El paso
de los cuatro kilómetros
Por
Jesús Manuel Camúñez
Conocía
a Leo, un hombre al que nadie quiere, al que todo mundo desprecia solo por
vagar por universos paralelos, coincidentes para muchos aunque muy pocos son
capaces de aceptarlos, simplemente lo toman como una experiencia extra normal.
Yo de
chiquillo platicaba mucho con él, aunque la mayoría de las veces no comprendía
su punto de vista; mis padres y la mayoría de las personas nos prohibían
frecuentarlo, pero yo me embelesaba en sus relatos fantásticos, miraba sus ojos
color café, navegando sus palabras montado en su viaje. Vivía todo un ensueño:
como aquella vez que llegué asustado, miró mi semblante, y dijo:
—Parece
que viste al diablo.
Le dije
que le tenía pavor a la oscuridad y también a estar solo. Escuchó sin verme,
pues con un palito dibujaba no sé qué sobre la tierra. Cuando terminé de
hablar, levantó la vista al cielo azul y tallándose la nariz con la mano
izquierda, me dijo:
—Hay
noches que se escapa el sueño y el ojo pelón mira cosas, pero no en todas
partes andan los espantos. Solo donde les gusta para vivir.
Me vio
a los ojos muy brevemente y continuó:
—Cuando
levantaron la cosecha en La Junta, yo tenía doce años. Una tarde mi padre dijo
que tenía que quedarse a dormir para cuidar el frijol y el maíz, pues no había
forma de llevárnoslo ese día; yo muy valiente me ofrecí a quedarme, qué me
puede pasar, ya estoy grande.
Mi
padre aceptó. Me dijo:
—En la
paja del frijol has un hueco para que no te cale el frío.
Y sin
más decir, se fue.
Prendí
una lumbre y calenté las gordas de maíz rellenas de frijoles; cené muy rico,
muy animado. Me sentía libre y autónomo, pero al llegar al ocaso empezó el
sufrimiento.
El
croar de las ranas, el ruido de los grillos, cigarras y quién sabe cuántos
animales más empezaron a mellar mi valor y un miedo terrible me invadió. Me
hundí en el hueco de la paja, me tapé las orejas y empecé a silbar; pero nada
de cuanto hiciera logró calmar mi pánico: Sin chamarra salí corriendo, quería
estar en casa. Había luna llena y una que otra nube. Con pasos acelerados y mi corazón a toda
marcha agarré la vereda, no me importó pasar cerca de la casa de la bruja de
Cantarranas, yo quería estar en casa. Así con paso largo y respirando
agitadamente llegué a ese lugar que le dicen El Respaldo, donde a los choferes
que salen de noche una viejita vestida de blanco se les sube al estribo del
camión y luego se sienta junto a ellos. Ya van algunos que se van al
desfiladero y le echan la culpa a la viejita. Los que murieron tenían la cara
llena de espanto.
Eso
dicen los que vieron eso, pobres hombres —agregó Leo.
Se
rascó la barbilla y se quedó callado, quieto, como pensando no sé qué.
Aproveché para levantarme y darme una estirada, Leo volteó y como que
olfateando el aire, luego siguió rascando la tierra. Se escuchaba el cantar del
aire peinando las ramas de los pinos y jugado con las hierbas y matorrales, la
tarde estaba quieta, una que otra ladrada de perros y un motor rugiendo entre
las montañas; Leo volteó y clavó sus ojos café en los míos como si quisiera
entrar en mi cabeza, después prosiguió con su voz inquieta:
—Después
de lo que voy a platicarte, a lo mejor tú también me llamas loco, pero qué más
da. No me importa.
Movió
sus ojos de un lado a otro como buscando algo, respiró profundo y siguió con su
relato:
Esa
noche, cuando llegué a El Respaldo, las nubes eran más grandes y de repente
tapaban la luna y la noche se hacía de susto. El aire aullaba entre los
peñascos, me acordé de la viejecita de blanco y me entró un temblor por todo el
cuerpo y sentí que me jalaban los pelos de la nuca. Podía regresar un poco y
continuar por el camino de piedra pesada, al rancho de Los Murillo, pero los
perros eran muy bravos y estaba muy largo el rodeo. Así que me armé de valor y
me ajusté el sombrero. Aprovechando la luz de la luna empecé a caminar con unos
pasotes los más largos que podía y para darme valor empecé a chiflar La Cucaracha.
