sábado, 3 de julio de 2021

José Alberto Díaz. Humo de un cigarro alrededor de una dama de negro, segundos antes de morir

 

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Humo de un cigarro alrededor de una dama de negro, segundos antes de morir

 

 

Por José Alberto Díaz

 

 

Había llegado el Apocalipsis y una sinfonía de cantos pesarosos le acompasaba. “No mires hacia afuera, el aire destila furia de Dios”. Tal era la frase que recordaba de un sacerdote allegado a mi familia, pero no era para mí; por eso no le hice caso. Y por eso también me asomé a la ventana cual niño emocionado en Navidad a la espera de Santa Claus para presenciar la veracidad de lo que estaba escrito. Sí, era una catástrofe. El fuego se precipitaba de los jirones que las nubes habían formado en las alturas.

La gente que permanecía afuera no cesaba de llorar. Unos gritaban. Otros se laceraban. Y por supuesto, no faltaba quien rezara levantando la vista hacia el cielo carmesí, que parecía una vela izada de matiz rojo infierno. Era probable que algunos se masturbaran en un rincón de sus alcobas. Me dispuse a salir; si no podía llorar, no quería lacerarme, no me sabía ni el Padre Nuestro y mi pene no funcionaba, ¿qué putas podía hacer? Y efectivamente, señores: salí de mi casa. Traía puestos unos audífonos para escuchar la música que yo quería y no los ecos de lamentaciones que se desprendían de las gargantas de los próximos a morir. No cavilé mucho para seleccionar a los grupos que formarían parte del set list del festival “Banda sonora para el Apocalipsis”. Me dispuse a caminar pasivamente. De seguro en la caja idiota las últimas emisiones serían del colapso de las ciudades y del deceso de miles. La Biblia tenía razón después de todo, aunque yo siempre creí que todo versículo, toda frase, todo mensaje subrepticio, era a modo de metáfora. ¡Qué equivocado estaba! Y yo diciendo que el Dios del Antiguo Testamento era un sádico deseoso de ofrendas. Dejémoslo en sádico dictador porque en el fin del mundo ni tiempo había para las ofrendas. Además, no podía sentir una culpabilidad ni un asomo de arrepentimiento. La verdad, prefería el infierno en vez de compartir un reino perenne con una multitud de lo más desagradable. Después de todo, quizá era la única persona “feliz” con el inesperado desenlace de la vida en la tierra. Permanecía estoico; mi último y único anhelo era fumarme una cajetilla de cigarros que contenía al menos la mitad de los veinte habituales. Ya había avanzado considerables tramos cuando revisé en mis bolsillos para obtener algo útil: un encendedor. Lo había olvidado en casa. No estaba dispuesto a regresar ni por todo el oro calcinado del mundo. Quizá las llamaradas que del cielo se desprendían iban a servir para mi propósito. Nada. El fuego aún no caía cerca de mi camino. Tuve que conformarme pateando una piedra, sin oficio ni beneficio. La verdad es que las interminables escenas de gente llorando comenzaban a darme náuseas, por lo que decidí caminar entre vialidades en las que transitaban únicamente automóviles. Era lo mismo. Nadie permanecía en el interior del “mueble”, todos habían salido para llorar, rezar, flagelarse y acariciar sus miembros para apaciguar el encono del Creador. Nada. Me preguntaba por lo que vendría. ¿Los cuatro jinetes del Apocalipsis? Difícil, esos de seguro andarían en ciudades como Roma, París, Nueva York. También en el Distrito Federal; mas, pensándolo bien, ellos ya habían actuado ahí. Había un hombre que sostenía una cruz de madera exclamando oraciones al cielo abierto que se desprendía. Le pedí fuego pero no me hizo caso. En cuanto me marché, observé a un pastor –de esos que tanto les gusta obtener dinero y bienes en los templos cristianos– de rodillas, el rostro humedecido en lágrimas, con las manos entrelazadas. Me acerqué para golpearlo un poco, para darle un motivo por el cual llorar. ¿Acaso no había nadie tan relajado como yo en el fin del mundo? No, al menos luego de romperle la cara al cristiano adventista no pude percatarme de nadie con mi estado de ánimo. Los minutos se hacían eternos en busca del ansiado fuego que lograra prender uno de mis cigarros. Mientras la desesperación aumentaba de manera considerable, algunas revelaciones que recordaba desde la infancia se hicieron visibles. Las tres lamentaciones del águila surcando los aires, la hermosa mujer que glorificaba Babilonia –madre de las prostitutas– y la bestia cuyo propósito era devorar a un niño recién nacido. Todo eso ni me asustaba ni me causaba impresión. Apatía era la palabra adecuada para aquellos sucesos. Empero, era extraño que todo iba surgiendo al pie de la letra como se plasmaba en el supuesto “libro sagrado”. No había lugar para metáforas ni para interpretaciones. Sin más cavilaciones, enseguida pude observar a una multitud crucificada de cabeza, en honor a Pedro. En ese momento –señores– suspiré por mi verdadera visión de los Campos Elíseos. La muerte se filtraba en el aire y era un olor dulce, adictivo, como el primer aire que inhala un bebé al salir del vientre de su madre: fresco. Allá en el horizonte parecía recortarse la figura de un cordero. De seguro era el mismo cordero abriendo los siete sellos. Luego escuché el sonido de