sáb/jad
Cinco episodios para recuperar la cordura
Por José Alberto Díaz
I
Me encargaron ayudar a un anciano de un pueblo miserable próximo a
la sierra. Ayudarle a redactar una obra literaria, no a trabajar en las
rústicas tareas del campo. Estar alejado de la civilización me ayudaría para
mejorar mi proceso creativo. Toda distracción me parece insulsa, pero
tratándose de alcohol la cosa cambia: No puedo decir que no. Gracias al culto a
Baco he desperdiciado tiempo considerable para hacer las cosas bien. Arturo
Diharce, mi compañero de oficio literario, me convenció de vencer mi desidia
para auxiliar al viejo que anhelaba escribir un libro antes de ser postre de
gusanos tres metros bajo tierra. Publicado el libro, el anciano pensaba
permanecer en el baúl de los recuerdos; si no de la humanidad, al menos de la
gente de su propio país.
Muchas personas de la tercera edad se vuelven obstinadas tratando
de redactar una historia cuando carecen de una adecuada formación literaria. Yo
rezaba porque el viejo no se empeñara en inventar algo tan patético como el
guion de una película pornográfica, o algo edulcorado como una telenovela.
Pueden consultar la palabra Televisa para darse una idea de lo que digo. Por
cierto, mi nombre es Víctor Cervantes. Bueno fuera que en mi árbol genealógico
apareciera en la raíz el célebre autor de El Quijote.
II
El recorrido en el tren no dura mucho; mantengo los ojos ofuscados
en el paisaje, embelesado por las coníferas y los cúmulos que se extienden
bloqueando el índigo del cielo. Al poner un pie en el municipio tengo la
premonición de que no todo será miel sobre hojuelas. Piso uno de los demasiados
charcos maldiciendo la carencia de pavimento en este pueblo de mala muerte. La
vena en mi cuello es notoria, a punto de explotar con el color carmesí que se
hace más intenso en mi cabeza. Calmo los ánimos al llegar a la casa en donde,
se supone, me darán hospedaje; que si bien no es muy bonita, al menos parece
decente. Un hombre cobrizo de mediana edad me recibe, se quita el sombrero y
extiende su mano en cordial saludo. Bienvenido. Dice que se llama Bienvenido.
Un suplicio efímero por contener la risa transita por todo mi cuerpo hasta
llegar al estómago. Prefiero matar a mi propio hijo en vez de lapidarlo con un
nombre digno de escarnio, pero evito pensar en eso. Agradezco la hospitalidad
de aquel hombre y paso a la estancia para tomar asiento.
Cabezas de ciervos y cuadros de mediocres artistas cumplen su
función de ornamento. Bienvenido me sirve una copa de sotol –que parece
fermentado con estiércol– y me platica del supuesto escritor. Cavilo en mi
verdadero propósito: escribir una buena historia expandiendo mis ideas, no
matarlas con una dosis de alcohol que parece calzado viejo en desuso. Pasan los
minutos y un sopor etílico comienza a apoderarse de mí. Me dice que el viejo se
llama Dulces Nombres Revuelto Cejudo. No le creo y pregunto de nuevo, echándole
la culpa al licor que me hace escuchar semejante barbarie. Bienvenido me
confirma el nombre y me dice que era hermano de Hermógenes, quien murió de
cirrosis.
Asegura que Dulces Nombres es un viejo muy especial, empecinado en
adquirir cualquier libro de donde pueda y de lo que sea. Luego, mi anfitrión me
enseña una considerable cantidad de enciclopedias de pasta gruesa. Descarten la
literatura hecha por Hesse, Rulfo, Tolstoi, Quiroga o Melville; el viejo solo
lee enciclopedias de cultura general en donde se perciben temas como la Edad Media,
las costumbres de distintos países, personajes de ficción y seres mitológicos.
Me atormenta anticipadamente pensar en la terrible tarea que voy a
cumplir con el viejo. Acelero mi ritmo de beber y mi asco se incrementa. En
este lugar solo puede conseguirse sotol como bebida embriagante. Pienso en Luvina
por su similitud con este mezquino pueblo. Baco podría sentirse decepcionado.
