martes, 2 de abril de 2019

Sally Ochoa. El embrujo

El embrujo

Por Sally Ochoa

Esteban tomó el sobre blanco y de un tirón rompió una esquina, rasgando el papel con desesperación casi malsana. Sacó la hoja amarillenta que esperaba en el interior perfectamente doblada, como todas las demás; la acercó a su rostro y aspiró el aroma dulce del perfume de flores que acompañaba las palabras, escritas casi siempre de prisa y con la misma desesperación que él las leía.
Imaginaba aquella mano que las escribía y no podía más que llorar en silencio y pedirle a ese Dios, que en algún lugar estaría, aunque no sabía si creer o dejar de hacerlo, que nunca dejaran de llegar. No podía pensar en el día que eso sucediera. No quería imaginarlo. Porque aunque no tenía ni dirección ni oriente, sí tenía la seguridad que “ella” estaba en algún sitio; en alguna parte del mundo lo respiraba, lo sentía y lo amaba y él a ella también y prefería eso a la resignación y el olvido.
Los años se le habían ido entre las manos como el agua que ahora escurría y atravesaba el cielo de abajo a arriba en franco desacato, o como los mustios rayos de sol, que a veces, solo a veces, se atrevían a colarse por su ventana.
Había vivido todo ese tiempo en una realidad a medias, esperando siempre que un día, sin previo aviso, ella apareciera. Pero la espera se volvía cada vez más larga, más lenta y dolorosa; le había arrancado ya la mitad de su pelo y del brillo de los ojos y a cambio le había entregado en comodato indefinido un par de kilos, seis arrugas rebeldes, un número más en la cifra del colesterol y el fantasma de un amor ausente y miserable; no podría decirse que inconcluso o perdido, porque estaba con él a toda hora, acariciándole el recuerdo con su voz de poeta, hablándole al oído en las tardes de duda existencial, durmiendo a su lado aún en los brazos de diario o en los prohibidos, porque ninguno de los dos podía arrancarle de la mente sus palabras; esas que ella le decía y que le tenían cautiva la existencia como un embrujo eterno para el que no había cura.
Siempre era ella la que estaba allí, donde sus días empezaban y sus noches se iban. Era ella la que entraba y salía por sus heridas todos los jueves, cuando sus cartas desgranaban las palabras de amor y le hacían pensar que aún estaba vivo y que quería coserse la resignación al alma como una marioneta, o salir a buscarla hacia ninguna parte pero le era imposible porque la realidad tenía un custodio permanente en cada puerta.
¿Cómo la buscaría después de todo?, se preguntaba, si no tenía idea siquiera de su nombre; antes la llamó Mercedes y ahora la llamaría Miseria, porque era lo único que le ocasionaba pensarla y saberla ausente.
Tomó la carta y la sintió distinta, como si el papel le quemara la piel tan solo al roce; miró las palabras dispersas y encontró la tinta desgastada, borrada a veces, como si fuera solo cuestión de segundos para desaparecer. Leyó de prisa, atragantándose las culpas, los miedos y los arrepentimientos, jurándose poner punto final a tanta espera.
“Siempre supe que el hombre de mi vida tendría tus ojos, tus mismos ojos; esos que yo amo por la forma en que miran, en que se asombran y lo descubren todo, en que recorren el mundo. Esos ojos los amo más que a nada, más que nadie me importan; tus labios, tu pelo, todo tú eres lo que quiero.
“Habré de morir en un instante y te llevaré conmigo en un suspiro; que no saldrá al viento porque irá unido al alma. Habré de morir, amor, y justo en ese momento, estaré pensando en ti. No como lo he hecho hasta hoy. Lo haré distinto. Te pensaré como una luz que iluminó mis noches, como el porqué que le dio sentido a mis años, como el todo de una vida que ahora se apaga. Te dejaré una palabra por cada día de ausencia y una lágrima al final de estas letras para que sepas el momento justo en que el destino me cobre cualquier deuda.
“He tenido que irme porque quedarme allí hubiera sido un desatino. No tenía derecho ni razón, solo este amor que me ha costado la cordura. He tenido que ser apenas un bosquejo para que no me notes cuando he pasado junto a ti. Lo he hecho un par de veces, y no me has visto, porque ahora soy como una especie de fantasma errante. Amor, yo no he hecho más que amarte. Quererte como un desesperado en la distancia, sediento de tus labios y de ese beso que la espera ha marchitado. Todo este tiempo te he extrañado como se extraña el aire o la luz en un rincón oscuro y sin ventila, la libertad en cautiverio sin motivo o la paz, cuando la guerra en tu interior no te da tregua.
“Estoy muriendo amor en otros brazos, si es que pudiésemos decir que el abandono tiene algunos; y sin embargo siento que son los tuyos y que en ellos me pierdo y me voy elevando suavemente hacia tu rostro en sepia que aguarda por mi muerte en un cajón invadido por la polilla de estos cincuenta años… Aquí estoy ya, lista, para dejar esta prisión sin rejas que diez lustros me ha tenido cautiva. Allí voy rumbo a ti.”
Esteban no pudo continuar la lectura; sintió una asfixia repentina que lo dejó paralizado mientras una fuerza invisible le presionaba el pecho para sacar de su interior su esencia. Duró apenas unos minutos; luego, el cuerpo de Esteban ya vacío, se diluyó sobre el piso. Afuera mientras tanto, el sol y la luna se convertían en uno solo.
Febrero 2013



 
Sally Ochoa es licenciada en filosofía y maestra en periodismo, graduada de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene una trayectoria de 18 años en medios de comunicación, ha trabajado en radio, televisión, medios digitales e impresos. Además de sus textos impresos, su obra poética y narrativa, ha sido publicada en revistas digitales: Mujer Latina Today, Escritoras Mexicanas, La Conexión USA y Revista Monolito, entre otras. Es autora de los libros: Entre las sombras, Los ojos de la luna, Lágrimas de barro, Flores de un paraíso perdido, El canto de las brujas, Valkiria, Alas robadas y Sobreviviente.

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