Apenas había caminado unos veinte metros, me sorprendieron unos pasos a mi
espalda, volteé lo más rápido posible para sorprender al bromista, pero nada
había, tal vez mi corazón, pensé, y me sentí contento de no ver nada.
Seguí
con mi silbar y mis pasos largos, entonces empezó lo bueno. Cada paso que daba,
a cada paso, escuchaba algo tras de mí. Volví a parar la marcha y me di valor
para voltear, de seguro ahora sí voy a ver a la viejecita, pensé. Pero luego me
acordé del gran tesoro que nadie había encontrado hasta entonces; empezó a dar
vuelta en mi pensamiento la idea del tesoro y me di la vuelta, no había nada, yo
era el único ser vivo. Me animé y grité:
—¿Eres
de este mundo o un ánima en pena? ¡Manifiéstate!
Parecía
que tenía raíces, mi corazón latía como tambor; sentí las manos mojadas por el
sudor, la garganta seca, seca, solo el eco de mis palabras.
Nada ni
nadie apareció.
—¡Ave
María purísima! —exclamé entre dientes— ¡Dios me ampare!
Me di
vuelta y empecé a caminar y los pasos no dejaban de seguirme. No sentía mi
sombrero, mis pasos eran robóticos, acalambrados por el miedo y en mi cabeza
una frase:
—No
voltees, no es nada.
Repitiendo
eso una y otra vez logré cruzar los cincuenta metros más terroríficos de mi
vida.
En
cuanto llegué a la curva arriba, pensé en correr y correr, alejarme de esos
pasos sin cuerpo. Pegué el primer brinco y curiosamente estaba corriendo en el portal
de mi casa, qué raro, no había recorrido los cuatros kilómetros que hay desde
El Respaldo hasta mi casa.
El
portal era de madera y mis pasos hicieron un ruido terrible; se levantó mi
padre apurado y en calzones, descalzo pero con la carabina en la mano.
—¿Quién
fregados anda ahí?
—¡Pos
yo! —le contesté. No conocí mi voz, como si hubiera hablado otro.
—¿Qué
pasó, por qué te viniste? —dijo con el ceño fruncido. —Ni los perros ladran,
¿pos por dónde venías, pues?
Cuando
me preguntó esto me volví a sacudir del miedo, entonces le platiqué todo el
susto de El Respaldo. Por supuesto que no me creyó.
—Solo
Dios puede dar un paso tan grandote —me dijo—. Ya vete a dormir, a ver si no se
comen el frijol las vacas.
Ya en
la cama empecé a pensar en todo, principalmente en el brinco de cuatro
kilómetros ¿qué pasó en ese pedazo de camino?
Hasta
la fecha recuerdo dar el brinco más grande de mi vida, dice don
Antonino que me encogió el miedo. Lo que sí me amoló la vida es que nadie me creyó nada, ni mi padre, ni mi madre, ni el cura del pueblo, nadie, a lo mejor ni yo me lo creo ya. Menos me vas a creer tú.
Antonino que me encogió el miedo. Lo que sí me amoló la vida es que nadie me creyó nada, ni mi padre, ni mi madre, ni el cura del pueblo, nadie, a lo mejor ni yo me lo creo ya. Menos me vas a creer tú.
Se
levantó de repente como si tuviera resortes y con pasos largos se fue rumbo El
respaldo.
Pobre
Leo, Yo sí le creí, porque también me han pasado cosas raras, nomás que no las
platico, no vaya a ser que me juzguen como a Leo y
también me boten al mundo como a los perros cuando ya no les causa gracia a su
dueño. Ha de sentirse feo, pienso yo.
Jesús
Manuel Camúñez Ochoa nació el 8 septiembre 1955 en Cahuizore, Municipio de
Ocampo, Chihuahua. Estuidió en la Escuela Secundaria Abraham González, en
Saláices, Chihuahua. Participó como cuentero en el Encuentro Internacional de
Cuenta Cuentos en Guadalajara, en 1989, en la Tercera Feria Internacional del
Libro de Guadalajara, FIL. Participó en Yucatán en 1990 como cuentero en el
Segundo Encuentro de Asnacc (Asociación Nacional de Cuenta Cuentos), en el
Aniversario de la Fundación de la Ciudad de Mérida, Yucatán. Se dedica a dar
conferencias y espectáculos de Cuentero en Valle de Allende Chihuahua, donde
actualmente radica. Como cuentista, ha publicado relatos y cuentos en la
revista literaria Azar y en los
suplementos Letras al margen, de El
Heraldo de Chihuahua y en Aura y ProLogos, del periódico Novedades de Chihuahua.
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