sábado, 10 de julio de 2021

José Alberto Díaz. Mamasán

 

sáb/jad

Mamasán

 

 

Por José Alberto Díaz

 

 

A Edward Louis Severson III

 

 

1. Vivo

Mi nombre es Édgar Venzor. Nací el primero de diciembre de hace veinticuatro años en un barrio al norte de la ciudad. No tuve una infancia feliz pero llegué a encontrar un sugestivo refugio en la música y en los libros. Solía ponerme los audífonos cuando iniciaba una discusión hostil por parte de mis padres. Escuchaba a Metallica, a Guns n’ Roses y a Sound Garden, quienes aliviaban la angustia y me permitían sumergirme en mi propio mundo. Si las cosas se ponían tensas, escuchaba más y más rock.

Hace un lustro que me largué del hogar, difícilmente soportaba a mi padre: un maldito abogado. Pasé parte de mi vida trabajando en una gasolinera por las noches y estudiando en una preparatoria por las tardes. A veces conseguía entrar a conciertos trabajando en clubes donde estos se celebraban. Mis amigos me llamaban “el tipo que nunca duerme”. Mi economía no estaba bien, así que tuve que tomar otro empleo en un mini mercado. Para colmo, mi situación académica empeoraba; no cumplía con las tareas y me quedaba dormido en clase. Recuerdo que un maestro famoso por su agrio carácter se dispuso a sermonearme en plena sesión acerca de la realidad de las cosas.

“¿Quieren ver mi realidad?” Abrí mi mochila y saqué recibos de luz, agua y renta. “Ésa es mi realidad”, dije con indiferencia.

Sentía náuseas y rencor cuando veía a mis compañeros de clase llegar en un auto que sus padres les habían comprado, ropa de moda y olor a costoso perfume mientras yo ponía etiquetas de precio a los productos de la tienda y los veía pasar soberbios con sus vestimentas. Al poco tiempo tuve que abandonar la escuela.

Hace tres años recibí la visita de mi madre –18 años mayor que yo– en mi sucio departamento, dispuesta a contarme algo que nunca me había dicho y que cambió la perspectiva de todo lo que me rodeaba. Me dijo que mi padre no era el imbécil abogado sino una persona de semblante taciturno y modales afables, quien solía visitarme cada viernes en muletas o en silla de ruedas. También se llamaba Édgar. Lamentablemente mi verdadero padre murió de esclerosis múltiple y el saber en ese momento que ya no se encontraba entre los vivos me sumió en una oscura tristeza que me dejó marcado para siempre y que llevo tatuada hasta en el más vago recuerdo de mi progenitor.

Tuve que vivir con la angustia de no haberlo sabido antes mientras él seguía con vida. Yo era un secreto y los secretos suelen ser malas noticias. Secretos como el mío deben salir a la luz. Nadie debe guardarlos porque conforme pasa el tiempo se van haciendo grandes, oscuros. La conversación parecía haber acabado, pero la noche llegó y mi madre caminaba lentamente hacia mi habitación. No puedo recordar nada hasta el día de hoy, excepto la mirada... la mirada que no era directo a su rostro sino a la entrepierna. Ella comenzó a suspirar porque a quien amó verdaderamente fue a mi padre. ¡Y yo me veía igual a él, era su vivo retrato! Crecí para ocupar el puesto de mi progenitor, la persona que mi madre perdió. Yo era muy joven, aún estaba madurando pero los acontecimientos se precipitaron. Empecé a maldecir la ausencia de mi padre y el exceso de responsabilidad con mi madre me presionaba completamente. Luego surgió la inesperada confusión, el amor, las caricias profusas y los débiles gemidos por parte de ella: Me deseaba. Yo me sentía incómodo e inseguro, mas no apartaba su rostro del mío, no reprochaba sus besos pasionales y no retiraba sus manos de mi miembro.

“¡Dios! Eres idéntico a él. Tú sigues vivo”, me dijo, entre besos y caricias.

“¿Merezco estarlo? ¿Esa es la cuestión? Y si lo es, ¿quién contesta? Yo... aún estoy vivo. Soy el amante que sigue con vida”, mencioné, con la mirada abstraída y mi alma que sentía partirse en fragmentos imperceptibles.

Mi madre se alejó de mí a la mañana siguiente, amenazada, arrepentida... Me encontraba a punto de estallar mentalmente e incluso dudaba si merecía la pena seguir viviendo.

 

2. Una vez

Ya no había vuelta de hoja. La bomba en mi templo interno había estallado y sentía la mente tan enferma que mis pensamientos se desubicaban a cada instante. No pude lidiar con los eventos de mi desgraciada existencia, así que me convertí en un asesino múltiple. ¡Vaya manera de confrontar una mala vida! Lo admito sin decir nada y lo alivio sin dolor. El primer asesinato por mi falta de tolerancia fue un sábado a medianoche: El padrastro abusivo y misógino de mi novia acudía cada fin de semana a un billar ubicado en un pequeño callejón. Lo esperé hasta que saliera. Tenía un calibre 16 oculto bajo mi ropa. Nadie alrededor. Un crimen perfecto, justo y necesario. Expresión suplicante de su rostro al verme cuando apuntaba mi revólver justo a su pecho, estaba paralizado y enmudecido. Disparé entre las sombras. Me alejé de la escena del crimen relajado y tranquilo.

