Chihuahua o el discurso activo de lo
abyecto
Por Víctor Córdova
El abierto sinsentido en que se ha enfrascado
cada una de las culturas que ha hecho del discurso activo de lo abyecto su
brújula y guía, no es sino la manifestación más ostensible de la manera
equívoca en que noshemos apropiado del entorno.
Un paradigma heredado del siglo
pasado nos ha hecho entender por progreso cierta forma de aniquilación.
Deambulamos por la vida engullendo
todo lo que nos rodea y excretándolo –también de manera ostensible y deliberada–
sin el mínimo reparo en ello. De la oportunidad de la convivencia hacemos el
vesánico circo de la interacción violenta; violencia que se fundamenta en la
negación del otro, de lo otro.
Para muestra de ello puede basarse
uno en el ejemplo más común, pero, asimismo, más contundente –contundencia que
resulta no solo de lo real e innegable de la situación, sino de lo
terriblemente desagradable de la misma–: El vecino que en un acto abierto de
desdén olímpico, se da a la tarea de hacernos saber sus gustos musicales y de imponérnoslos,
gustos a veces apegados a la moda del narcocorrido,
así como de hacernos saber de la manera más evidente posible lo orgulloso que
está de ellos, confundiendo el escuchar música con el acto de elevar a niveles
de estridencia el volumen del aparato reproductor de sonido donde alegremente
deja correr las melodías que le hablan de sus héroes y sus anhelos.
La estridencia se convierte así en la
impronta violenta de una especie de nihilismo no solo no filosófico, sino
construido desde un ethos de innegable minimización del otro. Pensar en el
postulado de Hobbes “El hombre es el lobo del hombre”, no resulta únicamente inevitable,
sino digno de empezar a contemplar como fundamento de una nueva teoría de licantrofilia o licantrofobia, según sea el ángulo desde donde esto se aborde.
Licantrofilia
si se piensa en la posibilidad de que a partir de este ethos de negación del
otro, basado, entre otras cosas en la estridencia –no solo la estridencia del
ejemplo en particular, sino la estridencia como práctica cultural–, no falte
quien considere oportuno y adecuado mantener la confrontación como única forma
de vida o bien, como la principal.
Licantrofobia,
si a partir de la consolidación de semejante ethos, lo que emerge es una
sensación de frustración y un terror tan grandes que llamen, a quien las
experimenta, a mantenerse en una alerta de desconfianza considerablemente
elevada.
Ya sea que acabe uno por amar esta
condición lobezna, o por detestarla
pero, a pesar de esto, aprestarse a vivir a la defensiva por causa de ella; ya
sea que acabe uno por hacerse a su inercia y a sus reglas, o bien, por dejarse
rebasar por la sensación de frustración, ira e impotencia que dicho estadio
trae consigo, no asoma, en ninguno de estos casos, ni la más remota posibilidad
de una panorama halagador o siquiera deseable.
Y esta situación violenta de
constante ofensiva y de estridencia deliberada no solo se presenta como un
ejercicio de relación entre semejantes, más allá de ello es la rúbrica con la
cual sellamos varios de nuestros actos, incluyendo, desde luego, la relación
con nuestro entorno.
A la par de movimientos cibermasivos, como la creciente
insistencia por suspender y sancionar las corridas de toros –insistencia que,
dada la vehemencia de su discurso, a veces da más la idea de tratarse de un
acto colectivo de expiación que de una auténtica postura zoohumanitaria o neoecologista–,
y de prácticas ultrahipócritas y anodinas –como la delimitación excesiva de
áreas libres de humo de cigarro que varias instituciones oficiales promueven
hasta la más absurda discriminación para alcanzar certificaciones que reflejen
su incansable lucha por domesticar al hombre incauto y por liberar al aire de
las emanaciones de tabaco, dejándole ese privilegio a los automóviles, a los
que por cierto les rinden pleitesía sacrificando áreas verdes y espacios de
esparcimiento que transforman en santuarios para vehículos, esos que llamamos
estacionamientos-, se erige una cortina de estridencia visual y auditiva que
encubre –para quienes están acostumbrados a dejarse cegar y ensordecer con
facilidad– otro pernicioso discurrir: el del ecocidio real y ostentoso con el
que nuestra ciudad se transforma día a día en una especie de círculo infernal
que, de haberlo conocido, seguramente Dante ni por error hubiera decidido incluir
en su obra más representativa, dado su antiestética y esquizofrénica
apariencia.