una trompeta, melodía de pésima calidad interpretada –al parecer– por un ángel. ¿Acaso sería que todos los buenos músicos de jazz hicieron pacto con el diablo? Por eso Dios no tiene mucha tela de dónde cortar para hacer más placentera la sinfonía del Apocalipsis. Las siete trompetas, los siete sellos, los siete imbéciles que coadyuvaron en la redacción de las últimas páginas del libro más vendido del mundo –y el menos leído también, aleluya–. Todo está relacionado al siete, número de la perfección. Cuando vi caminar entre la multitud a un sujeto relativamente parecido a nuestro mártir de parafina, de cuya boca salía una espada, miles de centellas comenzaron a precipitarse de manera fulminante. ¿Y el fuego, dónde quedó? Por eso prefiero estar en el infierno, así nunca faltaría lo necesario para encender un cigarro. ¡Vaya último propósito en la vida! Pero el vicio es fuerte y la mejor forma de dominar la tentación es ceder a ella. Harto de mi ronda nocturna y del evento en el que parecía ser el único espectador, se apareció ante mí un arcángel de alas emplumadas y una espada que amenaza penetrar el trasero en caso de contravenir sus órdenes. Cabrón provechoso. Lo primero que hizo fue sacar mi señalado inventario de pecados para leerlo en voz alta. Cada registro estaba hecho con lujo de detalle; desde los insultos a mis maestros de primaria hasta mis múltiples visitas a la cárcel por mi afición a las bebidas embriagantes. Empezó con los pecados ligeros –si un pecado puede tener distintos niveles– hasta burlarse de mis pecados más graves y penosos. Mi adicción al sexo y/o la masturbación. Mi pereza. Mi absoluta pérdida de fe. Mis reacciones violentas en la sociedad. Lo peor fue cuando me dijo lo de la violación a la niña de doce años. El imbécil se equivocó de registro en este último pecado, así que no le quedó más remedio que admitir su error antes de mi alegato. Seré todo lo malo que alguien considere, menos un violador. La actitud soberbia del arcángel tenía ciertos matices de escarnio cuando terminó de leer mi historial, tan voluminoso como la obra de El Quijote. Pero ahí no había lugar para el pie de página. Altivo e irascible, el supuesto ser divino me indicó que debía encontrar a una mujer con el mismo estado de ánimo para persistir unidos en los momentos finales de la Tierra; así compraría mi escalera al cielo; así compartiría un lugar en el supuesto reino imperecedero. Le repliqué que no me interesaba en lo absoluto y que su espada se la metiera por atrás, si no le parecía. Entonces me abofeteó tan fuerte que mi cerebro fue víctima de una conmoción. Fue tanto el ajetreo que llegué a considerar el amor, ese estúpido sentimiento subjetivo, como el único camino para salvar mi alma, o las tres cuartas partes extintas de ella. ¡Al diablo con los cigarros! ¡Al diablo con toda la blasfemia y la gracia que la agonía ajena me causaba! Caminé con premura para encontrar a la mujer. La cuenta regresiva para la extinción me hacía presa de la locura. Desesperado corría entre la patética multitud para percibir a la única que me comprendería. ¡Vaya momento para buscar a alguien! Entonces entendí que debía relajarme para divisar a la persona, volver a mi estado de ánimo sumido en la indiferencia. Caminé muchas calles, atravesé ríos de lava apoyándome en los cadáveres calcinados, corrí por avenidas devastadas para evitar el fuego que del firmamento se precipitaba. Nada. En el fin del mundo yo estaba destinado al infierno, al tormento parsimonioso con mis supuestos amigos por los siglos de los siglos, amén. Escuché la risa del arcángel mientras gritaba desde el cenit: ¡Prueba no superada! Levanté el dedo medio hacia el limbo en donde descansaba el ente sagrado, pero solo conseguí aumentar su risa que se confundía con los relámpagos que vapuleaban a la humanidad. Me conformé con sentarme en una vieja banca en medio del caos para subir de volumen a mi reproductor de discos. Amenizaba Cold con la canción End of the world. Bonita coincidencia la tecnología aleatoria. Tuve suerte de encontrar debajo de la banca una lata de aerosol con la que pudiera dar rienda suelta a mis últimas frases, plasmándolas en monumentos históricos de mi ciudad: “¿Debemos cuestionar la lógica de tener un Dios omnisapiente que crea a humanos defectuosos y los culpa por sus propios errores?” Terminando de plasmar mis sentimientos surgió la hembra que parecía tener mi estado de ánimo. Señores, era una dama de oscura vestimenta y de bellas facciones, voluptuosa y elegante. ¡Una auténtica mujer! Su largo cabello castaño caía en bucles hasta su espalda. Ella se aproximó sin que yo se lo pidiera. Estando cerca –lo suficiente para robarle un beso– pude percatarme de las pecas que adornaban su rostro. Su mirada era atractiva, visceral. El fuego alrededor pasó a segundo término. No obstante, ella tenía algo en su interior muy preciado para mí. El amor también pasó a segundo término. Le pedí que me prestara el pequeño y llamativo encendedor que se asomaba en la bolsa de su ajustado pantalón. Fumar nunca había sido tan placentero. El fin del mundo pasó a segundo término.

 






José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.

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