Inventario de lugares
propicios para la amistad
Ángel González (1925
- 2008)
Por Enrique Cortazar
I
“Habrá palabras
nuevas para la nueva historia y es preciso encontrarlas antes de que sea
tarde”, escribió Ángel hace más de cinco décadas. Es una declaración tan
sensible y contundente que me acecha. Hoy, al empuñar la pluma, busco las
palabras honestas para expresar la historia del cariño que le tengo a mi gran
maestro y amigo inolvidable.
Ahora que lo
pienso, el tiempo es un gran rompecabezas, un muestrario de instantes
inolvidables donde anidan las memorias a la espera del momento justo para
resurgir. Así, un día cualquiera, el tiempo se nos revela; frente a nosotros se
acomodan los instantes y los recuerdos cobran vida; los encuentros y las
experiencias adoptan finalmente el rostro de las personas que nos han
acompañado. Hoy intentaré detener el tiempo en estas páginas.
Tuve la fortuna
de conocer a Ángel González en el verano de 1980, al inicio de la década
revolucionaria e inolvidable de finales del siglo XX. Me lo presentó uno de mis
grandes amigos, el escritor chicano Ricardo Aguilar Melantzón [que murió por
desgracia a mediados de la primera década de este siglo], gran alumno y
brillante académico egresado de la Universidad de Nuevo México en Albuquerque,
a la que ingresé en 1981.
Durante los tres
años que formé parte de ese programa académico, me inscribí a todos los cursos
de Ángel, que eran espléndidos. Su dominio del Siglo de Oro Español, del
Modernismo y de los poetas de la Generación del 27, y de la narrativa
contemporánea de la península ibérica, era insuperable. Los cursos de este
poeta eran un deleite porque reflejaban la pasión y el esmero minucioso que
ponía en la preparación de cada clase. Su conocimiento sensible era impresionante.
Al escucharlo dictar cátedra te enamorabas de la literatura. Su interpretación
de los textos y el análisis que efectuaba de los movimientos literarios, así
como su aproximación a la vida de poetas clásicos y contemporáneos, como San
Juan de la Cruz, Garcilaso de la Vega, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado,
Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gabriel Celaya, Blas de Otero o Jaime Gil de
Biedma era inolvidable. Sus palabras transmitían con toda fidelidad el ritmo,
la métrica y el significado de la metáfora que daba sentido a nuestra
existencia. Era la poesía un viaje de felicidad.
Ángel fue un
verdadero maestro que permanece vivo en la memoria de muchos más allá de la
muerte. La pasión y el conocimiento enriquecedor que compartió durante mi
formación académica fueron fundamentales porque le dieron sentido a las
presiones que padecí durante años para tener una buena educación formal, a
pesar de la falta de recursos económicos. Los maestros como él son escasos, y
ahora recuerdo a otro más, el jesuita Porfirio Miranda, quien durante mis
estudios preparatorianos generó en mí la conciencia y reflexión social a través
de la lectura guiada de autores entre los que estaban Emmanuel Mounier, Albert
Camus, Fiódor Dostoievski, Soren Kierkegaard, Nikos Kazantzakis, Paul Claudel y
G.K. Chesterton. Esas fueron las bases, en todo caso, que me ayudaron a
enamorarme de la poesía y su fuerza.
Con cada nueva
charla y sin caer en la condescendencia habitual de los maestros, Ángel
despertó en sus alumnos una devoción por la poesía gracias a la enseñanza
multívoca de los textos poéticos que nos descubría. Era un hombre humilde que
motivó en mí el amor al conocimiento, a la literatura, pero sobre todo a la
vida. La amistad y cariño que sentía por sus alumnos era impresionante por la
sinceridad de sus actos. Como todo verdadero maestro, el poeta eliminaba a
consciencia las fronteras del aula y el libro de texto como vehículo de
enseñanza. Era común que, finalizada la clase, su charla se trasladara a los
pequeños bares y tabernas aledañas a la universidad donde nos reencontrábamos
los estudiantes de distintas nacionalidades. Ahí lo recuerdo, entre la
oscuridad propia de la noche, las luces ambarinas, el vino y la cerveza,
leyendo en voz alta la poesía del instante surrealista de Gabriel Celaya. En
ocasiones tocaba la guitarra en mi departamento percutiendo los ritmos
flamencos enlazados a la poética de Federico García Lorca. Por cierto, era un
cocinero excelso. En su casa nos llegó a preparar paella o fabada, siempre
ataviado con su gorro de chef. Recuerdo todas y cada una de estas jornadas, ya
fuera en las tabernas, en su casa o en mi “Town House” universitaria para
estudiantes casados, como momentos irrepetibles de una enseñanza auténtica.
