Una
historia con sabor a café
Por Humberto
Quezada Prado
Pocas veces
la mujer de la casa ha quedado tan impactada como esa en que Francisco y Juan
de la Cruz deciden compartir los detalles, cada uno los suyos, de la incursión
fugaz de unos indios de comportamientos diferentes, de movimientos ágiles que
denotan ferocidad para la pelea y con una vestimenta distinta a la que se
conoce; pocas veces ha sabido de la fiereza de los rarámuri nonoavenses en las
peleas, que comparada con aquellos otros parece poca cosa, le habían contado; y
pocas, muy pocas veces le llegan informaciones que le enteran de los
desencuentros entre indios y mestizos, ni allí, ni en Chomarisa, ni en las
demás rancherías de las que tiene conocimiento y memoria a sus maltratados
treinta y cuatro de existencia.
La olla de
peltre casi vuela. A través del postigo de la cocina escapa el vapor producido
por los hervores de dos litros y medio de agua del pozo con la que Francisco
Chuparaca piensa ofrecer a su visitante una, qué dice una, dos o más tazas de
sabroso café. Tienen historias pendientes, las mismas historias para
compartirse, solo que con diferentes detalles. Y eso volverá rica la
conversación, claro. Las han aprendido de pláticas entre los de aquel pueblo y
los de Nonoava. Y en aquellos entonces, en los amaneceres del año mil
ochocientos, no hay réplicas fastidiosas que pongan en duda su veracidad, por
lo que lo platicado es artículo de fe: se aceptan los dichos y punto.
Dolores,
mujer del casero, fémina de piel broncínea dedicada al trabajo en la casa
grande y los patios de los patrones, la molienda de maíz para tortillas o
teswino a según la temporada, la escarda en el potrero entre los maizales, la
limpieza de los aposentos de dormir y también los de zurrar, el tallado de la
ropa ajena en las peñas del río y otras muchas labores domésticas, espera con
curiosidad el inicio de la conversación, sabedora de la riqueza de cosas
ocurridas afuera de las siete paredes de adobe de su morada, construida en
tierras destinadas a la Misión como una modesta estructura de dos cuartos de
adobe y techo de tabletas amacizadas con delgadas cuñas del mismo material a
los que llaman tarugos.
A lo lejos,
no mucho, divisa desde la suya la columna del humo de las chimeneas en las
casas de los españoles. Los Cano de los Ríos se han establecido cincuenta años
antes, cuando ella misma no es todavía un proyecto de vida, cuando sus padres,
para ella desconocidos como cosa muy natural en sus tiempos, seguramente que
apenas empiezan con sus cosas, en la práctica de actividades de cortejo que a
la postre rinden frutos. Ahora de adulta, acompañada de Encarnación Asistido,
la tía de su viejo, sobrevive confundida entre una libertad que sueña ejercer
cuando trabaja como empleada doméstica en aquella casa y la férrea vigilancia
del cura en las casas de sus misionados.
Cuidando de
no enseñar sus numerosas cavidades dentales ella se cubre con la palma de la
mano y, queriendo y no, mueve su cabeza negando o afirmando que los españoles
asentados en la Misión de Monserrate, familias numerosas desparramadas en los
predios realengos, más lejos de las tierras que se alcanzan a ver, llevan una
vida de trabajo arduo, es cierto, pero también disfrutan mejor que los
naturales del pequeño valle nonoavense porque las faenas pesadas han sido la
carga de rarámuri y mestizos cuyas condiciones de vida miserable les conducen a
aceptar cualquier jornada. Mil diferencias culturales, de costumbres, de
tradiciones, pero más que nada económicas, se anteponen entre dos clases sociales
perfectamente marcadas. Igual que ahora. Con el sudor de los indios las
familias pudientes han construido grandes casas, en razón de sus numerosos
clanes.
