Río Peñasco
Por Heriberto Ramírez Luján
Nunca me imaginé que escuchar Esclavo y amo, de Javier Solís,
despertara en mí tal nostalgia. Habían pasado pocas semanas de que había
llegado al rancho de J.B. Runyan, surcado por las aguas frías del río Peñasco,
entre Hope y May Hill en el sur de Nuevo México. Hacíamos las tareas del racho
a orillas del pequeño río, encendimos el radio de una desvencijada troca y al
explorar el cuadrante la canción estaba ahí. Esa antes ramplona tonada de
pronto multiplicó los recuerdos y la añoranza de una tierra que parecía
sujetarnos para llevarnos a su regazo.
Recién había terminado la preparatoria y con Lalo, un compañero,
emprendimos la aventura hacia el otro lado de la frontera. Llegamos en un mal
año a ese racho manzanero: la cosecha había sido mala, las barracas que antes
acogían a decenas de trabajadores ilegales estaban abandonadas. Éramos unos
cuantos los que nos ocupábamos de mantener con vida los árboles frutales,
duraznos, ciruelos, cerezos y los manzanares. También nos ocupábamos de atender
el ganado, vacunarlo, castrarlo, reunir las ovejas y las cabras de lana. Hube
de reaprender a cabalgar y a recorrer las empinadas y peligrosas laderas. Para
no variar, también debíamos desyerbar las escasas tierras de cultivo.
La comida era buena, el clima inmejorable, la paga escasa, pero se
compensaba pues no pagábamos por nada, ni siquiera había en que gastar un
maldito dólar. Solo que no había chicas. La única que luego aparecía por ahí
era la nieta de Runyan, alta, rubia, pero más lejana que una estrella a miles
de años luz.
Así que en un par de meses abandonamos ese maravilloso enclave natural.
Luego, cada uno de nosotros tomamos caminos distintos. En mi caso me fui a la
planicie del sureste de Nuevo México, a trabajar en una refinería de gas. Un
trabajo horrendo, de esos que ni los negros quieren hacer. La paga era mejor,
pero había que pagar por todo. Además, se podía ir a bailes y ver chicas.
Unos meses más y ya estaba de regreso en mi añorada Ojinaga, festejando Navidad
con amigas y amigos; no traje dólares porque todo me lo gasté en ropa, pues
nunca había tenido la fortuna de vestirme con ropa nueva a mi gusto y medida.
Con varios kilos de menos y con una autoconfianza a tope, había sobrevivido a
los ritos de paso que te imponía la frontera.
Hace un par de años –ahora como turista– volví a pasar por ese pintoresco
rancho; lo vi hecho una ruina, los árboles muertos, la construcción abandonada
y el río Peñasco seco. El cambio climático acabó por darle fin a un vergel que
fue sustento de muchos mexicanos que cruzaban a pie, caminando durante varios
días para emplearse en las faenas de temporada, y regresaban por el mismo
sendero llevando a sus familias unos billetes verdes para aliviar las duras
carencias de su tierra.
A Javier Solís, a partir de aquel entonces, le tomé aprecio…
Heriberto Ramírez Luján, filósofo mexicano, redacta la lógica con precisión de cirujano. En sus ensayos y libros de filosofía y también en sus textos literarios. Sobrio y elegante profesor, el estoicismo es divisa de su estética. Y de su gran estilo.
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