Ángel era un
hombre abierto al diálogo, al encuentro verdadero, con su mano extendida y el
corazón por delante; dueño de una generosidad que se expresaba de múltiples
formas tanto como maestro amante de la literatura como amigo fiel. Con suma
gratitud y agradecimiento narro la siguiente anécdota: ignoro aún cómo llegó a
sus oídos nuestra situación, pero un día cualquiera se enteró de que, tanto mi
familia como yo [en mi condición de estudiante], pasábamos por un momento
económico difícil, de esos que nublan la consciencia en la vida adulta. Nos
encontrábamos en la cocina angosta de su departamento mientras él preparaba una
fabada asturiana, cuando soltó las palabras inesperadas: “Enrique, tengo un
pequeño ahorro en el banco, y de que se beneficien ellos a que te beneficies
tú… pues, si me lo permites, te lo ofrezco como préstamo pagadero cuando puedas
y como puedas”. No esperaba esas palabras y mucho menos ese generoso
ofrecimiento. A la fecha, ese espléndido gesto de amistad y cariño está grabado
en mi corazón.
Aquel momento de
penurias económicas fue algo difícil en mi vida. Nunca olvidaré que dos grandes
amigos radicados en Chihuahua, el croata Luis Ivandic y Ricardo Seira Feliz, un
español refugiado de la guerra civil, tuvieron la iniciativa de imprimir un
libro en los talleres gráficos del Gobierno del Estado que incluía mi breve
intento poético titulado Poemas legibles, con un tiraje de dos mil
ejemplares. Al tenerlos en mis manos, me propuse vender como mínimo cinco
ejemplares al día en los jardines del campus universitario al salir de clases,
o los fines de semana en las esquinas de la avenida Central de Albuquerque. De
esa manera logré que mi apretada situación tuviera un sano respiro.
Emmanuel Mounier,
uno de los grandes autores recomendado por el jesuita Miranda, maestro singular
a lo largo de mi vida, escribió que el dinero era la prueba de fuego para la
verdadera amistad. “El dinero une o desune en definitiva, confirma y sella
amistades y enemistades”. Aquel ofrecimiento de un préstamo hecho por Ángel fue
motivo de mi más profunda gratitud, de una solidaridad y amistad inolvidable.
Gracias, maestro.
II
Con el paso de
los años, tanto Ángel como yo viajamos en diversas ocasiones a Ciudad Juárez y
a mi natal Chihuahua. En aquellos tiempos leímos en el Museo de Arte e Historia
del Instituto Nacional de Bellas Artes en Ciudad Juárez; también en la Quinta
Gameros y en el Teatro de Cámara de la capital del Estado. Nos reuníamos con
los poetas de la frontera norte y del centro de la región con quienes disfrutábamos
de toda clase de platillos entre amigos y seguidores de su obra poética.
De aquel tiempo
recuerdo con cariño una velada en el Teatro de Cámara del Complejo Cultural
Chihuahua. Ángel, su gran amigo poeta Luis Rius y yo presentamos el libro de don
Ricardo Seira La humedad del silencio. Era un libro memorable, escrito
con arrojo por el excombatiente de la guerra civil española que radicaba
entonces en Chihuahua, don Ricardo Seira. Mi gran amigo fue un campesino del
norte de España, de la provincia de Huesca, que arribó a México como otros
tantos exiliados que se alejaron de su patria por la inconformidad hacia el
régimen del caudillo Francisco Franco. La humedad del silencio fue el
primer libro de don Ricardo y abrió un diálogo nutrido, sin treguas ni
impostaciones con Ángel y Luis Rius. Aquel hombre del campo era un verdadero
poeta que lanzaba en la cotidianidad un torrente constante de metáforas, y
cuyas imágenes pulidas contrastaban con la piel de ese hombre curtida por el
sol del desierto entre la arena y el viento que a veces lastima por su
violencia.
III
En el 2004 invité
a mi entrañable amigo Ángel a San Antonio, Texas. La acogida del público fue
espectacular. Pudimos concretar su visita al Instituto de México gracias a la
entusiasta colaboración de la Casa de España en esa región del país vecino del
norte.
Mis reencuentros
con Ángel me confirmaban una y otra vez que vivió su vida acorde a los
principios esenciales de todo aquello que debería reconciliarnos constantemente
con nuestra existencia. Fue un hombre honesto, con una capacidad de asombro
como ninguno, su sentido del humor era desbordante; era un poeta con una
determinación y definición política precisa; un sabio que tenía un enorme
respeto hacia los demás, que valoraba el amor a la amistad, un maestro generoso.