Me concentro en Bienvenido y le pido permiso para ir a mi alcoba. Quiero
escribir y la soledad es imprescindible para lograr la fidelidad de las musas.
Horas más tarde me interrumpe Bienvenido para presentarme al
ilustre Dulces Nombres, que no es mayor de setenta años y en quien aún se
refleja una brizna de vitalidad. El anciano dice que estaba trabajando en el
campo; por tal motivo, no pudo recibirme más temprano. Le creo. La suciedad de
su vestimenta hace confiable su excusa. Se alegra al tenerme cerca con el
objetivo de ayudarle y me pregunta la forma en que vamos a trabajar. Le sugiero
que en el transcurso de la noche se encargue de dar rienda suelta a su
imaginación para concebir una historia; que en la mañana redacte sus ideas y
que me explique la trama, si es posible, en el desayuno. Los errores de
redacción –que seguro habrá muchos y serán descomunales– pasan a segundo término,
lo importante es el entretenimiento que la historia pueda ofrecer. Al viejo le
agrada la forma de trabajo.
Confirma que tiene la cabeza rebosante de ideas y no cree que
“haiga” inconveniente en sus historias. Luego me sugiere llamarme “Chico”, por
mi edad, y de “tú”, un pronombre personal de menor categoría. Pendejo. Me dan
náuseas al escuchar la palabra “haiga” del verbo “haigar”, quizá la palabra errónea
más utilizada en el español coloquial de nuestros días. Olvido la aberrante palabra
y asiento con la cabeza para aceptar la propuesta del viejo. Nos despedimos
para dedicarnos a nuestros asuntos.
Ya es de noche y trato de estructurar de manera adecuada mis
pensamientos, escribiendo una cuartilla bien hecha. Me parece un buen principio
y una trama que puede interesar al lector a base de un lenguaje común, pero
efectivo. Paso casi toda la noche en vela, absorto en la literatura, relajado
por el monótono canto de los grillos. Luego de conciliar el sueño me levanto para
desayunar en el comedor de angostas dimensiones de Bienvenido, quien comparte
la mesa con el anciano. Tienen los rostros felices e iluminados. Dulces Nombres
se muestra impaciente por contar su historia.
III
—Buen día, Chico. ¡Escucha la historia que inventé, te encantará! ¿Te
gustan los caballeros de la edad media? ¿Sí? Pues mira lo que tengo: Érase una
vez un hombre de edad madura que vivía en un lugar de España, cual afición por
los libros de caballeros andantes le hizo perder la cordura, creyendo que era
un hidalgo de sumo respeto. Parte de su pueblo con su fiel y robusto ayudante
que se llamaba...
—Ah cabrón –reacciono de inmediato–. Oiga, ¿me quiere ver la cara?
Usted me está contando la historia de Don Quijote de La Mancha.
—¿Don qué de La Mancha? –inquiere el viejo con el rostro sorprendido.
—El Quijote, no se haga el que no la conoce; si hasta cualquier
ermitaño de la Península Ibérica reconocería la novela.
—Discúlpame, Chico, ¡te juro que no sabía!
—¿Cómo que no sabía de El Quijote? –pregunto incrédulo ante
la supuesta ignorancia de Dulces Nombres–. Usted debió haber leído algo de él,
aún sin que tuviera la novela.
Dulces Nombres niega con la cabeza jurando sobre el mártir de
parafina que nada sabe al respecto, disculpándose una y otra vez. Piensa que
voy a caer en su trampa. Como soy magnánimo, le digo que imagine otra historia,
pues la que tiene en mente ya está escrita. Le ruego que trate de redactar la
trama en horas de sosiego. Acepta de manera dócil y apenado, pero no confío en
él.