El espacio principal al que hago
referencia es la nueva periferia cuasi-clasemediera de Chihuahua capital.
Espacios habitacionales denominados acertadamente fraccionamientos brotan de
forma arbitraria en consonancia con el afán de crecer y expandirse de acuerdo
con criterios alejados de toda concepción realmente sustentable. Acertadamente llamados
fraccionamientos, porque en ellos no solo se distingue un trazo urbano
–pésimamente planeado, por cierto– que implica un división por fracciones
específicas donde los conjuntos habitacionales –cada vez más estrechos y más
costosos– se acumulan uno junto a otro, sino porque dicha distribución se hace
en detrimento del entorno, incidiendo en él de tal suerte que lo impacta de
manera negativa al fraccionarlo tan burdamente; como se supone que Jack el descuartizador lo hacía con sus
víctimas.
En un arranque de inocencia podría
pensar alguien que esto sucede porque no se ha ejercido la tarea de avisar a
Desarrollo Urbano del Estado y del Ayuntamiento lo insostenible que es a
mediano y largo plazo este tipo de crecimiento. Sin embargo basta, para que la
inocencia y la buena fe de este razonamiento se agoten, con que algún avezado
en estas cuestiones, con conocimiento de causa, nos explique el origen de la
dinámica real que genera dicha problemática: la corrupción –ese combustible
inacabable de la cultura nacional y local, por no decir del modelo capitalista
en general–.
“Cantidades importantes de dinero
corren en los escritorios de quienes autorizan y supervisan semejantes
proyectos; ¿te doy nombres?” –me dice alguien que sabe de lo que habla en estos
casos en que el soborno dinamiza las decisiones políticas de cualquier índole.
Ante tal circunstancia, retorna
entonces ese pensamiento molesto pero altamente confirmable en la práctica
cotidiana de la urbanización local: la licantropía cultural que vivimos es tan contundente
que en su hambrienta condición ha desatado una vorágine suicida. El hombre es
el lobo del hombre… y de la tierra. Somos lobos para con nosotros mismos, no ha
de extrañarnos que lo seamos también para con el entorno. Si no lobos, sí seres
rastreros, como esas lombrices de jardín que por el extremo de la boca engullen
la tierra para hundirse más y más en su centro, y por el otro extremo la
excretan de manera inmediata. La diferencia sustancial es que dichos insectos
en este acto fertilizan la tierra, le agregan sustancias benéficas para plantas
y animales –incluidos nosotros, obviamente–.
Nuestro incidir en el entorno
presenta con esta analogía una diferencia fundamental: nosotros excretamos lo
que engullimos, convirtiéndolo en desecho inservible, en escombro. Un proceder
abyecto enfila nuestros pasos hacia un futuro construido sobre capas y capas de
un paisaje escombrado, derruido; hábitat donde germinan alegremente paradojas extrañas:
consignas antitaurinas que pretenden
demostrar que somos seres altamente éticos y responsables,así como reglamentos
de moralidad estricta para arrinconar a los consumidores de tabaco en espacios
tan reducidos como ciertos criterios institucionales, amparados en la contingencia
de lo coyuntural, mientras nos movemos con base en la estridencia sonora que
nace del coito entre dos fuerzas contundentes: la tecnología oriental materializada
en aparatos electrónicos de sonido, y el vacío aterrador de los cráneos sujetos
a cuerpos que deambulan por la vida en una inercia que el mercado y el crimen
organizado dictan a manera de ética y estética, de hábito y gusto.
Visto así, no parece extraño que
estén de moda series televisivas y sagas cinematográficas sobre zombis, sobre esas
criaturas espectrales, hambrientas de carne viva, mientras ellos –los zombis–
no son sino cúmulos de tejidos putrefactos, de carne muerta, animados por quién
sabe qué extraña indolencia.
