El Animalito
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
Había estado moviendo las macetas del lugar abierto
donde se encontraban, junto a la pared. Protegía las ocupadas por plantas que
ella consideraba más delicadas, cubriéndolas con bolsas de plástico. Se había
anunciado una helada.
Las heladas resultaban en devastación para las plantas
tropicales y subtropicales.
Atareadísima, Emilia se ocupaba de mover los maceteros
más grandes, cuando detrás de uno de ellos lo vió: Un animalito de grandes ojos
y color parduzco. Pensó primero que se trataba de un ratoncito, pero, fijándose
mejor, creyó que sería una lagartijita o un camaleón. Pensó en capturarla. Lo
podría hacer fácilmente usando un vaso de vidrio, pero estaba en el patio y
para encontrar un vaso necesitaría abandonar lo que estaba haciendo e ir a la
cocina por él. Así que no pudo resistir la tentación y lo capturó con la mano.
¡Terrible error!
Atrapado entre sus dedos y la palma de su mano, el
animalito hizo algo. Emilia diría después que había segregado una substancia
pegajosa, pero pudo ser orina o saliva, nunca lo sabremos. El caso es que la
mano derecha de Emilia estaba agarrotada, paralizada o acalambrada como
formando un puño, y no la podía abrir.
Pensó que había aplastado al animal, pero poniendo
atención lo sintió moverse, tal vez respirar. El puño estaba tan apretado que
no podía ver al animalito atrapado. Trató de abrir la mano tirando de sus dedos
con la otra mano, pero no lo logró, también trató de hacerlo apoyando las
puntas de los dedos en el borde de una maceta, con lo cual se provocó intenso
dolor, pero no pudo lograr abrir la mano.
A pocos pasos de donde estaba había una llave de agua.
Pensó que un chorro de agua fría le ayudaría a abrir la mano, ya fuera por el
frío mismo o porque el agua disolvería la substancia aquella que el animalito
había segregado. Esfuerzo inútil.
No quedaba remedio, tendría que buscar ayuda
profesional. Ya se dirigía al garage donde estaba su automóvil cuando se le
ocurrió que no podría conducirlo con aquella mano invalidada. Con su mano
buena, la izquierda, sacó el teléfono celular que llevaba en la bolsa del
mandil. Lo colocó sobre la mesita de la entrada y con un poco de esfuerzo pudo
marcar el teléfono de su amiga registrado en el directorio del aparato.
—Kati, necesito que me lleves al cuarto de emergencias.
Le explicó brevemente lo que había pasado.
—¡Voy para allá! No me tardo.
En menos de diez minutos llegó la amiga.
—¿Y te duele?
—Es como un calambre. Duele cuando trato de moverla.
—¡Vámonos pues!
En el flamante Departamento de Emergencias del
hospital pronto las pasaron a un cubículo donde un enfermero la pesó, le tomó
el pulso, la presión arterial y le colocó un termómetro bajo la lengua. Emilia
alcanzó a oír lo que el enfermero comentó al otro.
—¡Nunca había visto algo así!
—Recuerda a una picadura de viuda negra. El espasmo
muscular y el dolor se extiende del lugar del piquete hacia el cuerpo.
—Pero eso es más doloroso.
Un tercer enfermero intervino:
—Y dice que el animal sigue ahí. ¿Será un sapo?
Llegó el médico de turno. Era un joven galeno de
mediana estatura y disposición atlética que iba enfundado en un uniforme
quirúrgico de los conocidos como pitufos. Después de un examen sumario
preguntó:
—¿Le han puesto hielo?
—Ella trató con agua fría.
—¿Algún problema agregado?
—No, fuera de esa extraña contractura, todo está
normal.
—Ordenaré unos exámenes de emergencia para poder darle
anestesia general y usar un bloqueador neuromuscular y eliminar ese espasmo,
antes de que se gangrene esa mano.
Mientras esperaban los resultados de los
exámenes y preparaban a Emilia para el procedimiento, el enfermero preguntó:
—¿Qué animal piensa usted que encontraremos en esa
mano?
—No sé de ningún animal que pueda causar lo que le
pasa a esa mujer. No me sorprendería que la mano estuviera vacía. Que no haya
nada dentro de ese puño.
—¿Ha visto usted antes algo igual?
—No.
Llegó el anestesista.
—Tomará solo un minuto. Un piquetito y ya.
Emilia sintió que flotaba y diría que casi
instantáneamente el calambre había desaparecido. Ya no sintió cuando el joven
doctor gentil pero firmemente extendió sus dedos.
—¿Alguien tomó una foto? ¿Qué fue pues?
Al abrirse la mano aquella se pudo ver solo una
bolita parduzca. Parecía de pelo comprimido. Después de todo había estado preso
en aquel puño apretado ya por varias horas.
—¿Está vivo o muerto?
La bolita de pelo pareció responder a la
pregunta. Abriendo aquellos ojos ‒los mismos
que habían impresionado a Emilia‒ miraba
fijamente a los enfermeros y doctores presentes. Uno de ellos tomaba
fotografías con su teléfono celular. El que fue a Cirugía por la cámara
profesional no llegó a tiempo. El animalito se estremeció y, así como así,
surgieron de su espalda unas arrugadas alitas y, también así como así,
emprendió el vuelo.
Uno de los enfermeros tomó una toalla y trató de
atrapar al animal. Este, al verse atacado, sobrevoló el bimbo que separaba el
cubículo donde habían puesto a Emilia ‒donde se
había desarrollado toda la acción‒ del resto
del cuarto de emergencias. Como si hubiera estado allí antes o conociera de
antemano el lugar, se dirigió velozmente a la salida. Un empleado de seguridad
que lo vio salir disparado hacia el infinito, diría después: "Era un
pájaro, tal vez un murciélago".
Emilia volvió en sí de la anestesia. Podía abrir y
cerrar la mano sin dificultad, pero sentía como si hubiera tenido un animal atrapado
en ella por horas.
Las fotos del celular mostraban un objeto
informe con dos ojos brillantes, nada más. El doctor especulaba que aquel
animal acarreaba algún tipo de insecto o arácnido responsable de la extraña
parálisis de Emilia.
La fotogafía digital del animal tomada por el
enfermero ha recibido más de 15,000 likes en Internet. Las plantas que
Emilia alcanzó a poner junto a la pared, bajo el techito o proteger con bolsas
de plástico sobrevivieron. Las que no, se helaron todas. ¡Aquí no ha pasado
nada! Todo sigue adelante, ¡así es la vida!
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la
región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante
práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine:
Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace
Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.