El
apachito de la Cueva de Los Portales
Por Fernando
Suárez Estrada
El
apachito se apareció en la cuadra llanera donde los lepes jugábamos beis bol
todas las tardes con una pelota amarilla de esponja descascarada.
Nos
hicimos amigos de él, de las plumas de gallo colorado que lucía en su paliacate
y de su sonrisa enojada, de fuchi.
Entonces
mi padre tarahumara, por considerarse hermano de todos los indios del mundo, en
el corralón de nuestro nidal –que se ubicaba a cien pasos del refugio
beisbolero– con la ayuda de su Alma Rosa carpintera y escuchando en cantos los
poemas de ella, dedicados a nosotros, hijos “de su carne humilde –transformada
en la mano del Creador”, comenzó a tallar con lija unos pedazos de tabla de
caja de manzana y para pronto armó una cometa que adornó con papeles de china
color de amanecer y, en sus dos colitas colgantes, de azul cielo de mediodía.
Se lo
entregó al apachito y le dijo “es tuya” y el niño, abriendo sus ojotes de liebre,
sonrió y rió con maullido de gatito. Y se dirigió a nosotros, nada solemne:
―Los
voy a llevar a las cuevas donde nací y donde nacieron mis padres, mis abuelos y
mi Diosito Yastasitasitanné, Capitán del Cielo. Para allá apuntan los aires que
hacen mecer al papalote que me regalaron.
Todos
nos miramos sorprendidos. La cometa aquella cantaba hacia nosotros tonadas
dulces de una melodía como de cuna de indios de piedras tibias.
Mi
padre le tomó la palabra y para pronto corrió hacia el mercado municipal donde
le platicó al Apache padre lo sucedido y este, con una expresión de orgullo en
su rostro colorado y apergaminado, manifestó su satisfacción por la madurez
alcanzada por su pequeño y lo remarcó al decir: “Compartir a Dios. Mi niño se
hermana, por fin, con el mundo y las estrellas”.
Y nos
dimos a la tarea de preparar pinole, lonches de frijoles con salchicha menonita
y limonada en frascos de a litro –que es lo que vendía papá apache en la puerta
principal del mercado, entonando siempre himnos dedicados a su maternal y
cariñosa Sierra Azul–.
Cavernas
prometidas, ¡hacia ustedes volamos!...
Mi
padre, indio de mi corazón, se embolsó una armónica en su desgastado pantalón
de mezclilla y yo me encargué de invitar y traer a mis compañeros de la escuela, sonriéndole a esta aventura
tres emocionadas morenitas, de largas y negras trenzas de caballo, conocidas
como “las triates más bonitas del rancho”, y mi inseparable cómplice de
travesuras, Lauro Basaseachi Rempel.
El guía
de los excursionistas fue el papalote. Al escucharse el silbido del tren, en la
estación de bandera de nuestro pueblo, nos pusimos en marcha, todos con los
huaraches bien amarrados.
El
apachito subía peñas, faldeaba cerros, seguía a las parvadas de colibríes,
respondía a los aullidos de los coyotes, capoteaba a los gigantescos cienpiés,
se dejaba acariciar por el pasto y, a tajos de ramas de sauz llorón, apartaba las
matas de espinas que se empeñaban en cerrarnos el paso y metérsenos en las uñas.
Subimos
y bajamos las venteadas colinas del cerro El Duraznito, las del Monte de Las
Letras, escalamos una ala del Cerro Azul, pasamos por varias capillitas llenas
de imágenes de santos, veladoras prendidas y de recaditos garabateados en
planchados papeles de estraza que agradecían o pedían milagros piadosos para
enfermos y abandonadas...
Nos
persignamos y rezamos un Padre Nuestro y una Ave María en cada pequeño
santuario.
―Atrás
de aquella lomita, está el valle de las cuevas ―dijo mi padre con voz agitada,
acariciando con sus manos el achinado y rebelde pelo de mi madre Alma Rosa,
quien no dejaba de declamar a las nubes que arrullaban a la cometa aquella.
Subimos
empujándonos unos a otros y nuestros ojos se llenaron de esas imágenes que se
guardan para siempre en los baúles de tesoros de todo corazón palpitante sobre
la tierra: Aleteo y risas de dinosaurios voladores, pinos, encinos y matorrales
tomados de las ramas y raíces, danza de trigales y de plumas blancas de espigas
que se sacudían los sueños, aromas de manzano, perales, barbillas de elote y de
rosas, mugir de vacas, aplausos de tortuga, cantos de coros de ángeles apaches,
tarahumaras, tepehuanes, guarojíos, pimas, menonitas, de golondrinas, palomas y
de arrullo de riachuelos...
Las
famosas cuevas de los portales, jacal de los Dioses del universo y amoroso
refugio para todos los seres que tenían a la vista, llamaron a abandonar tristezas
y soledades desde lo profundo de las gargantas murmurantes, a aquellos azorados
observadores que terminaron creyendo, ahora sí, en la santidad de sus paredes
lustrosas, salpicadoras de bendiciones.
El
romanticismo de los acordes de la armónica de mi padre se sumó al canto
desafinado del apachito y al coro tierno y fraternal que invadía los cielos
luminosos y nocturnos de la tierra... Tembló de emoción aquel rinconcito
universal y mágico, Cuauhtémoc, Chihuahua, México, protector enamorado y
afanoso de las cuevas de Dios más lindas del cosmos.
Fernando
Suárez Estrada hizo la licenciatura en periodismo en Escuela de Carlos Septién
García, se tituló con su tesis El espacio
ambiente nos informa, y la licenciatura en derecho en la Facultad de
Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde se tituló con su tesis Consideraciones generales en torno al
derecho a la información. Es autor de las siguientes obras publicadas: Cuentos tarahumaras (1975), en la
revista Comunidad, editada por la
Universidad Iberoamericana, y los libros Jesusita y otros relatos (2001), Caminos del villismo, de la hacienda de
bustillos a la epopeya” (2005), Milagro
en los alamitos, novela histórica sobre el nacimiento de Cuauhtémoc, Chihuahua (2012) e Identidad cuauhtemense. También es coautor del libro colectivo De San Antonio a Cuauhtémoc, herencia de
grandeza” (2019). Es Notario Público número dos para el Distrito Judicial
Benito Juárez, Patente expedida el 12 mayo 1989.
Fabuloso mundo recreado, Don Ferdinand.
ResponderEliminarBella historia de la region tarahumara descrita admirablemente.
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