Espérame
en la Central Camionera
Por Giovana
Álvarez Cuéllar
Allí
estaba yo, llena de miedo, esos temores que te acongojan el alma, donde el
cuerpo tiembla para defensa propia; mi mente era un torbellino de preguntas. Él
quedó de venir por mí, dijo que vendría a las seis de la tarde, me llamó por
teléfono y dijo que lo esperará en la Central Camionera de la Ciudad de México.
Yo soy de provincia, él lo sabía. Sabía que la gente, la ciudad, el lugar me
eran hostiles.
Allá estuve
yo, esperándolo con su amigo, me dejó con él. Dijo que no tardaría y allí me
quedé, escuchando la vida de ese hombre: que vivió en La India, que si la
cultura, que si la comida, que si el té… lo oía mas no lo escuchaba; mis
pensamientos estaban con Marco, él prometió venir por mí a más tardar a las
ocho, que solo demoraría un par de horas. Y ya eran las once y media de la
noche. El frío me estaba carcomiendo tanto como el miedo, afuera llovía, esa
lluvia incesante, cielo gris tan lleno de incertidumbre como mi estancia en
esta ciudad enorme, gente por todos lados.
El
hombre que me acompañaba era amigable pero no lo conocía, no sabía quién era. Marco
quedó de venir por mí, pero ya habían pasado cinco horas y no llegaba.
El
hombre me dijo:
―Creo
que nuestro gran amigo se olvido de ti.
El
miedo me ahogaba cuando el hombre me dijo que tenía que irse, que no podía
llevarme a su casa, le era prohibido llevar una mujer. Lo comprendí, pero, qué
iba a pasar conmigo, qué pasaba con Marco: no respondía el celular, mandaba a
buzón.
Tenía
miedo, no traía dinero, solo una maleta y un par de prendas. De valor, solo mi
celular, que no estaba dispuesta a vender, pues era mi todo en ese momento de
angustia.
El
hombre se veía diminuto con la ropa floja que traía, se perdía entre la
chaqueta, entre su gorra, su rostro se escondía y sus lentes de botella tan
enormes, su ropa tan parca, tan sin gracia. No me daba la confianza. Marco me
dejó con ese hombre, qué iba hacer yo si el hombre se iba, qué iba hacer entre
ese mar de gente que iba y venía, no tenía dinero para regresarme, la pila de
mi celular se había agotado.
Le pedí
al hombre que me llevara con él, que por favor, que seguro Marco se comunicaría,
que para Marco yo era importante.
Contestó
que era imposible llevarme. Con una risa que me dio desconfianza me dijo que me
llevaría a un hotel en el centro de la ciudad. Le dije que no tenía dinero y me
respondió: no tengo el corazón para dejarte abandonada como lo hizo Marco.
Se me
hizo un nudo en la garganta, tenía mucho miedo. Marco me abandonó con un
extraño en medio de una multitud desconocida; ya iban a dar las doce de la
noche y no llegó nunca.
Salimos
de la Central de Autobuses del Norte. Hacía un frío infernal; yo venía de
provincia, una pequeña ciudad de playa, un lugar cálido, con sol; aquí era una
noche gris, lóbrega, con el chipi chipi que humedecía mi rostro, las pestañas tan
empapadas que el rimel se me corrió, la ropa se me pegaba al cuerpo, la blusa
de algodón mojada, los vaqueros ajustados empezaban a pesarme, las sandalias dejaban al desnudo mis
pies, ahora fríos; mi mochila era ligera pero la sentía tan pesada como el
sueño, quería llegar a una cama, sentirme segura, tener ropa seca, sentirme acogida.
Atravesamos
la avenida, era enorme, él me traía de la mano, seguro nos veíamos curiosos: él
tan pequeño y yo como espiga, flaca pero más alta que el hombre, y no porque
fuera yo alta, en realidad era bajita, pero con mi flacura y él tan pequeño.
Corrimos
y subimos la metro, iba casi vació, era más de la media noche, no sé en cuál
estación bajamos, nos fuimos corriendo y llegamos a un hotel de paso. El hombre
pagó el cuarto y ahí me dejó. Solo me dijo:
―Descansa,
mañana será otro día.
No
tenía su nombre ni su número, no sabía nada de él, aunque aprendí mucho de La
India y su rollo espiritual, los inciensos y esas cosas que no me importaban un
comino.
Subí al
cuarto, lo cerré con llave, puse a cargar el celular. Entré al baño, ni
siquiera exploré el cuarto como quizá en mis cinco sentidos lo hubiera hecho, soy cuidadosa por naturaleza como
todas las mujeres. Abrí la regadera y sentí el agua deliciosa deslizarse sobre
mi cuerpo frío, salía vapor, tomé el jabón y empecé a frotarme, me lavé el
cabello y estuve unos veinte minutos bajo la regadera.
Cuando
me bañaba oí gemidos, una pareja haciendo el amor. Después los gemidos
aumentaron, peticiones intensas de una mujer a su hombre. Trataba de desviar mi
atención, pero los gemidos eran intensos, empecé a exitarme. Quizá el agua que
estaba más fría que tibia endureció mis pezones, quizá el aroma del jabón
deleitó mis sentidos, no lo sé, el miedo que tenía se fue desvaneciendo y me vi
en el espejo del baño, el cuerpo desnudo, el agua deslizándose en la piel. Empecé
a tocarme los pechos, hacía tanto que no estaba así, sola en un cuarto,
desnuda.