Su presencia grotesca y espectral empata
bastante bien con la personalidad social y cultural que nos define actualmente.
Insensibles a causa de un hambre burda y caricaturesca, obedecemos de forma
violenta a los primeros impulsos de sobrevivencia, confundiendo lo necesario
con lo contingente: grotescos y abyectos.
Según ciertas definiciones
etimológicas de la palabra abyecto, este término viene del latín “abiectus”, que significa, en una primera
aproximación, “delincuente”. No obstante, superamos esta delimitación
prioritariamente moral del término, cuando vamos hacia las partes que lo
conforman: el prefijo “ab”, que significa “separación exterior de un límite,
privación”, y la partícula “iectus”,
que quiere decir “tirado, lanzado”. De aquí, llegamos a otra definición de
origen, que nos repite se trata de una palabra que viene del latín “abiectus”, participio pasado
de “abiicĕre”, es decir “rebajar,
envilecer”.
Esto es,
nuestra deliberada actitud confrontacional, nuestro actuar de forma estridente,
es abyecta, pues separa o desprende, y arroja; lanza lo desprendido, que no es
otra cosa que “lo otro”, “el otro”, a quien desincorporo del plano de la convivencia
que compartimos de forma inevitable, y lo arrojo al plano nihilista del
desecho. También, es entendible que en este acto, “el otro” y “lo otro”, al ser
arrojados de esta manera, están implicados en un acto que me envilece, que me
degrada, trayendo consigo como consecuencia, una degradación y un
envilecimiento perpetuados sobre ellos dos también.
En el retablo de la cotidianidad
abyecta que conforma nuestro ethos, están implicados no solo los ejecutantes de
este macabro e ingrato ritual, sino también aquellos que se arrojan al desdén
desde lo inocuo convertido en causa social y desde las prácticas de la
hipocresía investidas de institucionalidad.
Al amparo de estos despilfarros de
energía humana y cultural, se gesta y se acrecienta un discurso no propiamente
teórico, sino práctico, más bien activo; discurso que enuncia como postura y
mensaje principales la abyección y sus respectivas variantes.
El discurso activo de lo abyecto se
nos presenta, nos acomete con tal fuerza que nuestros sentidos, cuando no
estamos domesticados bajo el yugo de las costumbres diarias y del conformismo,
se ven impactados hasta la agresión.
Volviendo al asunto del ecocidio
ejercido en nuestro entorno inmediato, la prueba más fehaciente de esto es esa
absurda y criminal tendencia que impulsa a la erosión humana de los cerros de
la comunidad para hacer de este hábitat el ocaso de la desertificación urbana.
La necesidad de la vivienda se confunde con la contigencia de la construcción,
por ende, en un sentido excesivamente utilitarista, los cerros –elementos
abundantes y, por tanto, fundamentales en nuestro ecosistema y en nuestro
patrimonio natural y cultural– se convierten en las víctimas favoritas de las
inmobiliarias que devoran todo a su paso, gracias a la libertad que les confiere
el ya mencionado ejercicio del sistema corrupto en que nos desenvolvemos.
Una abyección activamente discurrida
se nos presenta a lo largo de la autopista Chihuahua-Aldama, donde, en la
medida que la sombra del urbanismo se expande. Las formaciones rocosas de la
serranía interna de la ciudad son violentadas para dar paso a la extracción de
materiales de construcción, edificación de puentes, elaboración de caminos,
rutas de asfalto, levantamiento de fraccionamientos que elevan el gasto interno
toda vez que la extensión de servicios hasta estos núcleos habitacionales se
torna cada vez más compleja. Etcétera.
Duele en verdad ver cómo a las
constructoras les es fácil y viable echar a andar maquinaria pesada y desgarrar
los cerros o, incluso, desaparecerlos para asfaltar un camino, usando como base
la misma superficie del promontorio agredido, mientras al otro lado dela carretera,
dompes y camiones de cargan vacían a
diario enormes cantidades de escombros de viejas construcciones derruidas. Por
un lado se desgarran los cerros para con ellos construir caminos y casas, y por
el otro, desechos de viejas construcciones son abandonados en el paisaje,
contribuyendo a la estridencia visual y climática con que decoramos lo que nos
rodea.
