sáb/jad
Humo de un
cigarro alrededor de una dama de negro, segundos antes de morir
Por José Alberto Díaz
Había llegado el Apocalipsis y una sinfonía de cantos pesarosos le
acompasaba. “No mires hacia afuera, el aire destila furia de Dios”. Tal era la
frase que recordaba de un sacerdote allegado a mi familia, pero no era para mí;
por eso no le hice caso. Y por eso también me asomé a la ventana cual niño
emocionado en Navidad a la espera de Santa Claus para presenciar la veracidad
de lo que estaba escrito. Sí, era una catástrofe. El fuego se precipitaba de
los jirones que las nubes habían formado en las alturas.
La gente que permanecía afuera no cesaba de llorar. Unos gritaban.
Otros se laceraban. Y por supuesto, no faltaba quien rezara levantando la vista
hacia el cielo carmesí, que parecía una vela izada de matiz rojo infierno. Era
probable que algunos se masturbaran en un rincón de sus alcobas. Me dispuse a
salir; si no podía llorar, no quería lacerarme, no me sabía ni el Padre Nuestro
y mi pene no funcionaba, ¿qué putas podía hacer? Y efectivamente, señores: salí
de mi casa. Traía puestos unos audífonos para escuchar la música que yo quería
y no los ecos de lamentaciones que se desprendían de las gargantas de los
próximos a morir. No cavilé mucho para seleccionar a los grupos que formarían
parte del set list del festival “Banda sonora para el Apocalipsis”. Me
dispuse a caminar pasivamente. De seguro en la caja idiota las últimas
emisiones serían del colapso de las ciudades y del deceso de miles. La Biblia
tenía razón después de todo, aunque yo siempre creí que todo versículo, toda
frase, todo mensaje subrepticio, era a modo de metáfora. ¡Qué equivocado
estaba! Y yo diciendo que el Dios del Antiguo Testamento era un sádico deseoso
de ofrendas. Dejémoslo en sádico dictador porque en el fin del mundo ni tiempo
había para las ofrendas. Además, no podía sentir una culpabilidad ni un asomo
de arrepentimiento. La verdad, prefería el infierno en vez de compartir un
reino perenne con una multitud de lo más desagradable. Después de todo, quizá
era la única persona “feliz” con el inesperado desenlace de la vida en la
tierra. Permanecía estoico; mi último y único anhelo era fumarme una cajetilla
de cigarros que contenía al menos la mitad de los veinte habituales. Ya había
avanzado considerables tramos cuando revisé en mis bolsillos para obtener algo
útil: un encendedor. Lo había olvidado en casa. No estaba dispuesto a regresar
ni por todo el oro calcinado del mundo. Quizá las llamaradas que del cielo se
desprendían iban a servir para mi propósito. Nada. El fuego aún no caía cerca
de mi camino. Tuve que conformarme pateando una piedra, sin oficio ni
beneficio. La verdad es que las interminables escenas de gente llorando comenzaban
a darme náuseas, por lo que decidí caminar entre vialidades en las que
transitaban únicamente automóviles. Era lo mismo. Nadie permanecía en el
interior del “mueble”, todos habían salido para llorar, rezar, flagelarse y
acariciar sus miembros para apaciguar el encono del Creador. Nada. Me
preguntaba por lo que vendría. ¿Los cuatro jinetes del Apocalipsis? Difícil,
esos de seguro andarían en ciudades como Roma, París, Nueva York. También en el
Distrito Federal; mas, pensándolo bien, ellos ya habían actuado ahí. Había un
hombre que sostenía una cruz de madera exclamando oraciones al cielo abierto
que se desprendía. Le pedí fuego pero no me hizo caso. En cuanto me marché,
observé a un pastor –de esos que tanto les gusta obtener dinero y bienes en los
templos cristianos– de rodillas, el rostro humedecido en lágrimas, con las
manos entrelazadas. Me acerqué para golpearlo un poco, para darle un motivo por
el cual llorar. ¿Acaso no había nadie tan relajado como yo en el fin del mundo?
No, al menos luego de romperle la cara al cristiano adventista no pude
percatarme de nadie con mi estado de ánimo. Los minutos se hacían eternos en
busca del ansiado fuego que lograra prender uno de mis cigarros. Mientras la
desesperación aumentaba de manera considerable, algunas revelaciones que
recordaba desde la infancia se hicieron visibles. Las tres lamentaciones del
águila surcando los aires, la hermosa mujer que glorificaba Babilonia –madre de
las prostitutas– y la bestia cuyo propósito era devorar a un niño recién
nacido. Todo eso ni me asustaba ni me causaba impresión. Apatía era la palabra
adecuada para aquellos sucesos. Empero, era extraño que todo iba surgiendo al
pie de la letra como se plasmaba en el supuesto “libro sagrado”. No había lugar
para metáforas ni para interpretaciones. Sin más cavilaciones, enseguida pude
observar a una multitud crucificada de cabeza, en honor a Pedro. En ese momento
–señores– suspiré por mi verdadera visión de los Campos Elíseos. La muerte se
filtraba en el aire y era un olor dulce, adictivo, como el primer aire que
inhala un bebé al salir del vientre de su madre: fresco. Allá en el horizonte
parecía recortarse la figura de un cordero. De seguro era el mismo cordero
abriendo los siete sellos. Luego escuché el sonido de una trompeta, melodía de
pésima calidad interpretada –al parecer– por un ángel. ¿Acaso sería que todos
los buenos músicos de jazz hicieron pacto con el diablo? Por eso Dios no tiene
mucha tela de dónde cortar para hacer más placentera la sinfonía del Apocalipsis.
