Compañero del Sol
Por Rosario Martínez
El
muchacho corre con su sombra al lado. Sus pies descalzos se incendian con la arena del desierto, juega a
las carreras con las lagartijas. Quiere llegar hasta su
columpio. Es mediodía y se dirige al cementerio de autos, el calor del paisaje lo
descubre solitario y lo aísla, el mundo es todo suyo.
El sol juega a las vencidas con el
muchacho, lo agobia y lo persigue cuando corriendo regresa a su casita de
adobe. Tiene tres cuartos de tierra seca y desmoronada. Llega hasta el último
cuarto, agradece a su acompañante que se quede afuera. Penetra en la suave
penumbra del hueco bajo la cama, se estira cuanto puede y da con su pequeño
tesoro, ovalada y fresca encuentra una pequeña sandía, la parte y come a
grandes bocados saciando su sed; es dulce, roja y jugosa, saborea su corazón
fragante y exquisito, se devora un sol en miniatura. Toma unos minutos de
reposo. Se tumba en el piso de tierra apisonado y húmedo que su madre enjarra muy de cuando en cuando, tiene que cuidar el agua acarreada
desde un pozo lejano en una carreta jalada por un burro.
Contempla el techo de vigas. En una
esquina está una mesa, ahí descansa un quinqué con una bombilla panzona y
tiznada como enorme luciérnaga de cristal y humo, por la noche habrá de
convertirse en el protagonista de la luz dentro de esa
casa perdida en el fin del mundo, amparándolos bajo sus muros amasados de sol y
tierra.
El sol lo aguarda junto a la
ventana. El muchacho toma un balde de plástico, desafía al gigante de fuego con
imprudencia infantil y arrogancia de hombre.
Corre con el balde en la mano, el desierto lo
espera. Llega a la falda de la loma. Aprisionado bajo un montón de piedras está
el cartón de la caja en la que su padre llevó hace tiempo unos víveres, su
madre se alegró mucho, la oyó cantar mientras guardaba con esmero el contenido de la caja:
frijol, café, azúcar y arroz.
Inicia el ascenso, en una mano lleva el
balde y con la otra sostiene el cartón por encima de su cabeza, recorre el
panorama con mirada alerta por si descubre pitayas. Se pone a
jugar, sentado sobre su cartón se
desliza loma abajo. El viento le espanta el calor con manotazos que se enfrían en
su rostro mojado
por el sudor, ríe levantando los brazos victorioso.
A lo lejos distingue unas manchitas rojas, es una frondosa biznaga con varias
pitayas. Visto de lejos es un puntito que vibra
en la tarde de verano. Mira en lo alto a las auras, vuelan en círculos descendentes hasta llegar a
su festín, las imita, da vueltas con los
brazos abiertos mientras ríe con desparpajo. Después se monta encima del cartón, con el balde
asegurado entre sus brazos emprende el veloz descenso, aterriza y asegura su
alfombra voladora bajo un montón de piedras.
Va en busca de su patio de juegos
particular, se dirige al cementerio de autos, son solo calaveras de lámina
acumuladas en la orilla del lugar. Llega hasta un ocotillo colmado de espinas,
arranca una flor y absorbe su miel, la arroja, se marchita tan solo tocar la arena. Unas
hormigas se acercan, se prepara para huir, la última vez que le picó una duró
con el pie ardoroso varias horas mientras su madre amasaba un puñado de tierra
lodosa, machacando con una piedra un diente de ajo y unas hojas para
usarlo como cataplasma.
Observa atento, la mano es un débil filtro
para el enceguecedor brillo del sol del desierto, más allá la carretera de
polvo hecha serpiente se arrastra sin llegar a ningún lado.
Son morados a la distancia los
cerros que ve. En ese momento la tierra es clara, en la noche será oscura, cuando los zumbidos de los mosquitos y el
insoportable calor le harán difícil dormir, hasta que contemple el magnífico esplendor del cielo decorado con innumerables destellos.
Brinca sobre su sombra que le persigue
tenaz. Lo acompaña mientras vuela sobre la arena el monótono canto de las
cigarras, es el sonido constante de su infancia,
también el de las torcazas, ambos conforman la sinfonía soporífera del
medio día, estas no tienen la elegancia de las golondrinas vestidas de traje
negro y corbata amarilla sobre su grácil cuerpo, anidan en las vigas
sobresalientes del techo. Comparten el mismo espacio en el fin del
mundo. El sol acaricia con sus fulgurantes rayos a su compañero más
querido.
Llega a su destino, el cementerio
de autos. Una puerta desvencijada se azota suavemente, silbando un discreto
chirrido al hacerlo, forma parte del patio de recreo del desierto.
Trepa al volante, el auto aún conserva
el techo, algunos hilachos de tela y cuero cuelgan y se mecen, el aire corre
caliente y sofocante, seca el sudor de su rostro moreno, el desierto le
acaricia la cabeza con su mano cálida y le alborota su cabello, sus ojos,
estrellas diurnas, brillan alborozados. Se coloca sentado en el centro, sus
piernecitas cuelgan, sus manos aferran su recompensa a la travesía. Inicia su
rítmico vaivén. Es un círculo que oscila. Es un columpio triunfante en su mente
de niño, es el juego que tiene en su mundo desierto.
Rosario Martínez es
maestra y escritora, tiene estudios de licenciatura en lengua y literatura y
maestría en educación. Obra publicada: El
aniversario y otros cuentos (Tintanueva Ediciones 2014), Antologada y
publicada en: La página trenINSOMNE
de Argentina, la página web Escritoras
Mexicanas (2018), revista Elipsis,
Colombia 2018, revista digital de Argentina De
amor, locura y muerte 2018, Ojos
Verdes Ediciones, Murcia España 2018, Ediciones
Lulú CdMx 2017 y Tintas del desierto
SEECH ICHICULT 2011. Pertenece a la Antología de escritoras chihuahuenses Mukíra íchari
No hay comentarios:
Publicar un comentario