Debo decirlo, el poeta era un irreverente hacia su salud. Ante las
recomendaciones de sus médicos, además de la nutrida publicidad mediática de su
tiempo que exhortaba a la población a llevar una vida saludable a través de las
abstinencias de los placeres sibaritas, siempre concluía: “me complace
escandalizar a esos fanáticos del ejercicio, las dietas vegetarianas que
rechazan el humo y el licor, manifestándoles que soy partidario de una vida
corta placentera y no de una larga vida sosa, al tiempo que bebo un whisky,
enciendo un cigarro y como quesos, butifarras y demás delicias insanas”.
Precisamente
cuando en mi época como estudiante los exámenes me provocaron una insidiosa
gastritis, las recomendaciones terapéuticas de Ángel fueron: “Enrique, tomemos
un vino tinto y leamos algo de poesía”. La receta calmó a mi espíritu pero no
del todo a mi gastritis.
Ángel González,
lo digo con honestidad, fue un maestro implacable e impecable. El poeta que,
para el orgullo de sus amigos, lectores y familia, obtuvo el Premio Príncipe de
Asturias en 1985, además del V Premio de Poesía Reina Sofía en 1996, y el
Premio García Lorca de Poesía en el 2004, entre otros no menos relevantes, nos
heredó un puñado de excelsos poemarios y libros especializados de poesía.
No solo reconozco
en Ángel al genio literario, sino también, disculpen la insistencia, al querido
amigo con quien reí a carcajadas mientras escuchábamos música de Joan Manuel
Serrat y Violeta Parra. Gracias a él conocí a otro niño de la guerra e hijo del
exilio Paco Ignacio Taibo I y a su dinastía radicada en México.
Ahora que el
tiempo ha pasado y lo tomo en mis manos cual orfebre para armar el rompecabezas
de mi memoria finita y feliz, cómo no recordar las lecturas que he compartido
de Ángel con otros escritores y amigos mutuos, quienes se sorprendían siempre
ante la belleza exacta de sus versos: José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis
entre los asombrados, además del querido maestro Fernando Benítez.
Fue don Fernando
quien decidió publicar la poesía de Ángel en el suplemento de La Jornada,
un descubrimiento sin duda para los lectores de México que me dejó satisfecho
al saber que las palabras del amigo querido llegarían a otras regiones del
país.
Tiempo después,
tuve la fortuna de ser yo quien hiciera la selección de poemas con una
introducción más que respetuosa, en febrero 27 de 1997, para la revista Siempre!
Ángel González cocinaba
paella, bebía whisky, tocaba seguidillas y se amanecía en los bares de Ciudad
Juárez hablando de la vida y la poesía. La última vez que Ángel y yo nos
despedimos fue en mayo de 2007. Nos reunimos en casa de mi querida amiga
Patience Skarsgard, en Albuquerque, con motivo de la celebración de mi
cumpleaños número 63. Por esos días, Ángel se encontraba delicado de salud y
pensamos que tal vez por ese motivo era probable que no asistiera. No obstante,
arribó, apoyado en el brazo de Susana, su mujer y compañera inseparable.
Apareció a paso lento por el sendero del jardín que daba acceso a la
residencia. Aquel fue uno más de sus gestos de indiscutible generosidad.
Compartir con
Ángel la celebración de mi cumpleaños fue el mejor regalo que pude recibir. Aún
lo tengo presente, no sin nostalgia, pues la tristeza de no volver a escuchar
las palabras ni las risas de los que mueren es indescriptible. Ángel pasó la
velada como otras tantas, feliz y guardando silencio para escuchar a los otros
que lo nutrieron también de alegría y paz.
IV
En el 2004, el
príncipe de Asturias don Felipe VI de España y la princesa Letizia Ortiz visitaron
Albuquerque como parte de su gira internacional para fortalecer la presencia de
España en Estados Unidos. Ángel, con su característico humor, repetía que los
habitantes de Nuevo México necesitaban con premura la presencia de la nobleza
europea, para que les permitieran apuntalar su necesidad ancestral de
admiración hacia las monarquías. Esa era, decía, la nostalgia heredada de sus
tatarabuelos que los vinculaba a España más que a México.
En la recepción
de Estado ofrecida a la pareja real reinaron los protocolos, disculpen la
metáfora, y Ángel González, como un desinteresado observador de aquella
fastuosa ceremonia, se mantuvo al margen, alejado del banquete, de las
caravanas cortesanas, bebiendo el whisky que alguna mano le alcanzó hasta su
mesa. Así, el marginado presenció el espectáculo y degustó su bebida en
silencio.