Desde la
lomita donde vive, Francisco Chuparaca y Dolores su mujer en la mañana han
llevado a bautizar a José Miguel Nazario mientras mira con envidia aquellas
moles altas –con parecido a los enormes castillos medievales europeos, aunque
en miniatura, que ni siquiera imagina que existen– con canaletas de cantera por
las que chorrea el agua de la lluvia directo a unas grandes canoas en los
amplios patios de laja. Endenantes han coincidido afuera de las altas murallas
de adobe como peones de mísera condición lanzando tímidas miradas para ver a
escondidas lo que hay en los aposentos. En uno descubren a una vieja seca
vestida de negro hasta más abajo de las rodillas, con una cara surcada de
arrugas y de trenzas canosas y largas que con una seriedad que asusta, desliza
el estramador por el cabello bien cuidado de una joven en edad de merecer; en
otra divisan sillas ordenadas alrededor, una mesita de tres patas curvadas que
luce un florero en el centro de la pieza y varios colguijes emergiendo de las
blancas paredes; y en la cocina el zangoloteo de tres mujeres maduras y de
carnes frondosas preparan cosas y las van colocando en una estufa grande que
seguramente devora leña en cantidades insospechadas.
La envidia
rasguña sus entrañas por saber cuántos cuartos hay en esa casona llena de cosas
traídas desde Parral y Chihuahua: elegantes palanganas de peltre color azul
cielo para los aseos personales, empotradas en los aguamaniles de alambrón con
formas garigoleadas; brillosos y ovalados platones de cerámica para uso en la
cocina, cucharas y tenedores relucientes, mantequilleras con cubiertas
transparentes recubiertas con adornos clásicos y ribetes dorados como el oro,
picheles y tazas al por mayor donde sirven los alimentos a visitantes de la
misma condición social y a los de casa, que para los comunes tienen cajas de
peltre en cuartos alejados de los principales; catres de metales plateados
albergando mullidos colchones para el descanso de los caseros y sus familias;
bacinicas de lámina colgando de las paredes del patio para que oreen los
hedores acumulados durante la noche, profusamente adornadas con almácigos
completos de flores rojas, azules, verdes, guindas, amarillas, blancas y moradas;
de las paredes encaladas penden cuadros de paisajes extraños, con románticas
escenas de mujeres soñadoras casi desnudas disfrutando entre vegetaciones
exóticas y paradisíacas; varias jaulas grandes de las que salen politonales y
tristes canciones de pájaros multicolores; y muchas, muchas macetas en hileras
interminables con plantas de aromas agradables invadiendo los patios y regadas
con esmero por las damas de la casa.
En la
cocinita de la otra morada, la de Francisco Chuparaca, su mujer Dolores y su tía
Encarnación Asistido, donde ni por asomo se encuentran tantas cosas como en
aquella casona, escapan los humores de la pobreza y la necesidad. Solo huele a
café. Y como se va deshaciendo su vida de carencias, una cucharada del grano
entero se deshace en la olla produciendo un rico efluvio, para envidia a partes
iguales de ángeles y demonios. Cientos de burbujas perfuman el escueto espacio
en uno de cuyos rincones Juan de la Cruz Chanate ha acomodado sus raquíticas
asentaderas en un banco de tres patas y mueve sus ojos en todas direcciones
tratando de descubrir cosas en las paredes oscuras y pelonas, cosas ausentes,
acaso uno que otro uvar asomando temeroso desde los resquicios de tierra.
En esa
vivienda humilde los aromas a café llenan el espacio y antojan, ya al casero,
ya a la visita, ya a la mujer, que estira dos tazas, reserva la propia a un
lado de las brasas que en la chimenea chisporrotean avivándose al viento que se
cuela por la puerta y el postigo y se dispone a saborear la magia que siempre
surge en las pláticas desde la fantasiosa imaginación de un par de campesinos
templados en el trabajo y los tropiezos de la vida. Esa tarde los dos hombres
estiran sus piernas flacas, encorvan la espalda, arriscan ojos y nariz,
comparten y encienden un poco de makuchi enrollado en rectángulos de papel
delgado y empiezan a sorber la deliciosa bebida color negro a falta de leche y
endulzada con piloncillo, soplando antes en previsión de una quemada de
paladar, lengua y garganta.
