El embrujo
Por Sally
Ochoa
Esteban tomó el sobre blanco y de un tirón rompió una esquina, rasgando el papel con desesperación casi malsana. Sacó la hoja amarillenta que esperaba en el interior perfectamente doblada, como todas las demás; la acercó a su rostro y aspiró el aroma dulce del perfume de flores que acompañaba las palabras, escritas casi siempre de prisa y con la misma desesperación que él las leía.
Imaginaba
aquella mano que las escribía y no podía más que llorar en silencio y pedirle a
ese Dios, que en algún lugar estaría, aunque no sabía si creer o dejar de
hacerlo, que nunca dejaran de llegar. No podía pensar en el día que eso
sucediera. No quería imaginarlo. Porque aunque no tenía ni dirección ni
oriente, sí tenía la seguridad que “ella” estaba en algún sitio; en alguna
parte del mundo lo respiraba, lo sentía y lo amaba y él a ella también y
prefería eso a la resignación y el olvido.
Los años se
le habían ido entre las manos como el agua que ahora escurría y atravesaba el
cielo de abajo a arriba en franco desacato, o como los mustios rayos de sol,
que a veces, solo a veces, se atrevían a colarse por su ventana.
Había vivido
todo ese tiempo en una realidad a medias, esperando siempre que un día, sin
previo aviso, ella apareciera. Pero la espera se volvía cada vez más larga, más
lenta y dolorosa; le había arrancado ya la mitad de su pelo y del brillo de los
ojos y a cambio le había entregado en comodato indefinido un par de kilos, seis
arrugas rebeldes, un número más en la cifra del colesterol y el fantasma de un
amor ausente y miserable; no podría decirse que inconcluso o perdido, porque
estaba con él a toda hora, acariciándole el recuerdo con su voz de poeta,
hablándole al oído en las tardes de duda existencial, durmiendo a su lado aún en
los brazos de diario o en los prohibidos, porque ninguno de los dos podía
arrancarle de la mente sus palabras; esas que ella le decía y que le tenían
cautiva la existencia como un embrujo eterno para el que no había cura.
Siempre era
ella la que estaba allí, donde sus días empezaban y sus noches se iban. Era
ella la que entraba y salía por sus heridas todos los jueves, cuando sus cartas
desgranaban las palabras de amor y le hacían pensar que aún estaba vivo y que
quería coserse la resignación al alma como una marioneta, o salir a buscarla
hacia ninguna parte pero le era imposible porque la realidad tenía un custodio
permanente en cada puerta.
¿Cómo la
buscaría después de todo?, se preguntaba, si no tenía idea siquiera de su
nombre; antes la llamó Mercedes y ahora la llamaría Miseria, porque era lo
único que le ocasionaba pensarla y saberla ausente.
Tomó la
carta y la sintió distinta, como si el papel le quemara la piel tan solo al
roce; miró las palabras dispersas y encontró la tinta desgastada, borrada a
veces, como si fuera solo cuestión de segundos para desaparecer. Leyó de prisa,
atragantándose las culpas, los miedos y los arrepentimientos, jurándose poner
punto final a tanta espera.
“Siempre
supe que el hombre de mi vida tendría tus ojos, tus mismos ojos; esos que yo
amo por la forma en que miran, en que se asombran y lo descubren todo, en que
recorren el mundo. Esos ojos los amo más que a nada, más que nadie me importan;
tus labios, tu pelo, todo tú eres lo que quiero.
“Habré de
morir en un instante y te llevaré conmigo en un suspiro; que no saldrá al
viento porque irá unido al alma. Habré de morir, amor, y justo en ese momento,
estaré pensando en ti. No como lo he hecho hasta hoy. Lo haré distinto. Te
pensaré como una luz que iluminó mis noches, como el porqué que le dio sentido
a mis años, como el todo de una vida que ahora se apaga. Te dejaré una palabra
por cada día de ausencia y una lágrima al final de estas letras para que sepas
el momento justo en que el destino me cobre cualquier deuda.
“He tenido
que irme porque quedarme allí hubiera sido un desatino. No tenía derecho ni
razón, solo este amor que me ha costado la cordura. He tenido que ser apenas un
bosquejo para que no me notes cuando he pasado junto a ti. Lo he hecho un par
de veces, y no me has visto, porque ahora soy como una especie de fantasma
errante. Amor, yo no he hecho más que amarte. Quererte como un desesperado en
la distancia, sediento de tus labios y de ese beso que la espera ha marchitado.
Todo este tiempo te he extrañado como se extraña el aire o la luz en un rincón
oscuro y sin ventila, la libertad en cautiverio sin motivo o la paz, cuando la
guerra en tu interior no te da tregua.
“Estoy
muriendo amor en otros brazos, si es que pudiésemos decir que el abandono tiene
algunos; y sin embargo siento que son los tuyos y que en ellos me pierdo y me
voy elevando suavemente hacia tu rostro en sepia que aguarda por mi muerte en
un cajón invadido por la polilla de estos cincuenta años… Aquí estoy ya, lista,
para dejar esta prisión sin rejas que diez lustros me ha tenido cautiva. Allí
voy rumbo a ti.”
Esteban no
pudo continuar la lectura; sintió una asfixia repentina que lo dejó paralizado
mientras una fuerza invisible le presionaba el pecho para sacar de su interior
su esencia. Duró apenas unos minutos; luego, el cuerpo de Esteban ya vacío, se
diluyó sobre el piso. Afuera mientras tanto, el sol y la luna se convertían en
uno solo.
Febrero 2013
Sally
Ochoa es licenciada en filosofía y maestra en periodismo, graduada de la
Universidad Autónoma de Chihuahua. Tiene una trayectoria de 18 años en medios
de comunicación, ha trabajado en radio, televisión, medios digitales e
impresos. Además de sus textos impresos, su obra poética y narrativa, ha sido
publicada en revistas digitales: Mujer
Latina Today, Escritoras Mexicanas,
La Conexión USA y Revista Monolito, entre otras. Es autora
de los libros: Entre las sombras, Los
ojos de la luna, Lágrimas de barro, Flores de un paraíso perdido, El canto de
las brujas, Valkiria, Alas robadas y
Sobreviviente.
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