miércoles, 17 de abril de 2019

Jesús Manuel Camúñez. El paso de los cuatro kilómetros

El paso de los cuatro kilómetros

Por Jesús Manuel Camúñez

Conocía a Leo, un hombre al que nadie quiere, al que todo mundo desprecia solo por vagar por universos paralelos, coincidentes para muchos aunque muy pocos son capaces de aceptarlos, simplemente lo toman como una experiencia extra normal.
Yo de chiquillo platicaba mucho con él, aunque la mayoría de las veces no comprendía su punto de vista; mis padres y la mayoría de las personas nos prohibían frecuentarlo, pero yo me embelesaba en sus relatos fantásticos, miraba sus ojos color café, navegando sus palabras montado en su viaje. Vivía todo un ensueño: como aquella vez que llegué asustado, miró mi semblante, y dijo:
—Parece que viste al diablo.
Le dije que le tenía pavor a la oscuridad y también a estar solo. Escuchó sin verme, pues con un palito dibujaba no sé qué sobre la tierra. Cuando terminé de hablar, levantó la vista al cielo azul y tallándose la nariz con la mano izquierda, me dijo:
—Hay noches que se escapa el sueño y el ojo pelón mira cosas, pero no en todas partes andan los espantos. Solo donde les gusta para vivir.
Me vio a los ojos muy brevemente y continuó:
—Cuando levantaron la cosecha en La Junta, yo tenía doce años. Una tarde mi padre dijo que tenía que quedarse a dormir para cuidar el frijol y el maíz, pues no había forma de llevárnoslo ese día; yo muy valiente me ofrecí a quedarme, qué me puede pasar, ya estoy grande.
Mi padre aceptó. Me dijo:
—En la paja del frijol has un hueco para que no te cale el frío.
Y sin más decir, se fue.
Prendí una lumbre y calenté las gordas de maíz rellenas de frijoles; cené muy rico, muy animado. Me sentía libre y autónomo, pero al llegar al ocaso empezó el sufrimiento.
El croar de las ranas, el ruido de los grillos, cigarras y quién sabe cuántos animales más empezaron a mellar mi valor y un miedo terrible me invadió. Me hundí en el hueco de la paja, me tapé las orejas y empecé a silbar; pero nada de cuanto hiciera logró calmar mi pánico: Sin chamarra salí corriendo, quería estar en casa. Había luna llena y una que otra nube.  Con pasos acelerados y mi corazón a toda marcha agarré la vereda, no me importó pasar cerca de la casa de la bruja de Cantarranas, yo quería estar en casa. Así con paso largo y respirando agitadamente llegué a ese lugar que le dicen El Respaldo, donde a los choferes que salen de noche una viejita vestida de blanco se les sube al estribo del camión y luego se sienta junto a ellos. Ya van algunos que se van al desfiladero y le echan la culpa a la viejita. Los que murieron tenían la cara llena de espanto.
Eso dicen los que vieron eso, pobres hombres —agregó Leo.
Se rascó la barbilla y se quedó callado, quieto, como pensando no sé qué. Aproveché para levantarme y darme una estirada, Leo volteó y como que olfateando el aire, luego siguió rascando la tierra. Se escuchaba el cantar del aire peinando las ramas de los pinos y jugado con las hierbas y matorrales, la tarde estaba quieta, una que otra ladrada de perros y un motor rugiendo entre las montañas; Leo volteó y clavó sus ojos café en los míos como si quisiera entrar en mi cabeza, después prosiguió con su voz inquieta:
—Después de lo que voy a platicarte, a lo mejor tú también me llamas loco, pero qué más da. No me importa.
Movió sus ojos de un lado a otro como buscando algo, respiró profundo y siguió con su relato:
Esa noche, cuando llegué a El Respaldo, las nubes eran más grandes y de repente tapaban la luna y la noche se hacía de susto. El aire aullaba entre los peñascos, me acordé de la viejecita de blanco y me entró un temblor por todo el cuerpo y sentí que me jalaban los pelos de la nuca. Podía regresar un poco y continuar por el camino de piedra pesada, al rancho de Los Murillo, pero los perros eran muy bravos y estaba muy largo el rodeo. Así que me armé de valor y me ajusté el sombrero. Aprovechando la luz de la luna empecé a caminar con unos pasotes los más largos que podía y para darme valor empecé a chiflar La Cucaracha. Apenas había caminado unos veinte metros, me sorprendieron unos pasos a mi espalda, volteé lo más rápido posible para sorprender al bromista, pero nada había, tal vez mi corazón, pensé, y me sentí contento de no ver nada.
Seguí con mi silbar y mis pasos largos, entonces empezó lo bueno. Cada paso que daba, a cada paso, escuchaba algo tras de mí. Volví a parar la marcha y me di valor para voltear, de seguro ahora sí voy a ver a la viejecita, pensé. Pero luego me acordé del gran tesoro que nadie había encontrado hasta entonces; empezó a dar vuelta en mi pensamiento la idea del tesoro y me di la vuelta, no había nada, yo era el único ser vivo. Me animé y grité:
—¿Eres de este mundo o un ánima en pena? ¡Manifiéstate!
Parecía que tenía raíces, mi corazón latía como tambor; sentí las manos mojadas por el sudor, la garganta seca, seca, solo el eco de mis palabras.
Nada ni nadie apareció.
—¡Ave María purísima! —exclamé entre dientes— ¡Dios me ampare!
Me di vuelta y empecé a caminar y los pasos no dejaban de seguirme. No sentía mi sombrero, mis pasos eran robóticos, acalambrados por el miedo y en mi cabeza una frase:
—No voltees, no es nada.
Repitiendo eso una y otra vez logré cruzar los cincuenta metros más terroríficos de mi vida.