La noche llega y yo prosigo con mi historia de humor ácido. Como
hombre noctámbulo que soy, camino a tientas hacia la habitación del viejo para
espiarle, para ver si trabaja realmente, darme cuenta de su próxima víctima de
plagio… seguramente otro autor de renombre. La puerta está entreabierta, un
tenue resplandor proveniente de la alcoba confirma la actividad de Dulces
Nombres. Empujo ligeramente la puerta cual niño en un lugar vedado. El viejo
escribe, mas no logro divisar si en su labor se apoya mediante alguna obra
selecta. Me retiro desconociendo sus perversas y plagiadoras intenciones. En la
mañana me reúno en el comedor, con el par de viejos.
—Buen día, Chico. ¿Has ido alguna vez a Cuba? Pues escucha la
emotiva historia que imaginé en la noche. Antes del régimen comunista de Fidel
Castro, un hombre casi de mi edad, que se dedica a la pesca, parte del puerto
de La Habana con el fin de capturar a un indomable pez espada, solo, con su
lancha rudimentaria. Permanece algunos días hasta que logra conseguir su...
“¡Ah, pinche viejo plagiador, cómo es descarado!” Pienso al
escuchar el inicio de la historia
–¡Señor, disculpe, pero eso es algo que ya está escrito!
—No le creo, usted me engaña y no me deja progresar. A ver, ¿quién
pensó lo mismo que yo y cuándo escribió la historia?
“Descarado y rebelde salió el viejo”.
–Pues Ernest Hemingway; el libro se llama El viejo y el mar,
escrito allá por los cincuentas. Usted debió haberlo leído en algún lado hace
tiempo, pues la confabulación es idéntica. Intente imaginar otra historia, por
favor.
Dulces Nombres no cree en mi palabra y no siento convicción hacia su
supuesta franqueza. ¿Acaso el viejo comete plagios involuntarios, o quiere
verme la cara por mi conocimiento literario? Eso es como un enigma para mí; me
arrepiento de haber venido a este pueblo para ayudarle.
La noche pasa en vela de nuevo. Trato de omitir la extraña
experiencia con Dulces Nombres para concentrarme al cien por ciento en mi
novela corta. Un lado adverso turba mis pensamientos: Viejo plagiador, ladino,
soez, desdentado… Estoy seguro de que hace trampa. No quiero indagar ni
martirizarme por la historia que traerá mañana.
Es la misma escena en el comedor al levantarme, los mismos
sentimientos de mis anfitriones, pero una disímil expectativa de mi parte.
—¿Cómo amaneciste, Chico? Te aseguro que te voy a impresionar en
esta ocasión. Te gustan las historias fantásticas, ¿verdad?
Ruego al mártir de parafina, al gordo en posición de flor de loto
y al elefante de múltiples brazos, que no se trate de El señor de los
anillos. Confirmo mi gusto hacia la literatura fantástica y le digo al
viejo que me cuente su historia.
—Lo sabía, este viejo lo sabía. Mira, Chico, esta historia gira en
torno a un anillo. Un anillo creado en secreto por un poderoso señor oscuro,
que le es arrebatado en una guerra. Años después, el anillo cae en manos de una
especie de hombrecillo, mucho más pequeño que un humano común. Este personaje
regala el anillo a su sobrino, quien se entera de que el objeto pertenece al
malo de la historia. Para destruir el anillo debe viajar al mismo territorio en
donde fue concebido. Un anillo para gobernarlos, un anillo para atraerlos...
Siento que la vena de mi cuello va a explotar. Le ordeno al viejo
que se detenga y asumo la necesidad de evacuar oralmente todo lo que he
consumido en el pueblo desde mi llegada. Quiero gritarle al viejo que es un
maldito descarado, un embaucador de los grandes autores, aquel que sujeta su
pie cuando alguien le extiende la mano. Me pregunto si el hombre es honesto,
después de todo. No, no puede ser, creerle me desgarraría la cordura. Salgo
inmediatamente de la casa de Bienvenido en busca de una caseta telefónica para
comunicarme con Arturo, la única persona confiable.
