En
el barrio antes y ahora
Por Elí Isaí Loya Balcázar
Una
curiosa distracción morbosa me llevó hasta la calle de mi infancia. Me
entretenía mirando constelaciones y planetas en exploradores digitales cuando,
quizá más por mi torpeza que por un algoritmo, me sorprendí de pronto en Google
Maps como en un callejón. En mi mente, casi con deleite, empecé a repasar una
docena de posibilidades de sitios que visitar: viejos lugares de trabajo; casas
de antiguas novias agridulces; parques o calles entrañables. No obstante, casi
automáticamente tecleé la dirección: “Calle Álvaro Obregón, Colonia Díaz
Ordaz”.
Aquella
sensación como de estar a punto de ver pornografía, o estar hurgando en las
pertenencias de un desconocido, aquella emoción (¿patológica?) se tornó amarga
en cuanto puse un pie en la esquina
de mi calle. A pesar de los cambios
en las construcciones, pude reconocer prácticamente todas las casas de la
cuadra, y rememoré cada uno de los nombres de los miembros de cada familia.
Por
decirlo de algún modo (y obviando el hecho de que me encontraba parado en medio
de una ilusión fotográfica), me perturbó el silencio casi fúnebre de la calle,
la vacía soledad como de mañanas invernales o días de reposo. Las casas, con
todo y que ahora lucían colores vivos, ampliaciones y bardeados que sugerían
prosperidad, mostraban algo diferente que no pude sino equipararlo con las
arrugas, la melancólica quietud callada de las cosas decrépitas; autos
destartalados, tiliches, mala hierba.
Aunque
seguramente resulta un despropósito chocante, por demás cursi, algo de mí
esperaba que alguien conocido saliera de repente de alguna de las casas, pero
no estaba nadie (yo lo sabía como se saben las cosas que se dan por hecho en
los sueños), ni siquiera me pasó por la mente tocar alguna puerta, o invocar
algún nombre. No había nadie, ni siquiera quiera perros, o fantasmas.
Recorrí
la calle (demasiado pequeña), e imaginando que salía de la que fue mi casa para
ir a la escuela, emprendí el camino, doblando lentamente las calles, volteando allá o acá para pronunciar
dentro mío el nombre de un conocido o de una tienda; para hacer leves
reverencias ante casas hace ya mucho en luto; para imaginar rostros.
A
cada paso recordaba experiencias significativas, a cada paso, también, algo se
oprimía como bajo el peso del tiempo, algo que me obligó a ir apresurando cada
vez más el paso. La banqueta donde una compañera del salón me enseñó a leer las
manecillas del reloj; la explanada donde vi con fascinación a un muchacho
cantando con una guitarra; la cancha donde metí un penal de un solo paso; pero
también el esqueleto de lo que antes fue un cerro; callejones y esquinas de
terror y tristeza.
Cualquiera
podría decir que en vez de caminar hubiera podido simplemente cerrar la ventana
y terminar el drama, y es verdad; pero salir a toda prisa por un camino
recorrido cientos de veces, aprendido de memoria, lleno de migajas de infancia,
se volvió también una forma de huir para siempre, por vez última, de todo lo
que en aquel tiempo ocurrió como pesadilla, y ha vuelto recurrentemente a lo
largo de mi vida en formas que nunca sé precisar.
La
casa de los abuelos; las posteriores escuelas; las calles y los lugares cada
vez más cercanos en el tiempo y en la memoria. A pie y a toda prisa, entre los
carros, por la 46, por 20 de Noviembre, de Venustiano Carranza a Tecnológico, y
desde Juan Escutia hasta la Monte Albán, en una caminata enloquecida, quizá en
el fondo huyendo más de mí que del pasado, quizá queriendo salir por un momento
más de la vida que del mundo.
Al
final, haciendo un recuento como después de un sueño, me quedó la sensación
melancólica de que no solo el callejón de la infancia, la colonia de la
adolescencia, estuvieran profundamente desoladas, en el fondo me pareció que la
ciudad entera estuviera inevitablemente deshabitada, y yo, a pesar de las
difusas siluetas desenfocadas, fuera al fin y al cabo el único fantasma, atrapado
en la fotografía de un laberinto.
Elí Isaí Loya Balcázar es colaborador de la revista Solar: su obra narrativa aparece en la antología Voces del Noreste; es coordinador de Ri´e Asociación Civil, mediador de la Sala de Lectura José Martí, coordinador de Talleres y Cursos de la Casa de Actividades Juveniles y Artísticas (C.A.J.A), de los Talleres Incluyentes para Jóvenes de Centros de Rehabilitación, Casas Hogar y Reclusorios. En 2018 publicó su libro de cuentos Ojo de bruja, Editorial Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua.
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