En cuanto llegué a la curva arriba, pensé en correr y correr, alejarme de esos pasos sin cuerpo. Pegué el primer brinco y curiosamente estaba corriendo en el portal de mi casa, qué raro, no había recorrido los cuatros kilómetros que hay desde El Respaldo hasta mi casa.
El portal era de madera y mis pasos hicieron un ruido terrible; se levantó mi padre apurado y en calzones, descalzo pero con la carabina en la mano.
—¿Quién fregados anda ahí?
—¡Pos yo! —le contesté. No conocí mi voz, como si hubiera hablado otro.
—¿Qué pasó, por qué te viniste? —dijo con el ceño fruncido. —Ni los perros ladran, ¿pos por dónde venías, pues?
Cuando me preguntó esto me volví a sacudir del miedo, entonces le platiqué todo el susto de El Respaldo. Por supuesto que no me creyó.
—Solo Dios puede dar un paso tan grandote —me dijo—. Ya vete a dormir, a ver si no se comen el frijol las vacas.
Ya en la cama empecé a pensar en todo, principalmente en el brinco de cuatro kilómetros ¿qué pasó en ese pedazo de camino?
Hasta la fecha recuerdo dar el brinco más grande de mi vida, dice don
Antonino que me encogió el miedo. Lo que sí me amoló la vida es que nadie me creyó nada, ni mi padre, ni mi madre, ni el cura del pueblo, nadie, a lo mejor ni yo me lo creo ya. Menos me vas a creer tú.
Se levantó de repente como si tuviera resortes y con pasos largos se fue rumbo El respaldo.
Pobre Leo, Yo sí le creí, porque también me han pasado cosas raras, nomás que no las platico, no vaya a ser que me juzguen como a Leo y también me boten al mundo como a los perros cuando ya no les causa gracia a su dueño. Ha de sentirse feo, pienso yo.




Jesús Manuel Camúñez Ochoa nació el 8 septiembre 1955 en Cahuizore, Municipio de Ocampo, Chihuahua. Estuidió en la Escuela Secundaria Abraham González, en Saláices, Chihuahua. Participó como cuentero en el Encuentro Internacional de Cuenta Cuentos en Guadalajara, en 1989, en la Tercera Feria Internacional del Libro de Guadalajara, FIL. Participó en Yucatán en 1990 como cuentero en el Segundo Encuentro de Asnacc (Asociación Nacional de Cuenta Cuentos), en el Aniversario de la Fundación de la Ciudad de Mérida, Yucatán. Se dedica a dar conferencias y espectáculos de Cuentero en Valle de Allende Chihuahua, donde actualmente radica. Como cuentista, ha publicado relatos y cuentos en la revista literaria Azar y en los suplementos Letras al margen, de El Heraldo de Chihuahua y en Aura y ProLogos, del periódico Novedades de Chihuahua.

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