los martes
Virginia
Por Andrés Espinosa Becerra
Ella abrió los ojos. Me dijo dame. Se acercó a mí desnuda, trayendo consigo
el silencio de sus ojos. Sus senos hicieron leves vaivenes. Le di el vaso lleno
de cerveza amarilla. Lo llevó a sus labios y encima quedaron sus ojos fijos en
mí. Me incorporé, sin decirle nada le planté la mano atrás de su cadera. Me
senté al borde del sofá, tratando de gesticular mis sensaciones. Ella lo
comprendió, dio pasos frente a mí a uno y otro lado; durante esos momentos
nunca abandoné sus senos; vio mis ojos y levantó ligeramente el pecho; lo único
que hice fue alzar la mano y ocultar con ella su ombligo; a su regreso la mano
trajo su olor, lo aspiré profundamente, se me estrecharon las entrañas.
Escuchamos a Coltrane iniciar una melodía. Me sonrió levemente y volvió a
recostarse. Se tapó, pero dejó al descubierto uno de sus senos. Afuera, acaso
se estaría poniendo el sol.
Éramos tres, Virginia, Coltrane y yo. En un principio éramos tres, pero
cuando abrí las latas de almejas comenzó la lluvia. Afuera de la cabaña, debido
a la oscuridad, el pueblito de Tomochi se alejó todavía más. ¿habría alguien
escuchado su gemido cuando sintió mis manos alzarle las caderas para buscarla
más adentro? Después de un corto tiempo volvió a gemir, con mayor decisión, con
desmayo.
En verdad siempre habíamos sido cuatro, cuando entramos a la cabaña: un
gato estaba echado en la tarima del porche, al cerrar la puerta, brincó al
dintel de la ventana, ahí juntó sus patas, las envolvió con la cola y se
agazapó para observarnos. Un gato en la Sierra viéndonos desde la ventana. Un
gato y la Sierra presenciándonos.
Las paredes de la cabaña se formaban a partir de tablas verticales, unidas
por medio de una viga horizontal, alineadas correctamente con el piso. Tabla:
corte segmental o longitudinal de un órgano maderero boscoso. Tablas apiladas
mediante un orden primario bajo el manto oloroso de la resina, y sobre la
viruta que enrolla el dolor de la vida vegetal, destrozada, devastada
absurdamente y con voracidad. Tablas del aserradero de Tomochi, que se ha
estado tragando la vida de los rarámuri y de las personas de piel blanca.
Esa vez era una línea continua, sin fin, de góndolas del tren copeteadas
con cientos de años convertidos en troncos de árboles, hasta que me venció la
monotonía, hasta que me di cuenta de que eran muchos los minutos transcurridos,
y en ese momento ya tenía una astilla atravesándome el corazón. Frente a mí
pasaron silbidos de árboles milenarios, pasaron troncos de esos árboles
crecidos con el estiércol de los venados viejos, de aquellos que vagaban
durante mucho tiempo entre los bosques para realizar ceremonias de apareamiento
ante la presencia de la luna y entre la intimidad de aquellos pinos
centenarios; frente a mí pasaron troncos de los árboles que sostuvieron el
cansancio de las caminatas de los rarámuri que son los dueños de todos esos
bosques; frente a mí pasaron las hojas, los silbidos del viento que cruzó todos
esos esos árboles, inertes en las góndolas del tren, mecidos entre los
rechinidos.
Despacio se me fue aclarando la visión de las manos, hasta volver a
percibir el entorno. El gato entreabrió varias veces los ojos. Virginia se
removió un poco en su lugar, descolgó su brazo y su mano recogió el vaso con
cerveza del piso, lo llevó brevemente a sus labios, después volvió a taparse.
Virginia. La veía claramente desde mi silla, lo sereno de su rostro me
impulsaba a celebrar una acción de gracias, quedito, cerca de su oído.
Coltrane seguía sonando en mi mente, a pesar de que el casette se había
detenido. Me levanté de la silla para escoger otro, lo puse a andar; observé el
oro líquido de mi vaso y esperé. Coltrane iluminó nuevamente el interior de la
cabaña.
Coltrane te habla acerca de lo oscuro. No de lo negro. Te participa de lo
oscuro, y es un encantamiento iluminado y humedecido por sus labios. Su soplo
está escrito en un lenguaje que se desliza como picos de ola, con tres y hasta
cuatro arremetidas hacia arriba, apuntando al sol, con un canto singular
envuelto en llamas, con una claridad eslabonada como la ascensión del incienso
árabe, como la elevación intermitente de las llamas del fuego negro, del
inmisericorde sonido de las llamas del fuego negro, Coltrane.
¿Y dónde estaba el gato? Tenía buen rato que no lo veía. Su ausencia me
permitía reconocer que me encontraba en medio de la intimidad, que podía oler
la intimidad. Entonces, inmediatamente, brillo algo en mi mente. Me levanté, y
por primera vez realicé movimientos mayores. Caminé hacia ella, me acerqué a su
oído para decirle:
¿Te diste cuenta?
Mmmmm.
¿Te diste cuenta? Gemiste.
