jueves, 25 de diciembre de 2014

JChM. The Jiménez affair




The Jiménez affair


[Primera parte]


Por Jesús Chávez Marín


[Título tomado en la novela The Buenos Aires affair, de Manuel Puig]


Bernardo bajó de llegó en su troca muy temprano al extenso y bien arbolado huerto de su propiedad; a sus cuarenta años, era uno de los nogaleros acaudalados de Jiménez, donde se produce la nuez más sabrosa del mundo. Su trabajo le había costado, empezó desde joven desbrozando la vasta extensión de terreno que le habían heredado sus padres y plantando en persona, con paciencia y vigor, cada una de las varitas muy verdes que ahora eran árboles majestuosos.

Esa mañana de lunes andaba preocupado porque el viernes anterior su hija Catalina regresó a casa a las cinco de la mañana; había ido con sus amigas a la coronación de la reina del Club de Leones. El baile terminó a la una; a partir de las tres empezó hablarles, con mucha pena por llamar a tan altas horas de la noche, para preguntar a cada una si andaba con ellas, o a qué hora se despidió.

Al principio le contestaron puras vaguedades y evasivas, con ese estilo de los jóvenes en la comunicación con adultos. Pero cuando sentían que el señor se escuchaba de veras angustiado, le dijeron que se había ido a Camargo a otra fiesta, a una casa donde había una boda. Esa ciudad queda a una hora de distancia, a Bernardo no le cabía en la cabeza que su hija no le hubiera avisado. Estaba casi seguro de cuál era la causa.

Tres meses antes había llegado a la ciudad un joven muy elegante y misterioso; por ahí se decía que andaba en un negocio de terrenos, o de ganado, o de bienes raíces, según versiones distintas. Llegó en un carro BMW color blanco, de lujo y del año. No se hospedó en alguno de los hoteles del lugar, llegó a una casa solariega y enorme que está en el Parque de las Lilas, la cual se mantenía muy limpia y desde hacía varios meses parecía deshabitada. Luego se supo que era de su propiedad.

Al primer baile de la temporada que hubo en el Club de Leones, no faltó quien lo invitara; es más, le llegaron tres invitaciones de familias distintas. Entró como príncipe por la puerta del frente, atrás venían dos discretos ayudantes con regalos para los novios, pues era fiesta de boda, y también dos cajas con botellas de Johny Walker Etiqueta Negra: era lo que tomaba el señor.

Todo Jiménez estaba invitado; cada quien tenía su mesa reservada con sus nombres en unos cartelitos de lujo, diseñados en Chihuahua. En un lugar cerca de la pista de baile estaba la silla del fuereño; hasta allá lo llevó del brazo una edecán preciosa, muy sexi en su traje sastre, fascinada con la belleza del muchacho.

Media hora después, llegó Catalina del brazo de su padre: resplandeció el lugar. Era una mujer de 18 años, pintora desde niña y que en ese entonces estudiaba en Bellas Artes. Alta y espigada como un árbol de luz, saludable y curvilínea, de piel rosada y pelo rubio que usaba muy cortito, al estilo de los años veintes. Era bellísima; quien la miraba no podía apartar los ojos hasta que la voluntad o la buena educación le hacían entrar en razón y recuperar la cordura. Un silencio de tres minutos cayó como sombra o arco iris silencioso en todo el salón. La miraban como a un milagro.

El príncipe y sus ayudantes también estaban inmóviles en sus sillas, congelado el movimiento de sus manos, el vaso del whisky a medio camino hacia la boca, el encendedor con la llama inmóvil cerca del cigarro Marlboro rojos, un río diminuto y cristalino, casi invisible, desde labios humedecidos.

Imperiosa y alegre inició la música de la Orquesta de Beto Díaz; a la tercera canción de la tanda, Catalina con la altivez de una reina y con la sencillez de hija consentida de su padre, miró acercarse hacia ella al elegantísimo forastero, a quien no había visto nunca y ahora la miraba como aparición.

  ―Señorita: soy Fernando Aguirre. ¿Me concede esta pieza?

La mujer bonita le dio su mano en silencio, mientras se levantaba de su silla.