Al día siguiente me sentía fuerte creyendo que era invencible con esa maldita arma que robé a un amigo, me sentía un maldito dios, un señor del asesinato. Luego siguieron dos homicidios también bajo el cielo noctívago. Los que murieron, dos compañeros míos de la preparatoria, quienes acostumbraban golpearme y utilizarme como chivo expiatorio. Cuando uno de ellos estaba solo, nada hacía; ni siquiera me miraba a los ojos, pero juntos eran unos bastardos. Una pareja terrible que acosaba a quien se metiera en su camino. Decidí llegar a una pequeña casa donde se refugiaban a emborracharse y a consumir drogas. No sé si fue mera suerte o estaba predestinado que ocurriera, pero precisamente ahí estaban ellos dos, solos. Toqué y abrieron rápidamente la puerta. Su expresión fue atónita al verme.

“¿Qué quieres, pinche estúpido?”, inquirieron sin quitar el semblante desconcertado.

No quería nada. Calibre 16 en mano. Dos disparos precisos en el pecho de cada uno, sin darles tiempo siquiera de enterarse. Caminé sin premura como si no me importasen las malditas consecuencias de mis actos. Los vecinos no encendieron las luces de sus casas. Comprendí que sentían miedo de notar lo que había ocurrido, y seguramente pensaban que al verme yo les asesinaría también, como un fallido acto de intromisión que resulta contraproducente. Aun así, hablaron a la policía, la cual no tardó mucho en arribar. No había pasado una hora de mi nuevo pecado. Caminaba por una zona donde pululaban mujeres de la vida galante. Me llamaban de mil maneras para atraerme, aunque yo no hacía caso a ningún ademán, piropo o silbido. En mi ronda necesaria llegué a un callejón maltrecho y angosto. Otra prostituta aguardaba por alguien que la llevara a un hotel cercano. Cruzamos la vista. Su mirada lasciva me recordó a mi madre cuando consumó conmigo ese terrible acto que no me atrevo a nombrar. Suspiré por mi amante de callejón sombrío. Mi mano en el bolsillo siempre tan determinada, ensayando e imitando a los asesinos dementes. Disparé discretamente antes de que ella pudiera gritar. Había una vez en que podía controlarme, una vez en que me quería a mí mismo, e incluso había una vez en que podía querer a los demás. Pero eso se perdió para siempre. Mi angustia trajo las peores consecuencias. Mi gran intolerancia y mi mente problemática conjugadas. Había una vez...

 

3. Pasos

De nueva cuenta en mi departamento, encendí un cigarro imaginando lo que estaba por venir; ya nada me importaba. Estaba dispuesto a aceptar lo que el destino me tuviera preparado. Sentado sobre un viejo contemplaba los lienzos vacíos de mi pared, las figuras de arcilla intactas desde hacía meses. El aire que respiré había cambiado, me sentía insensible y los pensamientos retorcidos daban vueltas en mi cabeza cuando mis manos amargas y ásperas acariciaban el revólver. Escribía una carta para mi madre, quien aún trataba de mantenerse en contacto conmigo. Sentía que la redactaba con sangre: Ni siquiera pienses en alcanzarme, no estaré en casa. Ni siquiera pienses en pararte por aquí, no pienses en mí para nada. Ni siquiera te atrevas a entrar.

Escuchaba tantas voces en mi cabeza que me sentía ligado a la demencia. Comencé a arañar mis brazos; un profundo rasguño por cada día desde que me separé de mi alma. Quedé dormido, sin lágrimas ni lamentaciones. En la madrugada desperté por los fuertes golpes que alguien propinaba a la puerta. La abrí a sabiendas de lo que me esperaba. Era la policía con una orden de cateo. Alguien me vio en una de mis fechorías y tuvo que reconocerme para asegurar la denuncia. Fui esposado sin reclamar, aceptando mecánicamente las condiciones que mis aprehensores decían en voz alta. Caí inmerso en un estado de shock; no recuerdo nada de cuando me transportó la patrulla hasta llegar a la celda. Luego escuché las rigurosas palabras del juez al dictar mi condena de muerte. Tuve que soportar varios días encerrado. Antes de que me llevasen al patíbulo me preguntaron qué deseaba para cenar; me ofrecieron un menú extenso y variado, e incluso me invitaron una cerveza. Pedí filete de salmón con verduras y salsa, pero me sentía tan vacío que difícilmente podía pasar el bocado. Mastiqué con parsimonia sin reconocer el sabor de la comida. Ni siquiera disfruté la cerveza, misma que terminé dando pequeños sorbos. Me preguntaron si quería algo más de comer, pero no respondí; negué con la cabeza y entregué el platillo a medio terminar.

Había algo que deseaba hacer antes de morir: les pedí un lápiz y papel. Terminé la carta a mi madre. Pasos en mi habitación… eras tú. Fotos en mi pecho… eras tú. Hice lo que tenía que hacer. Si había una razón, eras tú; si hay algo que quisieras hacer, solo deja que continúe… culpándote. Especifiqué al reverso de la hoja la dirección de mi madre. Mi vida ya no significaba nada. El aire se volvía tan denso que aparentaba sofocar mis pulmones. El tiempo transcurría lentamente. Podría jurar que mi ánimo era adecuado para el fin del mundo. Y si Dios está aquí, ¿tratará de decirme algo? No creo que exista, pero si aún vive... es un hijo de puta al torturarme con un horrible pasado y abandonarme con un destino funesto.

¿Quién soy para culpar? Todo se escapó de mis manos, mi mente se contaminó y no pude hacer nada al respecto. Tuve la culpa de todo esto, es difícil expresar con palabras lo que siento, es algo innombrable. Todos siguen el curso de su existencia ignorando el día en que van a morir, pero es aterrador el hecho de que a uno le dicten sentencia con cuenta regresiva para acabar con su vida. Para mí, ya se acerca el final del camino. Mañana... la ejecución.

 

 






José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.

No hay comentarios:

Publicar un comentario