A la altura
de La Constancia –ha comenzado la plática y cada uno sorbe de su taza aquel
café negro con mucho cuerpo– entrando a la corriente de un río con agua
suficiente, sigilosas avanzan cinco figuras de cabellera lisa cayendo más allá
de los hombros. Quién sabe de dónde han salido. Es temprano de la noche y acaso
un par de mozalbetes avistan la pequeña comitiva. No son de la Misión, tampoco
de las tierras realengas, son unos desconocidos con vestimenta distinta a la
común, el taparrabo cubre casi hasta las rodillas, usan un camisón entre gris y
blanco; sol, viento y polvo dejan huella en sus cuerpos; en vez de huaraches
calzan mocasines, así les dice después el cura que se llaman; y cabestrean
sendas bestias, espigadas, con una cuerda en vez de freno y sin silla. Nunca
han visto indios parecidos y mucho menos oído porque no hablan, caminan medio
agachados y en silencio absoluto, avispados voltean a todos lados, como
buscando a alguien, pero no se detienen. Quizás siguen el curso del río,
adentro de la corriente, para no dejar huellas.
Callados,
los testigos se agazapan detrás de un cerco –va atrapando la mujer los detalles
de la conversación– y enfocan su mirada a la parte pedregosa del río donde van
los desconocidos. Resuellan sin hacer mucho ruido. Saben que si los descubren
pueden tener problemas y tienen miedo de un enfrentamiento en el que van a
salir perdiendo. Uno de ellos recuerda que en pláticas informales los viejos
refieren a estos personajes como de otra clase de indios, del norte,
peligrosos, peleoneros y bravos, unos indios que tenían por costumbre cortar el
cabello de la gente con todo y el cuero que cubre al cráneo. Así le ha pasado a
un par de españoles más allá de sus tierras, en lo que ahora se llama Río
Grande, un día que se retiran inconvenientemente de la casa en la búsqueda de
una docena de reses: no vuelven a verlos con vida. En una escena de tristeza
más que de susto, trabajadores del clan Cano de los Ríos descubren sus cuerpos
en las veredas de Betebachi, flechados, sin cabello y sin la piel de la cabeza.
Los tercian en las monturas y los bajan hasta la junta de aguas del Chomarisa y
el Serrano para velarlos antes de depositar sus restos en los terrenos de la
propiedad. Y de las vacas ni rastro.
A los dos
muchachos les ha entrado temor, mucho temor, por lo que siguen escondidos
alzando la cabeza nomás a la altura de los ojos. El miedo crece cuando uno de
los extraños voltea hacia donde ellos están, se queda mirando unos instantes
que parecen horas, se agacha, bebe agua y hace avanzar a su caballo
integrándose a la fila de los otros, que parecen fantasmas en la oscuridad. Los
muchachos respiran hondo sintiéndose aliviados y con la mayor de las
precauciones empiezan a alejarse recalando a sus casas.
La plática
se pone interesante, tanto que vuelve a llenar con café las dos tazas de los
contertulios. Hay muchas cosas que desconocen Dolores y Encarnación Asistido,
muchas cosas que ni siquiera imaginan. Paran oreja y no intervienen, es cosa
prohibida a las mujeres en aquellas latitudes machistas, y en muchas otras. Mejor
atizan las brasas, alternadamente acomodan unos leños encima, soplan y soplan
hasta que se aviva la llama en la chimenea mantecosa, relumbrando por tanto
hollín, y llenan de nuevo la olla para más café, que la noche de marzo es larga
y la desvelada promete.
Con la
misma cuchara de peltre, única en aquella cocina, comedor, sitio para guardar
cosas, tendedero de ropa lavada y sala de estar, van meneando su mezcla para
que enfríe un poco y para que el trocito de piloncillo se diluya en la bebida.
Es casi medianoche, la mujer lo sabe por la posición de las estrellas. Afuera
la oscuridad convierte todo en figuras sospechosas, la misma oscuridad que
asociada con la calma genera incertidumbre. Unos perros ladran lejos y el de la
casa tiene flojera para levantar el hocico y contestar, no quiere integrarse a
la tertulia canina para no perder detalle de las pláticas de adentro.
Entre sorbo
y sorbo la plática va dando un giro y se convierte en una sarta de soflamas. La
casera se da cuenta, disfruta, como pocas veces cose unas alas livianas a su
imaginación y la deja volar por los caminos referidos en el intercambio de las
aventuras. Aunque hay detalles que le suenan familiares, conocidos por lo que
oye en la casa de los Cano de los Ríos donde ayuda con la limpieza de patios y
cuartos. Aun así, las mujeres siguen pendientes y no intervienen para nada, no
interrumpen la concentración casi en trance de los dos hombres, que no sueltan
la tacita del café en lo que van degustando también la derrama de peripecias
del otro en turno.
