Noticia de un fallecimiento
Por Giorgio Germont
“Esposa del presidente municipal de New
Bedford fallece…”
Aleksandr estaba a solas en su estudio
con el periódico dominical en las manos. A través del cristal se observaban las
exoras color violeta en plena flor. Karenina, la perrita Daschund, husmeaba con
el hocico el humus del jardín y de pronto se lanzaba encarrerada para ahuyentar
a las palomas que se posaban en la fuente. Esta escena pastoril ofrecía un dramático
contraste con los pensamientos que se agolpaban en la mente del capitán. No podía
retirar sus ojos de la nota en la sexta página del Boston Globe… “Esposa de presidente municipal fallece de apoplejía.”
Estaban los detalles de la hora del deceso, los familiares que la sobrevivían,
todeo eso. En la foto que acompañaba la nota, seis portadores del féretro salían
de una capilla; vestían ternos de color oscuro, sus caras largas y compungidas.
Guirnaldas de gladiolas blancas adornaban el ataúd. Aleksandr se negaba a aceptar
que dentro de esa vistosa caja de madera estaba de cuerpo presente su amada Ernestine.
Se negaba a reconocer la fría y pesada finalidad de su muerte. Se negaba a aceptar
que los pesados cortinajes de los siglos le cerraban los ojos y que su cuerpo
ya entraba en descomposición para ser banquete de gusanos. No había nadie a
quien pudiera darle un mensaje de duelo, nadie que pudiera compartir su gran
dolor. Le temblaban las manos. Se deshizo el moño de la corbata y se frotó el pecho
con la palma de la mano derecha, se le hacía un nudo en la garganta.
A pesar de que no se habían visto en más
de treinta años, Aleksandr estaba convencido que algún día se encontrarían de
nuevo. De hecho esperaba con ansia tener aquel encuentro placentero. Deseaba posar su mirada en los dulces ojos
almendrados de Ernestine. Mirar una vez más su sonrisa apacible,
su
nariz respingada. Añoraba ver el rostro de la mujer que quiso tanto. Había
imaginado por años cómo sería ese encuentro. Imaginó por ejemplo
que tal vez las nobles sienes de su adorada
se pintaban ya de
plata, como había ocurrido con las suyas propias.
Quería darse el gusto de ofrecerle
una sonrisa y abrirle sus brazos como si se hubieran visto apenas ayer. Demostrar que no le guardaba rencor
alguno. Recibirla efusivamente como si el tiempo se
hubiera detenido. Como si
estuvieran aún sentados en el jardín de la elegante casa de la
calle Olmo en New Bedford, como aquella noche
refrescada por la brisa del
mar mientras les servían el te. Cuando ella
pronunció las palabras que no olvidaría jamás. El
tiempo no había borrado de
su memoria aquella conversación.
Aleksandr estaba recién desembarcado de la expedición del
‘17 al Mar de Indonesia, recién graduado de la escuela naval. Vestía uniforme de
gala, las hombreras plateadas, el kepí negro. Era su primer asignamiento de
sub-almirante en un navío de gran calado, el buque “Wanderer”, bergantín de
tres mástiles y 38 metros de eslora.
Al regresar de su visita oficial a la capitanía
del puerto había encontrado en
su camerino una nota de un
puño y una letra femeninos, “Querido
Aleksandr. Hay algo que debemos hablar. Por favor ven a verme en cuanto puedas.
Ernestine”
Sus enseres estaban en cajas y la maleta a medio
deshacer. Caminaba al ritmo de los océanos, se tambaleaba después de un viaje tan largo. Aprestó su bastón para
salir. Afiló la navaja, se
dio un baño, se rasuró y se recortó el bigote antes de salir rumbo a la
mansión de la calle Olmo.
Tocó la puerta y Omar,
el mayordomo, abrió la puerta.
‘Pase usted, capitán, tome asiento.’ Le
tomó el sombrero y el bastón y le dio el pase a la sala de estar.
Un revuelo se
escuchó en las alcobas y unos leves
pasos descendieron por la doble escalinata
con balaustradas de madera de nogal.
―Aleksandr, querido, que gusto verte.
Se veía estupenda. En un vestido azul de
seda lo recibió con regocijo. Le ofreció su
mano, el rechazó la mano y le dio un abrazo afectuoso y varonil. Le musitó al oído, ‘Ernestine, que gusto
me da verte.’
Notó que sus mejillas perdieron el color, estaba nerviosa.
― Vamos al jardín ―le dijo, y le mostró el camino. Pasaron
entre unas macetas de geranios y las
ramas de los olmos junto al porche. Tomaron
asiento uno frente al otro. Él notó su agitación y le preguntó cautelosamente:
―¿Qué te pasa?, ¿qué asunto tan urgente quieres tratar conmigo?
Ernestine guardó silencio. Cerró
los ojos y respiró profundamente mientras el capitan contenía
el aliento. Se escuchó una voz muy temblorosa que dijo.
―No es posible
continuar nuestra relación… estoy
comprometida en matrimonio, me voy a casar con Bronsky.