Gemiste como loquita.
Mmmmm, jeje.
Virginia suspiró, acomodo sus piernas, abrazó sus pechos. Me apreté el
miembro en medio de un vibrar prolongado. Se le enrojeció un poco el rostro.
Estábamos completamente a solas con el silencio. Era el olor de la intimidad.
Me acomodé atrás de su cuerpo enroscado, levantando la cobija. La luz débil
blanqueo sus nalgas. Frente a las nalgas de Virginia llegaba hasta las
lágrimas. Frente a la clara visión de sus nalgas, siempre inicio alejándome
hacia atrás, con los ojos cerrados, mientras la visión de su cuerpo sigue
estando frente a mí. Mis ojos se llevan pacientemente el color de su piel, de
sus poros, de sus mínimos movimientos, aun estando ella inmóvil. Camino por ese
cuerpo, bajo, me asomo, me enredo, y en todo momento un vértigo mínimo me jala
a las honduras de su ombligo. El cual beso. Y esa es mi más primitiva
respuesta. Ella siempre se incorpora y me descubre. Me justifica con una
sonrisa. Ve la expresión de mi rostro y entonces me sabe en los adentros de la
enredadera de los deseos, cuando ellos despiertan; después se recuesta y vuelve
a cobijarse. Siempre se despierta con esa misma escena todas las mañanas en las
que nos incinera la luz matinal del día.
Era el pleno inicio de la noche. Era claro que estábamos en medio de la
Sierra. Me dominaba la atmósfera cerrada de la cabaña. Vi mi cuerpo desnudo,
pensé en el encuentro de nuestros cuerpos, cada uno de ellos con sus deseos y
sus pensamientos, sus palabras. Sabíamos que íbamos a estar desnudos,
encerrados en medio del silencio de las montañas, cohabitando con nuestros
olores, cerrando algunas veces los ojos para sentir aún más el contacto
estrecho, para sudar uno en la piel del otro.
Apenas era el inicio de la noche, cambié el casette que había terminado,
por uno de Miles Davis para que lo escuchara ella mientras dormitaba. Dudé.
Puse a Piazzola. Pero ya no había luz solar. Sin luz solar, ¿Piazzola? Volví a
poner a Davis: una de sus piezas en las que se hace acompañar de un piano y en
su trompeta utiliza sordina. Voltee a mirar a Virginia.
Virginia.
Tenía la boca abierta y su rostro adquiría una disposición meditativa. Me
había quedado junto a la música para cuidar a Virginia. Guardaba silencio,
escuchaba, veía las maletas, mis libros, los envases y me descubría a cada
momento pensando, solo.
Las cabañas son como los patios de las casas, tienen una intimidad
resguardada. En ellas estás adentro, lejos de las calles, abierto al cielo, hay
amplitud para la vista, tienes cerca el olor de la tierra y de la humedad,
tienes al alcance el espacio infinito para el vuelo de los pensamientos, y
sobre todo un escondite seguro para los temores.
En esos momentos me llegó un deseo repentino por salir afuera de la cabaña
y observar. No había nada. Afuera ya no había nada. Ni siquiera estaba el gato.
Tomochi se había enfriado con la caída del sereno. Se adivinaba entre las sombras
por el matiz amarillo de los focos de sus casas, al pie de la inmensa negrura
de las montañas que lo rodean. Por encima de esas sombras surgió el sonido
metálico de un camión. Escuchar ese sonido fue como escuchar que alguien
encadenaba el cerrojo de la puerta de la cabaña, justo en el momento de no
querer ver a nadie. Aquel sonido era como la llegada de lo indeseado, de lo
pecaminosamente indeseado.
Tenía que darlo por entendido, se trataba de un camión repleto de troncos
de árboles, largándose a escondidas rumbo al infierno de las fábricas y de las
ciudades y de las tiendas y de las carreteras. Un camión bolillero partía de
Tomochi. Figuraba aquel camión un manojo de hierbas arrancado de tajo, a puño
vivo, del seno de la tierra. Tomochi era el Iscariote cerrando los ojos en la
oscuridad de la noche. Tomochi era la cima donde también uno se podía extraviar
en la perdición de los deseos.
Voltee para mirar la cabaña. Ese animal estaba ahí en el porche, viéndome
fijamente desde no sé cuánto tiempo. Todo se agigantaba junto con las sombras y
las débiles proyecciones de luz que brotaban de las ventanas de nuestro
aposento. No supe en ese momento dónde podría estar más seguro. Ahí afuera,
estático, aplastado por la neblina negra, ante la mirada fría del gato, o
adentro junto a Virginia, que representaba para mí la luz de los seres vivos,
sonrientes, que van de paseo a las montañas para poder verse el uno al otro, ver
sus cuerpos, y poder tomarlos.
Andrés Espinosa Becerra
Andrés Espinosa Becerra, Córdoba, Veracruz. Sus libros son: Quinteto para un pretérito, en coautoría con otros autores, Los días que no duermen, Una casa con silencio y patio, El silencio del gato. Actualmente textos suyos aparecen en la revista electrónica Estilo Mápula.
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