Allí se
enteran que no sin pocas dificultades y con una tarde completa de pujidos María
Rita Quiterio ha parido a una criatura de siete meses en una tazolera casde
José Sumaca, y ya le llama por su nombre, que es Juachina Cresencia, que el
fraile no le ha echado el agua al producto dizque porque casi se ahoga con
tanto líquido sucio de la placenta, que la espera en la iglesia a los ocho días
para su bautizo nomás que lleve dos padrinos y una testiga y que la recién
nacida va a tener nombre mestizo, que si el que ha engendrado es desconocido
así va a escribirlo en el libro, qué le hace. En lo más escondido de su
sentimiento Encarnación Asistido se alegra bastante porque la descendencia
crece, ya que es familiar de la parturienta.
En el
chisme sale a relucir la desgreñada recíproca entre la teweke Cornelia Pompa y
la chabochi Bárbara Florencia por los amores de José Morquecho. Ha sido esa una
relación tormentosa y muy conocida por pública: sin descaro al sujeto le ha
dado por echar amor alternando a las dos al otro lado del río, por los potreros
y detrás de los cercos de piedra. Y de repente, indiferente y muy fresco a lo
que provoca, sin que nadie sepa se juye pa’ Umarisa con la Rafaila Gertrudis.
Escenas de pueblo muy comunes, aún ahora, aunque no todas a la vista de la
gente.
Que el cura
José María Castro sigue a bautice y bautice y bautice y que las amonestaciones
a los que quieren casarse se anuncian en las dominicas de cada ocho días. Son
esos días de fiesta y algarabía entre la parentela, de alboroto popular cuando
se trata de mestizos. Sacrifican una o dos vacas, contratan servidumbre entre
los pobres y rarámuri, invitan a las familias de cierta alcurnia y comen y
beben hasta la saciedad, ante la mirada casi perdida de la otra parte, la que hace
todo el trabajo para que los caseros y sus invitados estén contentos.
Naturalmente que son celebraciones que pasan inadvertidas cuando las parejas
son rarámuri. Cosas que se repiten, cosas que se siguen viviendo a causa de la
discriminación, solo por las diferencias en el patrimonio de los ricos y la
carencia de bienes de los pobres.
Se va
haciendo más noche. Los miles de puntitos diáfanos en el firmamento ya arropan
y hasta arrullan, el cansancio de los dos hombres puede más que la cauda de
chismes y la mujer siente quedarse a medias. Apuran su sexta taza de café y
Dolores, que únicamente se ha tomado tres, las coloca por allí, en cualquier
parte. Para que la visita se acueste avienta su dedo a un rincón señalando un
petate y una cobija negra de lana de borrego que sobresale entre varios
amasijos olorosos de yerbanís, laurel, manzanilla, istafiate y otras y ella se
lleva a su viejo al otro cuarto, dispuestos todos a esperar el amanecer, que
Encarnación Asistido ya ronca en el rincón opuesto. Pero ella quién sabe si
duerma porque se ha quedado, como suele pasar con todas las mujeres, con la
dulce tarea de procesar las informaciones.
Es víspera
de Señor San José y los chabochi han dejado correr como reguero de pólvora la
plática de los chamacos, la de la visión de unos indios extraños cruzando el
río. Como es de esperarse salen conjeturas de las más diversas y hasta
contradictorias. Claro que las dos versiones llegan distintas una de la otra:
han sido dos pares de ojos y un par de cabezas y cada quien ha dicho lo que ha
visto desde su particular forma de procesar la escena. Es que resulta habitual
que –en aquellos tiempos como en los actuales– los canales de la comunicación
siguen sufriendo por los mismos contaminantes: mientras uno le quita detalles
al suceso porque no los recuerda, otro le pone arrimadijos para mejor explicar
los acontecimientos.
Al cabo de
los días puede verse a Fray José María Castro sorbiendo su café de la mañana en
la puerta del curato. Es un café preparado antes de que amanezca y lo ingiere
para darse calorcito, que apenas avisa el frío su retirada en el año. Además,
es un convencido de que una o dos tazas en la mañana aclaran los pensamientos,
quitan las telarañas producidas por las desveladas involuntarias, despabilan a
las personas espantando el sueño que no se acaba de ir con la salida del sol y
abren el apetito. Seguramente intenta ordenar los informes que le van llegando
y que le cuentan las visitas que nomás a eso se dedican, a exagerar los
comunicados.
