Rosita Alvírez
Por Raúl Aníbal
Sánchez Vargas
Cuenta Suetonio sobre
el asesinato del divino Julio César: “Recibió veintitrés heridas, y solo a la
primera lanzó un gemido, sin pronunciar palabra. (…) Según testimonio del
médico Antistio, entre tantas heridas, solo la segunda, recibida en el pecho,
era mortal”. Como mi cultura popular es más basta que la clásica, y en general
soy un poco patarato, al leer estas líneas recordé de pronto las del no menos
divino Eulalio Gonzales “Piporro”, en El
corrido de Rosita Alvirez: “Rosita andaba de suerte, de tres tiros que le
dieron nomás uno era de muerte“.
El chiste se lo
debemos al bardo regiomontano, pero el corrido es más antiguo. Por fortuna
siempre hay un académico gringo que ya ha investigado toda clase de temas y ha
publicado algunos papers al respecto,
incluyendo algunos tan variopintos como “Chili con carne desde una perspectiva postcolonial
de género” o “Mezcalización del sotol en el noroeste de México, un
epistemicidio de masas”. Así que bastan un par de clicks en Google para enterarnos que el corrido de
Rosita Alvirez se remonta al año de 1835 y se hace eco de una noticia que
conmocionó a las buenas gentes de Saltillo, a saber, el asesinato a mansalva de
Rosita por un tal Hipólito, a causa de un desaire en la pista de baile. El
original es más misógino que la versión piporresca (ya bastante cargadita) y
termina admonitoriamente con las palabras de la madre de Rosita: "Ya
vistes, hija querida, por andar de pizpireta, te había de llegar el día".
Hay otro punto de
conexión entre Suetonio y el corrido, el de la premonición de la muerte y la
deliberada negligencia de la víctima. Dicen que a César el augur ciego Espurina
le había prevenido de un atentado durante la festividad de los idus de marzo y
que el emperador, llegado el día y mientras subía por las escalinatas del
senado, se burló del adivino llamándole falso profeta. “Han llegado los idus,
pero aún no se terminan”, contestó el vidente desde la multitud. Con menos
pompa y atendiendo a la necesidad sintética del corrido, la madre de Rosita
tiene un presentimiento, corazonada de madre al fin y al cabo, e intenta
detener a su rebelde hija antes de salir de casa, a lo que la muchacha, con
fatal resolución, responde muy orondamente: Mamá, no tengo la culpa que a mí me
gusten los bailes.
Sirva el ejercicio
anterior para dos cosas. La primera, que nadie conoce la hora de su muerte y
que aun sabiéndola se cree inmortal. La segunda, que las historias de los
emperadores y de los plebeyos, humanas como son, resultan siempre similares.
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