sábado, 29 de enero de 2022

Kaito, mi abuelo. María Esther Quintana Millamoto

 

Kaito, mi abuelo

 

 

Por María Esther Quintana Millamoto

 

 

Cuando despertó al lado de unas latas de tomate y de sacos de harina, Kaito se dio cuenta que estaba en una bodega. Le dolía el cuerpo como si lo hubieran apaleado para castigarlo por su audacia de irse en busca de lo desconocido. Akira. Pensó en su madre: su rostro dulce y hermoso, sobre todo cuando se empolvaba para el Setsubun, la fiesta de la primavera. Todos los años iban al festival en el templo donde las jovencitas que se entrenaban para ser geishas, les daban dulces a los niños y les tiraban granos de soya a los asistentes para la buena suerte.  Kaito se acordó que su despedida había sido un día después del Setsubun y pensó en la tristeza de Akira, en su impotencia para detener al hijo que había nacido con sed de aventura. Takeshi, el mayor de los primos paternos, estaba con ellos y le dijo a Akira que no tuviera miedo, que el protegería a Kaito, su primo predilecto y su mejor amigo.

Akira les pagó a los dos el boleto para un camarote de tercera clase en un barco de vapor llamado City of Tokio, el cual los llevaría primero a Hawai, después a Victoria, Canadá, y finalmente a San Francisco. Allí, Koshiro, un tío materno, que había prometido a las autoridades japonesas hacerse cargo de los jóvenes, los esperaría.

Las primeras semanas fueron terribles para Kaito, por el mareo que le revolvía el estomago y lo obligaba a pasar los días enteros en la cama, totalmente arrepentido de haber dejado Osaka. Takeshi, en cambio, se acostumbró casi de inmediato al vaivén del barco y gozaba salir a la cubierta para ver el mar y sentir el aire frío en el rostro. Cuando llegaron a Hawai, y Kaito estuvo ante un océano verde de plantas y flores, sintió que todas las molestias experimentadas en el viaje habían valido la pena. Los árboles de cerezas en flor, que ahora recordaba con nostalgia, eran espectaculares, pero lo que veía ahora era algo que jamás había imaginado.

 El capitán ordenó parar en Hawai unos días, durante los cuales los jóvenes pudieron descansar y probar por primera vez frutas que los dejaron impresionados: la piña les encantó, aunque les escaldó la lengua; se comieron el mango con todo y la cáscara, y el agua de coco les pareció aun mejor que el sake. Además de la oportunidad para probar frutas nativas, Kaito y Takeshi conocieron a algunos japoneses que habían llegado décadas antes a trabajar en las plantaciones de azúcar de Hawai.

Los trabajadores les contaron lo dura que era su vida debido a las largas horas de trabajo y al estricto control que tenían los dueños de las plantaciones sobre ellos. Les aconsejaron que siguieran su viaje y que por ningún motivo se quedaran a vivir allí. Los jóvenes se sorprendieron de que un lugar en apariencia ideal para vivir pudiera ser un lado tan oscuro e inhumano. El capitán dio la orden de partir y los jóvenes se despidieron de Hawai con sentimientos encontrados, por lo que les habían contado los trabajadores de la caña de azúcar.

Las primeras semanas del segundo tramo del viaje fueron más placenteras para Kaito porque ya no sentía las molestias del mareo. Soñaba con llegar a San Francisco para trabajar junto con Takeshi en el pequeño restaurante que había abierto su tío hacía algunos años.  Koshiro había permanecido soltero y, al no tener hijos, anhelaba poder tener la compañía de sus dos sobrinos, al mismo tiempo que ayudaba a su hermana viuda, Akira, a cuidar de Kaito. Por su parte, el sobrino tenía el plan de ahorrar el dinero de su salario por algunos años y cuando fuera mayor de edad se iría con su primo Takeshi a explorar el mundo.

Los jóvenes disfrutaban de su mutua compañía en el barco y pasaban la mayor parte del tiempo en cubierta, hablando de sus sueños y de cómo sorprenderían a sus amigos cuando regresaran a Japón con regalos e historias de sus aventuras a través del mundo. Ambos tenían ya dominada la rutina del día: Takeshi despertaba a su primo, al que le gustaba dormir más que a él; se cambiaban y caminaban por la cubierta para estirar las piernas, y luego iban al comedor a desayunar. El resto del día lo pasaban charlando entre ellos o con otros pasajeros del barco; también disfrutaban leer en su camarote.