No sabe si
atenerse a la versión de veinte o treinta indios desconocidos montados en
briosos caballos, oscuros para no dejarse ver en la noche, plática que
desparrama el primero de los feligreses que llega a la iglesia con el chisme;
la de una decena de hombres corpulentos, de torso y espalda descubiertos y de
piel oscura cuyos taparrabos son más grandes que los que usan los rarámuri,
invento de unas mujeres muy conocidas en el pueblo porque siempre pecan de
comunicativas en extremo; hasta la información de una sola persona a pie, sin caballo,
agachándose para que nadie la vea, dejando ver en la banda que lleva por
cinturón un cuchillo que brilla por los reflejos de tantas y tantas estrellas,
dadivosas estrellas en el firmamento nonoavense de todos los tiempos.
El hombre
de la sotana sorbe despacio, el café está caliente y en la taza de aluminio,
que es su preferida, el calor se conserva más que en las de peltre. El sol
apenas va saliendo en aquel domingo de marzo espantando la frescura de la
madrugada, los charcos ya no amanecen congelados, la brisa del río sube por el
peñasco y penetra por los orificios de puertas y ventanas traspasando la gruesa
y muy gastada capa de color café del representante de la divinidad celestial en
un pueblo que apenas empieza a formarse como tal.
Una figura
extraña asomando desde el peñasco, detrás de la iglesia, atrae su curiosidad.
La mira, abre los ojos más que de costumbre, pero no la reconoce, no es de la
Misión, tampoco de las tierras realengas. El hombre de la vestimenta café
aparenta voltear su mirada a las pocas casas de su campo visual, simula buscar
a alguien más allá del atrio de su iglesia, aunque no hay nadie. Desde luego
que a donde mira de reojo es al peñasco, pero la figura aquella, que parece de
mujer, ha desaparecido. No da más importancia a la visión y entra al curato a
prepararse para la misa de nueve, en lo que espera que llegue el campanero.
Cuando está
listo para ordenar la tercera tanda de campanadas por poco y se va de espaldas:
en el marco de la puerta de la sacristía descubre a una mujer con piel oscura,
a la que nunca ha visto, definitivamente no es del pueblo. Tiene cara de
asustada, no habla castilla y como puede se hace entender: busca protección y
ejemplifica escondiéndose dos o tres veces detrás de la puerta, a lo que el
fraile entiende. En lo que juega, nervioso, a darle vueltas y vueltas a los
tres nudos de su cordón, le dice y con señas le indica que espere en ese sitio
con la puerta cerrada. Él entra a la iglesia, ordena a una decena de niños mestizos
y rarámuri y los acomoda en el coro para que entonen los cánticos que
pacientemente les ha enseñado, y la escasa feligresía, mitad chabochi y mitad
rarámuri, escucha con respeto el inicio de la misa en cuanto termina el último
toque de la campana.
El misterio
se descubre: la india ha escapado de cinco captores escondiéndose entre los
gatuños aprovechando la negrura de la noche, lo que explica la actitud
desconfiada del grupo de desconocidos en la mitad exacta del río cuyos únicos
testigos han sido dos chamacos que ni tardos ni perezosos han soltado la
noticia causando revuelo en las casas realengas y en la Misión. En terminando
la misa le ofrece algo de comer y la desconocida se queda en la casa cural
ayudando en las tareas domésticas.
A media
mañana, a quince días de su llegada, en ceremonia especial para bautismos queda
registrado en el libro correspondiente que “…Fray José María Zubiaux, cura
ynterino de Nuestra Señora de Monserrate de Nonuaba, baptiza en cuatro de abril
de un mil ochocientos y sinco a una párvula de la Nación Apache, de edad veinte
años más o menos, a quien pone por nombre María Josepha. Fueron padrinos el
cura Dn. José María Castro y Doña María Josepha Luera…” Es así que para su
sorpresa y atragantándose con el último buche de café negro y con los asientos
del fondo de la taza, Dolores y Encarnación Asistido viven esta historia a
resultas de un hecho más o menos verdadero.
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