El mar que viene
Por Gabriel Borunda
Entre tanto guijarro de la orilla
José Emilio Pacheco
Seño Sofía se levantó temprano, como todos los días agobiada por tres
hijos, las ganas de seguir durmiendo y encontrar en su cama a Pedro Infante y
no al Juanelo, que de tan esposo que era desde los quince años de ella y los
dieciocho de él, ya no tenía más nombre que Juanelo.
Esa mañana, como ninguna otra las ganas de que le cantaran amorcito
corazón al oído le llegaron desde que despertó, pero su viejo ya no tenía
tiempo, quizá algo rápido, sin canto, pero la última vez andaba tendiendo los
cables de luz en una casa de dos pisos y se cayó, se fracturó una pierna y duró
dos meses incapacitado.
Aguantó las ganas y las convirtió en mal humor, prendió el bóiler de
leña y preparó los frijoles con queso, porque ya olían un poco mal y el queso
le daba otro sabor y escondía los olores, renegó porque los hijos se tardaban
en el baño y el Juanelo se tenía que ir.
A las 10 de la mañana coincidió en la tienda con Maruca, la comadre. Con
ella arrastraba una amistad que se había iniciado en los tiempos en que los
mocos escurrían por el frío y no se quitaban con nada.
―¿Ya sabes lo que andan diciendo? ―Seño Sofía se puso en guardia contra
las maledicencias de la gente.
―¿Hora qué dicen, tú?
―Quesque va a explotar el cerro y se va inundar todo Chihuahua.
―¿Y cuándo? ―pregunto alarmada Sofía.
―Que para septiembre.
Llegaron otras mujeres y la preocupación adquirió proporciones de
pánico, faltan tres meses, habría que ir buscando casa en otro lado, quizá en
Aldama.
Martha y yo nos conocíamos desde hacía tiempo, teníamos 10 años, íbamos
en parvada al Cerro Grande, mis amigos de entonces: el Patotas, el Cacharpas,
el Zorrillo, el Héctor, el Tibur, el Mario y el Valdivieso y las amigas Lupe la
gorda, Lupe la flaca, Lupe la pecosa, Mayra, Malena, la Sopas, la Pelos, Rosana,
la Nahuala.
Martha y yo acostumbrábamos subir llevando salchicha, panes, chiles
jalapeños, un tarro chico de mayonesa y sodas o agua. En esos ascensos
descubrimos las caricias y una cueva, a decir verdad no sé si primero fue la
cueva, pero el orden del descubrimiento no es tan importante. El asunto es que
en la cueva había un charco permanente de agua más o menos cristalina a unos
cincuenta centímetros abajo y unos dos metros de ancho.
Aquella noche de junio, Carmela y yo sentados junto en la esquina del
callejón, lugar ideal para besos inéditos por la falta de luz, pero peligroso,
porque Martha vivía en esa calle; en lo íntimo de la oscuridad me contó que ya
habían encontrado casa en Santa Isabel; su mamá, como mis padres eran de allá.
―¿Y por qué se van?
―Pues por el cerro.
―No entiendo.
―El cerro va a explotar en septiembre y todo se va a inundar.
No supe que decir, era una idiotez del tamaño del mundo pero no lo quise
poner en duda, me importaba ella, su amistad, nuestra furtividad romántica. Ni
ella era mi novia ni yo era su novio.
Una semana después vendieron la casa a un señor de Guadalajara que se
arriesgó a comprar, por supuesto, más barata, pero a sabiendas de que toda la
colonia se inundaría. Luego se marcharon los Santana, el papá era
ferrocarrilero y tenía una casa en La Junta, pidió su cambio, aunque no vendió
la casa Esperaba que pasado el episodio de la reventazón del brazo de mar, las
aguas bajaran y él, y su familia, pudiera regresar.
La mamá de mi amigo Rogelio lloraba porque su esposo era un pirujo
incrédulo, que por andar en sus putedades no había buscado cliente para la casa
ni se había preocupado de buscar alguna en Aldama o ya de menos en Santa
Eulalia.
Don Nabor, ya a medio embriagar, llegaba de su turno en el ferrocarril y
cuando le empezaban a decir lo del Cerro Grande, solo se enojaba y les decía:
―…bola de viejas pendejas ¿De qué les sirvió estudiar? ¿Cómo se les
ocurre que va a haber un brazo del mar que viene desde Mazatlán?