De ese momento,
que además fue público, me han contado que la entonces princesa Letizia, al
percatarse que Ángel aguardaba en su inmensa soledad, rompió súbitamente la
columna cortesana y se dirigió sin atavismos protocolarios hasta el sitio donde
se encontraba el poeta. Detrás de ella se abalanzó el séquito de guardias
celosos de la seguridad de la próxima reina, interrumpiendo el ritmo y el guion
de la ceremonia, pidiéndole que regresara a la comitiva encabezada por los
aristócratas criollos de Albuquerque. La princesa Letizia se sentó al lado de
Ángel y sin reparos detuvo a los cuerpos de seguridad diciendo: “Pero, ¿no
saben con quién estoy? Es el poeta Ángel González, tengan la bondad de no
molestarme”.
Nadie como Ángel…
En la traza de mi memoria que recompone el pasado con cariño, siempre recordaré
al maestro Ángel González que me ofreció infinidad de ocasiones su casa en
Madrid [San Juan de la Cruz # 2], paraíso en la tierra donde se hospedaban con
frecuencia sus amigos Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, quien dibujó en una
canción con gran sabiduría al poeta que todos quisimos y admiramos. Ángel
“agonizó en voz baja por cortesía”, escribió Sabina.
El poeta de
España, poderoso y de fino ingenio a flor de piel, siempre se negó navegar por
las palabras de la lengua inglesa. Aducía con humor que bastaban solo tres
frases para sobrevivir en las reuniones sociales de la universidad por demás
amables, plásticas e insulsas: “I can't believe it!, That’s incredible! y Oh my
god!
Mi maestro Ángel,
en otra de sus muestras de amor y generosidad, escribió un texto introductorio
valioso e impecable para uno de mis libros, un gesto que aún alimenta mi alma.
El Ángel discreto
siempre arropa mis recuerdos. Hoy no estarás, Ángel, para regalarme de nuevo
tus palabras, pero sabe que este libro toma de ti su título a partir de uno de
tus versos donde la metáfora apunta que todo es “un inventario de lugares
propicios al amor”. Recordaré por siempre al poeta “que se muerde las alas, es
decir, las uñas”, al militante que a través de la ironía explicaba también
parte del mundo.
Finalizo porque
debo y porque en mi corazón guardaré los mejores momentos de nuestra vida
compartida, querido Ángel. A ti te agradezco tus palabras precisas, luminosas,
que revelaban con cada línea plena la naturaleza del llanto, del vaivén de los
árboles, de frío invierno, del estruendo de los relámpagos; y tengo la
esperanza de reencontrarnos para continuar esta amistad que perdurará hasta el
fin del tiempo, cuando no queden más rompecabezas por armar. Te recuerdo con
tus versos dedicados a Susana Rivera tu compañera inseparable: Yo sé que existo
/ porque tú me imaginas. / Soy alto porque tú me crees / alto, y limpio /
porque tú me miras / con buenos ojos, / con mirada limpia. / Tu pensamiento me
hace inteligente, y en tu sencilla / ternura, yo soy también sencillo y
bondadoso. / Pero si tú me olvidas / quedaré muerto sin que nadie / lo sepa.
Verán viva / mi carne, pero será otro / hombre.
Hasta pronto,
querido maestro.
Enrique Cortazar es licenciado en derecho por la UACH; tiene maestría en educación y literatura latinoamericana y española en Harvard University Cambridge, y estudios de doctorado en literatura en la UNM Albuquerque. Ha sido profesor de la Universidad Autónoma de Chihuahua, director del Museo de Arte del Inba, director fundador del Instituto Chihuahuense de la Cultura y del Museo Casa Redonda en Chihuahua; director del Instituto de México en San Antonio, Texas; agregado cultural del Consulado de México en El Paso y en Phoenix. Es autor de los libros La vida se escribe con mala ortografía (ECP 1987), Ventana abierta (UNAM 1993), Don de la tarde (Mantis Ed 2014) y Road to Ciudad Juárez: crónicas y relatos de frontera (libro colectivo, Samsara Ed 2014).
Buenas tardes, me gustaría saber dónde puedo adquirir el libro de Inventario de lugares propicios para la amistad.
ResponderEliminarNota del autor: Aún no se publica, espero que salga a mediados de este año 2022.
ResponderEliminarAgradezco mucho la respuesta
EliminarBuenas tardes, ¿de casualidad tiene información acerca de la publicación del libro?
EliminarNada nuevo, sé que todavía no se publica. Una sugerencia: Escríbale a Enrique Cortazar a su Messenger, su Facebook está a su propio nombre.
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