Entablo conversación con mi amigo y le cuento todo con lujo de
detalle mientras el corazón me late desaforadamente. Arturo me dice que no es
para tanto; asevera que Dulces Nombres es una persona honesta y trabajadora,
incapaz de hacerme disipar el tiempo en su orientación literaria; que lo deje
ser porque ya está grande. Quizá el anciano me cuenta la historia base, pero al
momento de escribirla puede darle un enfoque totalmente distinto. Para Arturo
es fácil porque no ha convivido con él últimamente. Pienso en dos alternativas
respecto a Dulces Nombres: o es Dios, o me está haciendo pendejo. Acaso más lo
segundo que lo primero, y viceversa. Me despido de Arturo sin abrigar mejorías respecto
a mi estado mental. Paciencia es la palabra más concurrida de mi compañero.
IV
La escena matutina de todos los días me espera en el comedor. Dulces
Nombres me cuenta la historia de El Conde de Montecristo. Se siente
indignado al saber que la novela ya está hecha. Parece tan sincero, tan
susceptible cuando le digo que toda historia “concebida” en su mente ya está
escrita…
Las semanas transcurren y las ideas del viejo son menos
constantes. Mi obra, sufriendo otro tipo de efectos, comienza a estancarse por
culpa del suplicio que el anciano me produce. Ya casi no duermo por las noches.
Dulces Nombres va a plagiarse mi historia en un futuro cercano. Viejo cabrón,
lo he visto en sus ojos. Veo ese fulgor en sus pupilas cada mañana, esas
pupilas que me mandan un mensaje subrepticio: “Te voy a chingar”. Y no habrá manera
de comprobarle que ya está en proceso. Dulces Nombres jamás reconocerá el hecho
de haber plagiado mi novela. Primero lo mato.
Estoy harto de soñar con el viejo las escasas veces en las que
logro conciliar el sueño. Y al despertar, esa breve distancia que separa el
comedor de mi alcoba es suficiente para generar una gama de energía negativa.
Saber que aguarda para mí en la mañana la misma escena de siempre, la misma
función, los mismos actores, un desayuno distinto. Pasa el tiempo y noto que el
fulgor del viejo se opaca parsimoniosamente, ídem la emoción en sus palabras.
Parece que se disipa su voluntad de escribir. No percibe ningún tipo de
aliciente y se amarga en temporada de lluvias. Haciendo acopios de cada brizna
de valor, abre la boca.
—Mira, Chico, desde tu llegada he imaginado puras historias que,
según tú, ya están escritas. No me cabe en la cabeza cómo puede pasar, ¡pero si
vieras la manera en que ya desconfío de ti! He llegado a la conclusión de que
no me dejas progresar. Por tu culpa he dejado historias de oro en la estufa,
olvidándolas antes de que se cocinasen. Mis ideas se han consumido como un
cigarro, y únicamente queda una sola de ellas. Me aferraré a lo último que he
concebido. Si fracaso, tu ayuda en la casa habrá sido en vano, pues me olvidaré
de esa maldita ilusión de escribir un libro. Pon atención a mi última
esperanza. Sé que he tratado de ambientar a mis personajes en España, pero esta
vez será diferente. Es una época anterior a la nuestra, como cinco siglos
atrás. Se trata de un jovencito que vive con su madre en la pobreza; para
quitárselo de encima, lo coloca como guía de un ciego abusivo; tiene
sucesivamente algunos amos de diversa condición y acaba casándose con una
criada que...
–¡Es usted un descarado plagiador! –le grito, colérico–. Ese es El
Lazarillo de Tormes. Desde que llegué, usted me ha engañado siempre con su
voz lastimera pidiendo disculpas por los autores que copia, con su mirada
atónita que merece una estatuilla por tan sublime actuación. ¡Ya nomás le falta
gemir como un chingado perro faldero!
–¡Te equivocas! –replica el anciano mientras Bienvenido trata
estúpidamente de ocultarse bajo la mesa, haciéndose el sordo–. Tú me engañas
porque estás celoso de mi brillante imaginación. Me has visto la cara
estancando mi progreso, desechando mis ideas, pensando que soy un plagiador.
