Catalina
Por
Giovana Álvarez Cuéllar
Tenía cinco
años cuando tuve mi primer encuentro sexual; sí, él me enseñaba su miembro, yo
no sabía qué era, pero sabía que era algo malo, que no estaba correcto, y corrí
cuando él me dijo que se lo tocara.
Cada
que lo veía le tenía miedo. Mi mamá nunca vio el miedo en mis ojos grandes,
llenos de espanto; ni se percató de la soledad que sentía, porque ella lo
abrazaba a él mientras yo dormía sola en ese mueble viejo, húmedo y apestoso.
Mis
días felices eran en la escuelita, donde podía colorear un sol amarillo,
radiante, coloreaba flores de lavanda en color morado, que era mi favorito,
aunque mis días los sentía grises y otras veces negros. Como aquella noche en
que él llegó borracho, hasta las chanclas diría mi madre, y vi como ella,
Catalina, le reclamaba un chupetón que traía en el cuello y él se abalanzaba a
Catalina a golpes. Ella gritaba y yo me escondía en un rincón, donde los miedos
me comían.
Ninguno
de los dos preguntó si yo tenía miedo, simplemente ambos se olvidaban de mi
existencia mientras que como animales se mordían, se golpeaban y yo con mis
brazos me frotaba, como acariciando el miedo para que no despertara mi terror.
De
pronto se dejaban de oír ruidos, maldiciones, y por fin me quedaba dormida. Al
otro día a la escuela, mis mañanas favoritas, y entonces mis flores las pintaba
de negro, como el día anterior; mientras la maestra cantaba y bailaba, yo
seguía pintando en gris mi sol, mis días y mis flores. Tampoco ella percibía mi
tristeza.
Tenía
tantos miedos juntos. Él me daba ese desasosiego que me atormentaba; ella no me
daba el amor y la seguridad que mi alma y mi cuerpecito necesitaba en las
noches, esas en que no había más que respiraciones intensas, fuertes. Me
quedaba oyéndolos respirar, cómo podían tener tanta paz mientras mis emociones
temblaban como locas. Quería dormir, pero mis ojos grandes no lograban
cerrarse.
Catalina
no se daba cuenta que yo no dormía, que tenía miedos y ella no me los
espantaba; quería que viera mis dibujos de un sol gris, de flores de pétalos
negros, pero no; soñaba en que Catalina me peinara, me untara esas cremas que
olían a coco que mis amiguitas usaban, pero no. Catalina era joven, hermosa, de
grandes ojos verdes que se miraba con embeleso en su espejo, mientras que yo
con mis deditos me peinaba.
No
sabía qué pensar, mi refugio eran los libros rotos de cuentos que me traía de
la escuelita: allí se perdían mis ojos mirando los dibujos, imaginando un mundo
de colores donde yo era un personaje más y del que no hubiese querido salir.
Pero
los ruidos, los gritos, mi mundo gris me despertaban de la ensoñación y llegaba
esa realidad en la que nadie quería verme, mal vestida, con zapatos rotos, la
panza vacía, porque mi madre esperaba con sopita caliente a su hombre, ese que
amaba tanto, ese que la golpeaba porque ella reclamaba el color morado en el
cuello.
Tantas
ganas de un abrazo, un beso, esa crema con olor a coco en mi cara; eso me
hubiera hecho feliz, no importa si no sobraba sopita caliente para mí.
Yo era
su estorbo. Cuando les era posible me llevaban con mi abuela Rafaela; ella era
mi refugio; nunca pudo ver que en mis ojos grandes había miedo, pero sí me
llenaba de besos y me daba limón con azúcar, y eso me hacía muy feliz. No sabía
cómo expresarle mis miedos, tenía tan solo cinco añitos; cómo le decía que
quería a papá de vuelta, que su hija Catalina pasaba horas mirándose los ojos
verdes pensando en su hombre, el mismo que me lastimaba con la mirada, que me incomodaba
cuando se vestía frente a mí, que no quería bañarme nunca por no verme desnuda
y desamparada; cómo podía decirle eso a la abuela Rafaela. Ella tan buena y nunca
miró mis ojos grandes llenos de miedo.
Y un
día, un día en que Catalina no estaba, llegó él y yo estaba en casa, con mi
bata de kinder aún. Quiso tocarme, quiso que le tocara su miembro que me daba
miedo, me daba asco, y que por culpa de él vi a los hombres con asco, pensando
que todos podrían lastimarme.
Catalina
no llegaba. El miedo me sofocaba. Cómo mamá podía amarlo tanto, cómo podía
quererlo así; si en sus ojos se le miraba el mal, en su cuerpo la bestia que
era. Pero Catalina, pobre Catalina, el amor a su hombre la cegaba…
Justo
cuando él iba a tocarme, Catalina llegó y seguramente a ella sí la tocó, porque
se encerraron en el cuarto mientras yo esperaba en la mesa sopita caliente…
Giovana
Álvarez Cuéllar, maestra por vocación, master en literatura y amante de las
letras, escritora más por placer que por ser leída. Cuentista y poeta,
apasionada y soñadora.
Excelente narración. Felicitaciones.
ResponderEliminarQuerida Gio, excelente cuento; ya lo había leído antes y no deja de quedarme un gusto amargo, trsite e indignante ante los miedos de la niña y la estúpida ceguera de esa madre, indiferente a las necesidades de la niña. Absorta en esa ambivalencia de dolor y placer sexual y abusive del perverso amante. Te mando un sincere abrazo.
ResponderEliminarUn cuento hermoso!
ResponderEliminarQuisiera saber ¿donde puedo leer más cuentos de Giovana? LEí algunos poemas suyos y unos cuentos, y me encanta su sublime forma de narrar el dolor con tanta ternura, y sus poemas que tienen un tinte erótico, pero nunca caen en la perversión