En el
espejo me miraba: mis pechos como amapolas abriéndose, mi cuerpo caliente bajo
el agua que caía más fría que tibia, toqué mi sexo y empecé a frotarme, los
gemidos de la mujer eran tan intensos
como los míos.
Terminé
de bañarme, yo misma sorprendida por el suceso; no era algo que yo hiciera
regularmente, pero me gustó. Me sentí tan relajada, luego de todo el día de
angustia, de la tensión y el cansancio.
No
quise acostarme desnuda como siempre acostumbraba, me vestí, me puse mis pantalones
ajustados, mi otra blusa de algodón y me acosté. Me sentía un poco apenada
conmigo misma por el suceso tan lleno de erotismo y luego el miedo a invadirme
de nuevo. Vi mi celular: eran casi las dos de la mañana. Oía gemidos, oía
golpes con expresiones de gozo, azotes en la pared: sin duda era un hotel de
paso, de los que se ocupan para las caricias clandestinas… Qué carajos hacía yo
allí.
Por un
momento hasta llegué a pensar en que
quizá el hombre extraño quería prostituirme, o en que quizá era una
trampa de Marco. Las dudas, la incertidumbre me invadieron otra vez, pero mi
cuerpo estaba lánguido, la mente ya no estaba lúcida. Intenté dormir, estaba
realmente agotada.
De
pronto mi celular sonó: era Marco. Respondí mientras veía la hora: 2:45 de la
madrugada. Por fin llamaba.
Le
respondí con llanto, enojada, con esperanza. Sabía entonces que no se había
olvidado de mí, que no me había abandonado. Me dijo que su cuñado, que un
accidenta, que había tenido que auxiliarlo y que por eso ahí me dejó con el
hombre.
Me
indicó que le diera la dirección, que iría por mí. Respondí que no sabía dónde
estaba, que tenía mucho miedo. En el buró había una tarjeta, de inmediato le di
la dirección y teléfono del hotel, para que fuera por mí.
A Marco
apenas lo conocía; el hombre extraño me contó que era un hombre muy importante,
un promotor musical, que conocía mucha gente pudiente. Me mostró fotografías
que corroboran todo.
En el viaje
que hicimos de Puebla a México yo le conté de mí: que era periodista con una licenciatura,
que hablaba perfecto inglés, que tenía el porte para ser una periodista
reconocida, pero sobre todo que ya había hecho reportajes interesantes. Le
mostré mi trayectoria profesional, fotografías de mis reportajes, me dijo que
él podía ayudarme, que podía darme un estatus, que podía conectarme conocer en
sus redes sociales, en su página, en el periódico, que haría una rueda de
prensa, que solo me fuera con él para tener una entrevista y ver una agenda de
trabajo que me programaría y le creí, le creí a Marco.
No
podía mentirme, realmente en su fotos, su página, todo era real, tan real como
que me llamo Gabriela Badillo.
Tocaron
la puerta, aún tenía miedo, no había dormido nada, no había comido nada, me
sentía adormilada, mareada, como si mi cuerpo no me perteneciera. Pregunté que
quién era y oí la voz de Marco, de inmediato abrí y me lancé a sus brazos,
sentí al verlo que no me había abandonado, como lo había hecho mi padre.
Siempre
me he sentido abandonada, esa rara sensación que te da desasosiego en el alma,
ese vacío que te perturba todo el tiempo.
Pero
ahí estaba Marco: de piel oscura, una piel percudida donde no se define el
color; su rostro lo percibí de cerca por vez primera, su cara cacariza por al
acné que le dejó su juventud; él estaba abrazándome fuertemente, mi cuerpo a
punto de languidecer por el cansancio pero me sentía extraña en sus brazos,
sentía que esa no era yo, que la escena era a distancia, seguro no me
pertenecía.
No me
dijo nada, seguro me vio cansada, me pidió que me acostara, que él iba a cuidar
mi sueño, pero yo me sentía desconfiada. Sin embargo, mi cuerpo ya no
respondía, estaba en un sopor de cansancio, ese sopor donde los ruidos se van haciendo menos, donde los
aromas se dejan de percibir, era como entrar en los brazos del sueño, de la
muerte, no quería cerrar los ojos, tenía tanto miedo. Pero moría de sueño.
Calculé que eran como las tres, esa hora en que todo es más denso, pesado; a mi
cuerpo le hacía falta azúcar para estar despierto y no tenía ni sal ni azúcar,
ni agua, me sentía como flor marchita tirada en una cama entre los brazos quizá
de las espinas.
Entre
sueños, sentí que alguien bajaba mis pantalones ajustados, quería despertar de
mi sopor, pero no podía. El sueño me iba desapareciendo.
Giovana
Álvarez Cuéllar nació en 1979 en Hidalgo. Tiene una maestría en educación y escribe
un blog de facebook donde tiene una gran cantidad de lectores de sus hermosos
poemas y sus ingeniosos y entretenidos relatos.
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