Las siete trompetas, los siete sellos, los siete imbéciles que coadyuvaron en
la redacción de las últimas páginas del libro más vendido del mundo –y el menos
leído también, aleluya–. Todo está relacionado al siete, número de la
perfección. Cuando vi caminar entre la multitud a un sujeto relativamente
parecido a nuestro mártir de parafina, de cuya boca salía una espada, miles de
centellas comenzaron a precipitarse de manera fulminante. ¿Y el fuego, dónde
quedó? Por eso prefiero estar en el infierno, así nunca faltaría lo necesario
para encender un cigarro. ¡Vaya último propósito en la vida! Pero el vicio es
fuerte y la mejor forma de dominar la tentación es ceder a ella. Harto de mi
ronda nocturna y del evento en el que parecía ser el único espectador, se
apareció ante mí un arcángel de alas emplumadas y una espada que amenaza
penetrar el trasero en caso de contravenir sus órdenes. Cabrón provechoso. Lo
primero que hizo fue sacar mi señalado inventario de pecados para leerlo en voz
alta. Cada registro estaba hecho con lujo de detalle; desde los insultos a mis
maestros de primaria hasta mis múltiples visitas a la cárcel por mi afición a
las bebidas embriagantes. Empezó con los pecados ligeros –si un pecado puede
tener distintos niveles– hasta burlarse de mis pecados más graves y penosos. Mi
adicción al sexo y/o la masturbación. Mi pereza. Mi absoluta pérdida de fe. Mis
reacciones violentas en la sociedad. Lo peor fue cuando me dijo lo de la
violación a la niña de doce años. El imbécil se equivocó de registro en este
último pecado, así que no le quedó más remedio que admitir su error antes de mi
alegato. Seré todo lo malo que alguien considere, menos un violador. La actitud
soberbia del arcángel tenía ciertos matices de escarnio cuando terminó de leer
mi historial, tan voluminoso como la obra de El Quijote. Pero ahí no había
lugar para el pie de página. Altivo e irascible, el supuesto ser divino me
indicó que debía encontrar a una mujer con el mismo estado de ánimo para persistir
unidos en los momentos finales de la Tierra; así compraría mi escalera al
cielo; así compartiría un lugar en el supuesto reino imperecedero. Le repliqué
que no me interesaba en lo absoluto y que su espada se la metiera por atrás, si
no le parecía. Entonces me abofeteó tan fuerte que mi cerebro fue víctima de
una conmoción. Fue tanto el ajetreo que llegué a considerar el amor, ese
estúpido sentimiento subjetivo, como el único camino para salvar mi alma, o las
tres cuartas partes extintas de ella. ¡Al diablo con los cigarros! ¡Al diablo
con toda la blasfemia y la gracia que la agonía ajena me causaba! Caminé con
premura para encontrar a la mujer. La cuenta regresiva para la extinción me
hacía presa de la locura. Desesperado corría entre la patética multitud para
percibir a la única que me comprendería. ¡Vaya momento para buscar a alguien!
Entonces entendí que debía relajarme para divisar a la persona, volver a mi
estado de ánimo sumido en la indiferencia. Caminé muchas calles, atravesé ríos
de lava apoyándome en los cadáveres calcinados, corrí por avenidas devastadas
para evitar el fuego que del firmamento se precipitaba. Nada. En el fin del
mundo yo estaba destinado al infierno, al tormento parsimonioso con mis
supuestos amigos por los siglos de los siglos, amén. Escuché la risa del
arcángel mientras gritaba desde el cenit: ¡Prueba no superada! Levanté el dedo medio
hacia el limbo en donde descansaba el ente sagrado, pero solo conseguí aumentar
su risa que se confundía con los relámpagos que vapuleaban a la humanidad. Me
conformé con sentarme en una vieja banca en medio del caos para subir de
volumen a mi reproductor de discos. Amenizaba Cold con la canción End of the
world. Bonita coincidencia la tecnología aleatoria. Tuve suerte de
encontrar debajo de la banca una lata de aerosol con la que pudiera dar rienda
suelta a mis últimas frases, plasmándolas en monumentos históricos de mi
ciudad: “¿Debemos cuestionar la lógica de tener un Dios omnisapiente que crea a
humanos defectuosos y los culpa por sus propios errores?” Terminando de plasmar
mis sentimientos surgió la hembra que parecía tener mi estado de ánimo.
Señores, era una dama de oscura vestimenta y de bellas facciones, voluptuosa y
elegante. ¡Una auténtica mujer! Su largo cabello castaño caía en bucles hasta
su espalda. Ella se aproximó sin que yo se lo pidiera. Estando cerca –lo
suficiente para robarle un beso– pude percatarme de las pecas que adornaban su
rostro. Su mirada era atractiva, visceral. El fuego alrededor pasó a segundo
término. No obstante, ella tenía algo en su interior muy preciado para mí. El
amor también pasó a segundo término. Le pedí que me prestara el pequeño y
llamativo encendedor que se asomaba en la bolsa de su ajustado pantalón. Fumar
nunca había sido tan placentero. El fin del mundo pasó a segundo término.
José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.
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