Un día, sin embargo, Takeshi no se levantó, y cuando Kaito se despertó y lo vio todavía en la cama, le preguntó si sentía bien. Takeshi le dijo que le dolía un poco el estómago, así que le pidió que lo dejara dormir y que se fuera a desayunar. Al regreso de Kaito, una hora después, su primo seguía en la cama echo ovillo, y cuando Kaito fue a zarandearlo para bromear con él notó que su frente estaba muy caliente. Se lo iba a decir, pero antes de que abriera la boca Takeshi vomitó en el orinal que tenía junto a la cama.

Akito le dijo que iría por el médico del barco, pero Takeshi se lo prohibió y le pidió en cambió que le trajera agua, para ver si le bajaba la fiebre. Akito lo obedeció y le trajo el agua, pero cuando vio que pasaban las horas y su primo no mejoraba, fue por el médico, quien le diagnosticó apendicitis. Les dijo a los jóvenes, que estaban realmente asustados, que tendría que operar a Takeshi, pero que no tenía el equipo necesario, por lo cual el capitán tendría que contactar a otro barco para hacer la cirugía. 

Para fortuna de Takeshi, el Kumeric estaba cerca del City of Tokio y el joven fue trasladado al barco, no sin antes negociar con el capitán canadiense, que solo aceptó ayudar al joven japonés cuando su primo le ofreció todo el dinero que les quedaba para el viaje. Ahí el médico pudo salvarle la vida a Takeshi, pero desafortunadamente, como el barco iba rumbo a Japón, el primo de Kaito tuvo que regresar a Osaka y renunciar a sus sueños de explorar el mundo. Por su parte, Kaito quedó devastado con la ida forzada de Takeshi, pero decidió seguir adelante y cumplir sus sueños por los dos.   

Cuando el barco llegó al puerto de San Francisco, por la noche, Koshiro, el tío de Kaito, lo esperaba para llevarlo a su casa. El capitán del barco le había mandado un cable telegráfico para notificarle la noticia de la enfermedad y regreso de Takeshi a Japón. Koshiro notó la tristeza en el rostro desencajado de su sobrino, pero no pudo decirle ninguna palabra de consuelo porque no le habían enseñado ninguna. Sin saber qué más hacer, caminó en silencio junto al joven. Por su parte, aunque Kaito se sintió aliviado al ver a su tío, no mostró ninguna emoción al verlo, porque en su familia eran muy formales, aun en momentos íntimos como ese. Cuando Koshiro iba a poner la maleta de su sobrino en la cajuela, un hombre repentinamente se le echó encima a Kaito para asaltarlo. Koshiro trató de defender a su sobrino que estaba tirado en el suelo, pero el malhechor lo acuchilló en la garganta y el tío murió inmediatamente. Kaito corrió despavorido y el asaltante lo siguió hasta que un policía los vio e hizo sonar su silbato. El delincuente huyó mientras que Kaito, en lugar de detenerse, siguió corriendo hasta que, desfallecido, se tumbó debajo de una vieja y oxidada escalera donde finalmente se quedó dormido. 

Eso era lo único que recordaba Kaito de la noche anterior, por lo cual era absolutamente desconcertante estar ahora en una bodega de lo que parecía ser un restaurante. La visión de la comida le hizo recordar que no había comido nada desde hacía muchas horas. Entonces pensó en el kaeshi que preparaba su madre en Osaka: unos fideos con miso rojo y algas con los que que Akira lograba rescatarlo aun de sus mayores penas.  Kaito habría dado cualquier cosa en ese instante por comer un kaeshi preparado por su madre. Junto al hambre y la nostalgia por el hogar materno, a Kaito lo golpeó un sentimiento de soledad absoluta.  Se acordó de Takeshi y presintió que ninguno de los dos volvería a verse, porque si su primo había vuelto a Japón sin completar su viaje, algo le dijo que él no regresaría nunca.  