Lo dicho: somos una nueva y gigante
variedad de lombriz de tierra, devoramos y excretamos con una facilidad
aberrante. Convertimos los cerros en escombros, en paisaje de ruinas –porque
somos ruines– y el hábitat en un cementerio donde nos sepultamos bajo capas y
capas de indolencia, inocuidad, estridencia, iniquidad y basura.
Ante semejante contradicción, ante
tan absurda barbarie, ya no sueña uno con que estos agentes abyectos –o sea delincuentes–
de la construcción/destrucción consideren la diferencia entre necesidad y
contingencia o bien, piensen en la importancia del desierto y de los cerros de
la localidad en cuanto a su valor ecológico y estético –es decir, que los vean
como lo que son, parte de nuestro patrimonio natural y cultural; sí, cultural,
porque juegan un papel importante en la conformación de nuestra identidad local–.
Ni siquiera apela uno a su sentido
ético o moral para que dejen de sobornar autoridades y se sienten a revisar,
con quienes sepan y deban hacerlo, los verdaderos proyectos sustentables de
urbanización que en realidad son requeridos; no. En todo caso, se espera que el
replanteamiento de este discurso activo de lo abyecto se dé gracias a la
demoledora respuesta que el clima natural está dando a nuestros actos de
agresión al entorno. El extremo calentamiento de la ciudad padecido en
recientes veranos no es fortuito, no es espontáneo.
Cocinamos a fuego lento nuestro más
desagradable futuro.
Una sonrisa amarga florece en mi
rostro cuando alguien me dice, a propósito de las últimas lluvias que han caído
constante y copiosamente en la ciudad y en el estado: “Después de todo, Dios no
nos olvida”. En mis más íntimos pensamientos internos, tengo una respuesta casi
dialéctica a esa aseveración: “Más bien creo que la naturaleza se aferra a
decirnos que estamos de paso y que no le importamos un comino. La lluvia es la
manera más ostensible con que nos recuerda que, a pesar de nosotros mismos y de
nuestra abyecta actitud, ella puede volver a reverdecer los cerros y las planicies
cuando le dé la gana.”
Este paisaje verde con delicioso
aroma a humedad no es un regalo del cielo, es un reclamo irónico de la
naturaleza; no es premio o merecimiento alguno, sino advertencia, reto.
Claro está, me trago mi comentario.
No veo el caso generar una discusión estéril y aportar más ruido o ensanchar y
hacer más prolijo este discurso activo de lo abyecto.
Víctor Manuel Córdova Pereyra es
licenciado en artes escénicas por la Facultad de Artes de la UACH, cursó
maestría en humanidades, con especialidad en filosofía de la Cultura en la
FFyL. Profesor del área de literatura en el CEDART David Alfaro Siqueiros, director
del Grupo de Teatro Enrique Macín desde 2006. Ha publicado las obras de teatro Los milagros de los santos olvidados,
además de la trilogía Seres de frontera,
que incluye las piezas de dramaturgia Los
dioses de piedra, Esperanza y los
culpables y Tiro de gracia.
Además ha publicado artículos y ensayos sobre cine, teatro, poesía y filosofía
de la cultura en El Universitario, Synthesis, El Diario de Chihuahua y Metamorfosis.
De 2001 a 2005 fue director de teatro de la preparatoria del Tec de Monterrey,
Campus Chihuahua. Actualmente se desempeña como profesor en la FFyL y como jefe
de unidad de Gestión Cultural y Patrimonio Histórico y Artístico.
El autor hace en este ensayo una reflexión acerca de la depredación ecológica de varias constructoras de Chihuahua y la hipocresía de ciertos ecologistas de escritorio.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con esta reflexión de Víctor, demasiado. Es un pensamiento que pocos obtienen al recorrer las ciudades de México, a pie, en camión, o inclusive en compañía.
ResponderEliminarEl asunto metafórico de la lombriz es totalmente esclarecedor. Somos depredadores per se. La estridencia como una forma de socialización violenta.
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