Fue ahí dónde Martha cometió un error.
―! Yo he visto el hoyo, cuando subí con Néstor! (ese soy yo). Hallamos una
cueva, ahí existe una como alberca, hasta nos metimos a refrescarnos.
El asunto se estaba poniendo feo y me fui rápido, sin despedirme. Esperaba
que el papá, don Nabor, no preguntara ¿Cómo es que nos metíamos? ¿Estábamos vestidos
o desnudos? ¿Por qué llevábamos traje de baño al cerro? Y ¿Con qué permiso se
iba conmigo?
Al otro día me reclamó mi falta de apoyo; el viejo maquinista no creyó
que hubiera agua en la punta del cerro. Solo pude pensar en el desperdicio que
era que estudiaran estas muchachas, por bonitas que estuvieran y en mi suerte
buena, ya me veía traspasado por un disparo reparador de honras.
El señor de Guadalajara y otros que llegaron trajeron a un geólogo más
falso que una moneda de tres pesos y les explicaban a los pobladores de las
colonias Rosario, Dale, Cerro de la Cruz y Díaz Ordaz, que Chihuahua
desaparecería y volvería a ser el mar que siempre había sido, porque toda el
agua que venía desde Mazatlán reventaría y se vertería por el enorme cráter que
se estaba formando en la punta del Cerro Grande.
―¿Cuál cráter? ―me preguntó Lupe la flaca.
―Apenas la semana pasada subimos y no había más que la tinajita de la
cueva. Seguramente habrá otras cuevas ―dije con una cara de duda enorme.
Total, ese día se vendieron como veinte casas.
Llegó el día de la gran erupción de agua, las calles de las colonias se
llenaron de personas en procesión, se decía que hasta el obispado había vendido
las iglesias de las colonias, la gente salía a las calles y lloraba.
Un pastor de la iglesia de la Santa Muerte dijo que solo con el
sacrificio de una virgen de quince años se conjuraría el mal. Yo miré a mi
vecina que le acababan de hacer sus quince antes de tiempo por si nos moríamos
ahogados. Pensé que en toda la colonia no habría virgen alguna.
Don Nabor llegó temprano y sin haber bebido, recordó la conversación de
Martha y todas las preguntas del mundo se le agolparon, supo que su hija ya
había dado el mejor de sus tesoros, pero haciendo de tripas corazón le exigió
que lo llevara hasta el lugar.
―No vaya, don Nabor, se va a morir ―recomendaban algunos vecinos
Una vieja empezó a llorar por Martha a grito pelado. Me entró miedo,
creí que el viejo maquinista mataría a Martha y luego seguiría conmigo; pero no,
la vieja creyó y luego muchas más, que iba a echar a Martha por el Cráter para
calmar al dios de la naturaleza.
Cuando llegaron casi al nacimiento de la cuevita, Martha piso un piedra
boleada y rodó como cien metros por la cara este del Cerro, fuera de la vista
del papá; no la hallaron. Aunque el viejo era masón, aseguró que su hija se
había sacrificado para salvar a Chihuahua.
Fueron días y días de novenarios y procesiones, me parecía ridículo el
asunto, sabíamos que no había un gran agujero en el cerro, que Martha ya no era
virgen, yo podía dar fe, que el agua de la tinajita si estaba salada era por
los meados de los que nos metíamos ahí, pero no porque venía desde el Mar de
Cortez. En fin Martha murió, se condenó el agujero que conectaba a Chihuahua
con Mazatlán, y la ciudad se salvó.
Dicen que el espíritu de Martha se aparece por las noches.
Unos tapatíos se quedaron con una gran cantidad de casas y terrenos,
muchos dicen que estaban en contubernio con las autoridades.
Yo quisiera que Martha se apareciera y me platicará cosas sobre el lugar
en que ahora está, pero nunca la he visto Dicen que soy incrédulo, será por
eso.
Gabriel Borunda Olivas es licenciado en letras españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua y maestro en filosofía por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Entre sus libros publicados hay estos: Asesinato en la biblioteca, Para empezar a escribir y La lectura de los jóvenes en Chihuahua.
ResponderEliminarLos cuentos de Borunda, de fresco hiperrealismo mexicano, tienen el toque divino de quien ama profundamente a los seres humanos y a la cotidianidad de su pueblo. Y a la utopía.
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