El pensamiento de no ver nunca más a sus seres queridos detonó las lágrimas que había reprimido al despedirse de su madre, en la partida de Takeshi, y, más recientemente, al ver cómo asesinaban a su tío. Su familia le había inculcado que era un descendiente de samuráis, y por tanto nunca debía llorar. Kaito se sintió profundamente avergonzado de lo que consideró una debilidad en él.  Afortunadamente, un olor a comida lo distrajo de su tristeza, y el olor se mezcló a otro igualmente placentero para Kaito. Una mujer que a él le pareció la más atractiva que había visto, se inclinó para ofrecerle un humeante tazón de sopa:

Good morning, darling, are you hungry? Did you sleep well? You’re so skinny. I will feed you and you will gain all the weight you want. [1]

Kaito no entendió ni una sola palabra de las que pronunció la mujer, pero su voz le recordó la de su madre y de inmediato la quiso y le agradeció con un gesto de la cabeza su acto humanitario.

 La mujer se llamaba María y tenía veintiséis años. Su tatarabuelo materno había lidereado la lucha contra los nativos en California a principios del XIX, por lo que la corona española le había dado como premio una concesión de tierras en la Alta California, donde construyó un rancho para la cría de ganado.  El rancho prosperó considerablemente. Sin embargo, la suerte de la familia de María comenzó a cambiar en 1851. 

En ese año, el gobierno de los Estados Unidos obligó a las familias hispanas que poseían ranchos en el país a mostrar sus títulos de propiedad, que en muchos casos no existían o se habían extraviado. Los que carecían de dichos documentos eran víctimas de largos y caros litigios que en la mayoría de los casos los llevaban a perder todo su dinero y finalmente sus tierras.  Este fue el caso de la familia de María, cuyo abuelo tuvo que entregarle su hacienda al gobierno norteamericano, ya que no tenía documentos para probar que era el dueño legítimo de ella.

Con el pequeño capital que le quedó, decidió mudar a la familia a San Francisco, donde abrió un restaurante que luego le heredó al padre de María, quien a su vez se lo legó a su hija única.

A pesar del éxito que había tenido con el restaurante, la joven estaba cansada y aburrida de tener que atenderlo día y noche, por lo cual había decidido irse a probar suerte en México. Le habían dicho que el gobierno de Porfirio Díaz estaba abierto a la inversión extranjera y pensaba que con el capital que había acumulado podría poner un negocio menos tedioso y más lucrativo que el del restaurante. Su plan le parecía perfecto, con la excepción de que le hacía falta alguien con quien viajar porque ya se había cansado de estar sola. Al ver a Kaito, algo en los ojos del muchacho la hizo comprender que ambos tenían un espíritu aventurero, y además el estado lamentable del jovencito le despertó el deseo de protegerlo y cuidarlo. María tomó en un instante la decisión de llevárselo porque era una mujer impulsiva y generosa, así que lo miró a los ojos y le habló en inglés, creyendo Kaito podría entenderla en dicho idioma:

Look darling, you can use a bath. You also need a woman who takes care of you. Come with me to Mexico because here, you and me are being treated like shit. [2]

Kaito se quedó de nuevo sin entender una palabra, lo cual no impidió que le ofreciera su mejor sonrisa a María. Se imaginó viviendo en ese nuevo mundo con ella, la mujer más morena y más inimaginable que había visto en su vida. Pensó que el mayor acto de audacia a sus diecinueve años sería decirle, “quiero estar contigo para siempre”.  Y aunque no se lo dijo en voz alta, su convicción y su promesa de quedarse con ella fueron rotundas, aun cuando todavía no sospechara que esa desconocida había empezado ya a salvarlo de la soledad y del desarraigo.



[1] --Buenos días, corazón, ¿dormiste bien? ¿Tienes hambres? Si estás en puros huesos, voy a tener que engordarte.

[2] --Mira cariño: tu necesitas una mujer que te cuide. Vente conmigo a México porque aquí a ti y a mí nos tratan como a la basura.







María Esther Quintana Millamoto estudió letras españolas en la Universidad Autónoma de Chihuahua, tiene maestría y doctorado en letras hispánicas por la Universidad de California Berkeley. Entre sus obra publicado están los libros Los pícaros, bufones y cronistas de Maluco: la novela de los descubridores fue publicado por Linardi y Risso en Montevideo Uruguay en 2008; Madres e hijas melancólicas en las novelas de crecimiento de autoras latinas, publicada en la colección Benjamin Franklin de la Universidad de Alcalá España.También ha publicado ensayos críticos en revistas arbitradas en México, Cuba, España y Estados Unidos. Actualmente es profesora en el departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Texas.

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