¡Yo soy una persona honesta! A ver, Bienvenido, levántese y dígale al joven
Víctor que yo soy un hombre digno y no un plagiador.
Bienvenido afirma con la cabeza y se retira, pidiendo permiso para
ir al baño. Yo me retiro a mi habitación para continuar con mi trabajo,
olvidando el suceso. Dulces Nombres se marcha con un machete en la mano para...
podar el zacate de una huerta, que tanto ha crecido debido a la profusión de
lluvias. Cervantes, Tolkien, Hemingway y otros, se revuelcan en su tumba.
V
Una serie de gritos me interrumpe mientras trabajo. Salgo de la
casa para ver lo que ocurre. Una multitud reunida vocifera rodeando a un hombre
caído. Entre los rumores, escucho que está muerto. Me aproximo al cuerpo para
evitar que la duda crezca. Compruebo que el cadáver es Dulces Nombres, quien
yace junto a una cerca de alambres de púas. Un machete atraviesa su torso. Una
persona me dice que el viejo trató de brincar la cerca con el machete en la
diestra, y que tropezó con el alambre cayendo encima del arma. Siento un dolor
en el estómago, un dolor comparable al que tuve cuando mi novia se marchó a
Estados Unidos con otro hombre. Pálido, corro hacia la única caseta para
informarle a Arturo sobre el deceso del anciano y de algo más: Le digo a mi
compañero lo ocurrido en la mañana, la discusión que tuvimos y lo equivocado
que estaba respecto al ilustre desconocido.
No era un plagiador, era un hombre sincero. Arturo piensa que le
provoqué un infarto. No me causa gracia. Ni su muerte, que fue un plagio. Sí,
un plagio involuntario. ¿Han leído el cuento de Quiroga que se titula El hombre
muerto? Pues el personaje muere de la misma forma. Por último, Arturo me desea
prosperar en mi trabajo. Al colgar el teléfono, siento una especie de idea
fugaz, de las que aprehenden la mente y que no la dejan en paz hasta que se
concrete algo.
Un destello espiritual del intelecto, el descifre del código de las
musas. No pienso concluir la historia que tenía en mis pensamientos. Dulces
Nombres es velado en la funeraria La Alegría de Vivir, cuya frase de publicidad
causa pena ajena: ¡Muérase hoy y pague mañana! No soy amigo de la religión,
permanezco en las afueras de la lóbrega sala, mal parado junto a otros ancianos
de semblante taciturno que estimaban al finado. Bienvenido, con el sombrero y
con el corazón en la mano, está rodeado de parientes cabizbajos del viejo
ilustre; las ancianas, frente al ataúd, rezan rosarios ininteligibles de los
cuarenta misterios; el cura se esconde de la muchedumbre para beber de esa
pequeña ánfora que seguramente contiene vino de consagrar. Bienvenido sale de
la funeraria para conversar conmigo. Me pregunta acerca del autor y de la historia
que se le había ocurrido a Dulces Nombres momentos antes de fallecer. Le
respondo la tristeza del caso, pues el autor de El Lazarillo permaneció en
el ostracismo; bien pudo haber sido Dulces Nombres el creador de aquella
historia, bien pudo viajar su mente al pasado y concebir obras maestras sin que
tuviera algún indicio de ello. ¿Quién sabe?
Días después leo en el epitafio de la tumba de Dulces Nombres:
“Pudo ser un gran escritor, de no haber sido por alguien más”. Temo ser ese
“alguien más”.
Decido marcharme cuanto antes de esa comunidad olvidada por el
gobierno, para evitar escaramuzas. Al llegar a casa me encierro en mi alcoba
como un huraño para escribir la historia de Dulces Nombres con un toque de
ficción. A muchos detalles de mi experiencia les doy un giro para hacerlos más
sugestivos. La historia encaja para ser una especie de novela corta, y Plagios
involuntarios es su nombre; título que no agrada a mis colegas del ámbito
literario, por ser revelador en demasía.
Nota:
Los nombres de este relato son reales; los personajes, no.
José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.
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