La hora
de Javier Solís
Por Patricia
Ortiz Lerma
Cuando
era niña y tenía cinco años, vivía en una vecindad que era de mis abuelos
paternos. Uno de los patios se comunicaba con la cocina de mi abuela, por dónde
yo cruzaba ‒no sin
antes abrir el refrigerador‒ para salir directamente a la otra calle. De esta forma me
ahorraba media cuadra de camino hacia kínder.
Siempre
iba solita, caminando. Dos cuadras antes de llegar, estaba una tienda de
abarrotes, se llamaba La Equidad. Era muy concurrida, siempre estaba llena de
jóvenes, era su punto de reunión para tomarse la Coca-Cola después de jugar al
básquet bol. Siempre miraban atentos a las personas que subían y bajaban del
camión urbano.
La
calle por la que pasaba el camión era la 20 de Noviembre; aún no había
pavimento.
En esta
tienda de abarrotes yo pasaba a comprar mis dulces favoritos: cerritos de coco,
barrilitos y, si tenía suficiente dinero, una paleta americana de natilla
chiclosa de la marca Charm's. Procuraba comprarlos rápido y continuar mi camino
hacia el kínder para llegar cuando estaba sonando el timbre. Corría tratando de
alcanzar la puerta abierta, pero con mi lonchera bien cargada, a veces era
complicado.
Cuando
era tiempo de calor, no gastaba mi dinero, lo guardaba hasta la salida de la
escuela, pues justo un par de casas antes de llegar a La Equidad estaba un
molino y generalmente había fila para moler el nixtamal, por eso siempre estaba
abierta la puerta. Se entraba por un patio grande y encementado, con muchas
macetas alrededor, en medio había un árbol. A la sombra había una jaula grande,
montada sobre un banco de herrería. Allí vivía un perico grande, de color verde
y rojo, muy chistoso; chiflaba una marcha: tu, tu, tu tu tu. Una viejita era su
dueña, casi siempre estaba sentada junto a una mesa y lo ponía a marchar, eso
sí, solo después de atendernos a todos los chicos que íbamos a comprar sus
deliciosos helados de plátano.
Regresaba
a la casa cuando mi abuela estaba cocinando. Siempre tenía prendido el radio a
esa hora, con el volumen bastante alto, pues le gustaba escuchar La hora de
Javier Solís. Para no interrumpirla, no tocaba la puerta, me iba a rodear
hasta la otra calle y entraba por el zaguán de la vecindad.
En la
primera puerta vivía una hermana de la cuñada de mi papá, por lo que, como los
otros primos que vivían en la cuadra ‒en la esquina pegada a la vecindad‒ le decían “tía”, pues mis hermanos y
yo también la llamábamos igual.
Ella
tenía cuatro hijos: dos niñas y dos varones. Yo jugaba con ellos y con otros
vecinos. Mi tía Ángela vendía tortillas de maíz. A veces llegaba con ella y le
preguntaba:
—¿Me
regala una tortilla con sal y mantequilla?
—¡Claro,
mija! Agarre, esta es su casa.
Yo
salía de ahí saboreando ese delicioso manjar.
Enseguida
vivía Mely, el carpintero y María, su esposa. Enfrente de la llave del agua
comunitaria, la que abastecía a todas las familias, estaba mi casa. Atrás de la
llave había un jardín grande, a los lados estaban colocados unos pasillos
encementados, bancos llenos de macetas.
Donde
terminaba ese patio, había otro más grande con un árbol de mezquites con un
columpio, y muchos tendederos. También había un cuarto grande donde estaba la
carpintería de Mely. En estos escenarios, los niños de la vecindad jugábamos a
los encantados.
En las
tardes y noches nos juntábamos en el zaguán de la entrada a platicar o jugar a
la popa con piedras, o la matatena. A veces tocaba la puerta Che Luján y, como
la puerta tenía un cuadrito de vidrio a manera de ventana, el que lo viera
gritaba unas cuantas veces:
—Che
Luján.
—Che
Luján.
Todos corríamos
a nuestras casas, llenos de miedo. En ocasiones salía mi papá o alguna persona
mayor y le daban algo: comida o algunas monedas. Después lo corrían.
Yo le
tenía miedo, pues siempre cargaba un costal. Mi tía gritaba:
—No se
salgan de aquí o se los llevará Ché Luján en el costal.
Patricia Ortiz Lerma es pintora, ha tomado cursos y talleres de arte, entre otros el Taller de la UACH.
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