube empujó y animó, con sus relámpagos, a los soñadores cuauhtemenses.
Sobrevolaron
con movimientos arrulladores el oasis de los frondosos alamitos, edén de
enamorados; el recién peinado arroyo de San Antonio que nace, dicen, en el
mismo cielo; las cúpulas y campanas de
la iglesia del patrono del pueblo, convocando a la jornada diaria de oración
por el Dios del Universo y por la hermandad de todas las culturas; los vastos
campos menonitas pintados de elegante color verde maizal y adornados con
carruajes bailarines jalados por caballos percherones; también flotaron por
sobre un desfile de familias chinas, encabezado por un extendido dragón de
papeles lustrosos que mostraba, sonriente, sus ojitos rasgados, unos cuernos de
mamut, sus jorobas de camello, nariz de perro, melena de león y una colota de
serpiente, en agradecimiento por la fraternal acogida que los cuauhtemenses
dieron a sus familias milenarias, encabezadas por personajes de camisas
bombachas y barbas blancas que avanzaban por el suelo; por encima de Chócachi,
lugar de sombras, donde cálidos árboles daban cobijo a las familias tarahumaras
que, con acordes de violines hechizos, enseñaban a parejas, niños y jóvenes del
mundo a contemplar la hermosura del ser interior que todos llevamos dentro. Por
sobre los saludos y gritos que les hacían los sonrientes rancheros de ejidos y comunidades
de la región; y por arriba, también, de la laguna de vapores endulzados que en
ese momento hipnotizaba al oso que construyó su caverna al pie del volcán y que
desde su puerta de lodos dorados miraba, echado en el pasto fresco, hacia el
inmenso valle de aves y flores más bello de la creación.
Con su
ojo detectivesco, el dinosaurio volador Quetzalcoatlus divisó aquella cueva
que, curiosamente, estaba en esos momentos huérfana de sol y emociones. Detuvo
su aleteo y puso su pecho de escudero frente al viento para que frenara su
avance. Y ya en el zacate avanzaron de puntitas para no asustar a las hormigas.
El oso
peludo... lloraba. Este explicó al
dinosaurio, sollozando, la causa de su tragedia, para que a su vez el del
hocico más grande tradujera sus tristes pujidos a los demás, ya que solamente
un animal volador es capaz de interpretar gestos y melancolías de ensoñación y
adivinar lo que nos puede suceder a todos debajo del cielo intensamente azul y
del jardín nocturno de las estrellas parpadeantes.
Resultaba,
para sus desgracias, que la tarahumara Ramoncita y el menonita Abraham, que
vivían con él en su madriguera, como si fueran sus hermanos –cantando siempre
himnos a la hermandad–, habían partido hacia las barrancas serranas, llamados por
las cascadas de Basaseachi, Piedra Volada y de Cuzárare, para que ocuparan el
lugar de nuevos Ángeles de la Guarda de estas, ya que el Supremo Creador del
hombre y la naturaleza había concedido a los anteriores Guardianes Celestiales
de la vida montañosa, una pareja de enamorados de las estrellas inalcanzables,
su romántico deseo de arrojarse al vacío-sin-fin del amor terrenal.
Ahora,
el oso se encontraba solo y muy acongojado.
―No
llores, hermosura ―dijo la pastorcita al peluche aquel.
El
voluminoso animal se sorprendió con aquella muestra de amor filial y comenzó a
abrazar a los árboles con sus expresivas patas peludas y uñas cosquilleantes y
entre dientes entonó melodías y declamó algunos poemas que había aprendido de
aquella parejita universal que se fue y que seguramente ahora, con sus mañas
armoniosas, estará enamorando a barrancas y trenzas de agua del cielo,
metiéndose en sus almas y derritiendo de amor sus inocencias.
Del
firmamento naranja caramelo bajó un tornado que, en su danzar descendente,
llegó al ombligo de la laguna, invitando a varias parejas de gigantes peces
carpas a treparse a la cintura del impetuoso viento giratorio, bailando
rítmicamente todos, para animar al único ser triste de este rincón del mundo.
Y el
oso sonrió, se paró en dos patas y se puso a bailar con el torpe y zambo, pero
feliz dinosaurio que estaba a su lado.
Seguir amándonos cien,
seguir amándonos mil,
amándonos todo el mundo,
y todo lo que está en él,
recitó
el dinosaurio con lágrimas en sus acariciadoras pestañas –ahora desde la tibia
boca de El Picacho–, versos de la siempre sonriente poeta y violinista Alma
Rosa, que en una animada reunión familiar y con sus amigas palomas y el
dinosaurio volador presentes escribió una fresca mañana en las palmas de las
manos del amor de sus amores, quien las pondría siempre de frente y con mucho
orgullo ante conocidos y desconocidos como un himno a la alegría ranchera y en
homenaje a la fraternidad con sus entrañables morenos, pintos y colorados.
―¡Viva
Cuauhtémoc, tierra bendecida por cientos de culturas hermanas! ―entonaron este
emocionado canto, por último, Panchita Arenales y sus queridos y singulares
amigos, escuchándose el mismo en el propio encendido corazón del universo.
El
dinosaurio volador abrazó a su Panchita que sostenía a Pánfilo en la tibieza de
sus alas.
El sol
lloró sedosos rayos de luz... Y se sumó al coro pluricultural.
Fernando
Suárez Estrada hizo la licenciatura en periodismo en Escuela de Carlos Septién
García, se tituló con su tesis El espacio
ambiente nos informa, y la licenciatura en derecho en la Facultad de
Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde se tituló con su tesis Consideraciones generales en torno al
derecho a la información. Es autor de las siguientes obras publicadas: Cuentos tarahumaras (1975), en la
revista Comunidad, editada por la
Universidad Iberoamericana, y los libros Jesusita y otros relatos (2001), Caminos del villismo, de la hacienda de
bustillos a la epopeya” (2005), Milagro
en los alamitos, novela histórica sobre el nacimiento de Cuauhtémoc, Chihuahua (2012) e Identidad cuauhtemense. También es coautor del libro colectivo De San Antonio a Cuauhtémoc, herencia de
grandeza” (2019). Es Notario Público número dos para el Distrito Judicial
Benito Juárez, Patente expedida el 12 mayo 1989.
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