La mirada de ella estaba fija en algo
que tenía en la palma de su mano. No
hubo respuesta por parte del capitán. El mundo
entero dio vueltas y todo se volvió un gran silencio. Las aves de pronto se callaron, la brisa del mar se
hizo sorda. Los labios de su amada repetían
las mismas palabras, pero él no escuchaba, solamente miraba esos
labios, esa boca que había besado tantas veces. Aleksandr no sabía
que Ernestine cargaba en su vientre un crío de Bronsky. Los labios decían:
―Me voy a casar, perdóname, me duele decepcionarte;
siempre te he querido, no soy capaz de
hacerte daño pero tengo que casarme con él.
Aleksandr ni siquiera había probado el
té cuando ya estaba de pie despidiéndose de Ernestine, la prometida de Bronsky.
Tomó su sombrero y el bastón.
―Espera…
Ella lo abrazó una vez mas y le deslizó
en la bolsa del saco un anillo que él le había obsequiado. No era un diamante,
era un pequeño zafiro, una primera promesa. Al abrazarlo le musitó al oído,
―Te quiero mucho, siempre te querré.
El capitán dio media vuelta y se alejó.
La tarde se había puesto encima un manto color de ladrillo.
El día de hoy había entre ellos dos un
abismo incomprensible de ausencia y separación. Este vacío tan pesado era más
sólido que la misma losa de mármol que cubría su tumba fría y resplandeciente.
Más permanente que el monumento que aprisionaba su féretro contra la tierra
húmeda recién escarbada. Aleksandr se preguntaba cómo era posible que su navío
hubiera perdido la brújula de tal manera. Cómo era posible que dos que se
amaban tanto pasaran sus vidas aparte.
Dio dos pasos y salió al jardín. Una
alondra lanzó un grito entre las nubes, él volteó hacia arriba y pensó que tal
vez era ella. Que Ernestine convertida en alondra había venido a decirle adiós.
El avecilla volaba en círculos sobre su cabeza. En su vuelo ágil y gracioso el
pajarillo piaba diciendo, ‘Adios mi amor, piensa en mí que yo jamás te
olvidaré.’
No había nadie que ofreciera consuelo a
un amante desgarrado. Nadie podría siquiera entender su luto por la pérdida de
Ernestine. Solo el silencio y un grito sordo en su corazón, solo el canto de
una alondra y el recuerdo de un beso. Un dulce adiós en los labios con sabor a
sal, hace ya muchos años.
Fragmento de mi novela inédita
ResponderEliminar"EL ANHELO DE OLGA"
QUE DELICIOSO EL PUERCO EN “KEFIR”
El día de la visita a San Vasily cuando David estaba observando a los cocineros preparando el puerco bañado en kéfir, Olga estaba reunida con un grupo de rusos. Estaba entre ellos Boris Rostov y una mujer americana, una Elena…algo así. Olga no captó bien el apellido de a dama. Era muy delgada, había sido attachee de la embajada canadiense en Moscú. Una tipa excéntrica un poco estilo hippie con su pelo muy largo y canoso lentes atados al cuello con un collar muy largo de piedras brillosas y una túnica de un color azul casi morado muy llamativa. Elena le preguntaba a Boris acerca de varias cosas relacionadas con Rusia, de su historia, la música y la literatura. Ella tenía mucha curiosidad en asuntos culturales. Boris no le contestó al principio, pero la hippie era muy insistente y no tuvo más remedio que atenderla. Dio la impresión al inicio que Boris le contestaba para dar final a una conversación que para él era un tema muy trillado. Boris hablaba, su monólogo trastabillaba sin rumbo, habló del kefir, del pan negro y luego hizo un alto en Moscú y el incendio del 1812, seguido por la cifra de soldados muertos en la batalla de Borodino y la sangre fría del general Kutuzov al engañar a Napoleón. Boris apuntó que a través de los siglos, Rusia como cultura había sido capaz de controlar la mayoría de los demonios que la acosaban. Lo definió todo diciendo. Es que la vida se vive en abonos. Hay muchos capítulos, ¿no es cierto? Vea usted a Rusia: Lo más importante que se debe de comprender es que para ser ruso, uno debe aprender a sufrir con la boca cerrada, en silencio. Aprender a soportar cualquier sufrimiento. Eso es lo que significa ser un ruso verdadero.
La mujer le preguntó:
—Boris. ¿A qué demonios es que se refiere, no a los demonios del infierno, no a Lucifer, verdad?
Boris se puso rojo y contestó:
—No. Primero estuvieron los zares y la servidumbre y las cortes y todos fueron arrasados. Y luego llegaron los bolcheviques, derramEse fue el discurso de Boris. Elena la curiosa, la mujer del vestido azul se quedó en paz al oír la explicación. Boris estaba muy interesado en tocar varios temas en privado con Olga pero se lo impidieron las circunstancias.
Fue Raiza quien le aclaró la situación en privado a Olga. Le aclaró que Boris estaba seguro que esa Elena en su disfraz de oveja, era en realidad una espía, tratando de indagar que se estaba tramando Boris con todas las llamadas y mensajes de texto en clave que le había detectado el FBI. O tal vez una agente doble enviada por rusia. Corría el rumor que ya le habían puesto precio a la cabeza de Boris. Fue en ese momento que el sacerdote los llamó a todos a comer. El padre dio su bendición a los alimentos y la cena dio comienzo. Efectivamente, el asado de puerco en kefir estaba delicioso.