Bailaron toda la noche. Como en los cuentos de hadas, parecía que en la fiesta solo ellos tenían corporeidad. A veces salían al extenso jardín y platicaban sentados en una banca, mientras desde el ventanal Bernardo no los perdía de vista. Era viernes, quedaron de verse al domingo siguiente, a la salida de misa en el templo del Santo Cristo de Burgos, donde ella y su padre asistían siempre a las 12.

Caminaron a lo largo de la Calzada. Ella siempre parecía vestida de lujo, usaba vestidos que nadie sabía de donde llegaban, de París, Nueva York o de los Siglos de Oro españoles; desde niña había elegido sus prendas de vestir como si compusiera una obra de arte: blusas, perfumes, estolas, joyas, minifaldas o trajes de coctel, y cada pieza parecía como si hubiera costado diez mil dólares. Él vestía con sencillez un levi’s y una camisa vaquera de marca; no usaba botas como los hombres del lugar, sino unos zapatos italianos que resplandecían como si fueran de oro labrado en color negro.

Al final del paseo, cerca de la estación ferroviaria, los esperaban dos ayudantes de Fernando; cerca estaban estacionados el carro blanco y dos camionetas azul marino. Catalina parecía no haberse dado cuenta que todo el tiempo, a discreta distancia, habían ido tras ellos otros dos ayudantes, uno a cada orilla de la Calzada.

―¿Quieres ir a Colina? ―le dijo él. Era de pocas palabras, y en eso se parecían los dos.

―Pero está muy lejos, oyes. ¿A qué hora volvemos?

―Temprano. Comemos en un restaurante que está a las orillas del lago, o, si quieres, en una casa que tengo allá; andamos un rato a caballo. Antes de que llegue la noche ya estamos de vuelta.

―Bueno. Vamos.

Se veían dos veces por semana, los jueves y los domingos. Fernando procuró hacerse amigo de Bernardo, platicaban de nogales, de ganadería, de herramienta; tomaban en las tardes un vaso de whisky, de vez en cuando jugaban dominó. A pesar de que el primero era joven, apenas 27 años, hablaba con templanza y madurez; había recorrido el mundo, era lector constante y tenía la profesión de ingeniero industrial, aunque la especialidad de su trabajo eran las finanzas, había estudiado una maestría en esa disciplina la Universidad de Nuevo México en Las Cruces, según dijo.

El noviazgo ya duraba dos meses viento en popa, pero a Bernardo no terminaba de cuadrarle el muchacho. Era demasiado secretoso, llegaba los jueves por la niña en su carrazo y se la llevaba como si fuera su dueño. Y aunque la mujer estaba acostumbrada a ser altanera e imperiosa, con él parecía una gatita mimada. Con él había conocido el vendaval del primer amor, el que parece único y para siempre.

Nadie sabía de dónde llegaba, si vivía en Jiménez o en cualquiera otra parte del mundo. Si viajaba constantemente o era sedentario por amor en la ciudad de su princesa. Con naturalidad manejaba un caudal inagotable de recursos, aunque era discreto y sencillo, nada ostentoso. Pero nadie sabía bien a bien de dónde tenía tanta fortuna, ropa cara, carros lujosos, casas enormes y fincas en Colina, en Camargo, en Parral, en Chihuahua y en Juárez.

La noche que Catalina no llegó a dormir a casa fue la gota que derramó el vaso, semáforo en rojo en la angustia del padre. Cuando llegó, a las 5, Bernardo la esperaba en el zaguán de la entrada principal.

―¿Pues qué pasó, m´hija? Me tenías con pendiente; esas cosas no se hacen.

―Cuáles cosas, papá. Tengo 18, ya soy adulta. Trátame como tal. Ya sé cuidarme solita.

―Pero cómo crees. Siempre te he dejado tomar decisiones, pero hasta hoy habías sido sensata. Ninguna señorita decente duerme fuera de su casa, eso lo tienes muy claro.

―Papá: es mi vida. Y ando muy cansada, no quiero discutir.

Haciéndose la indignada escapó de prisa hacia su recámara, no se quedó a esperar regaños, conocía bien a su padre para saber que no la obligaría por la fuerza a confrontarlo.

Bernardo era hombre práctico y tenía sus contactos; llamó a un amigo suyo y viajó a Parral, donde se reunieron en el Café Calipso. Le platicó todo el asunto.

―Okey, Bernardo. Por lo pronto el nombre no me suena, pero esta misma tarde me echo un clavado en los expedientes, a ver qué hallamos.

Al regreso ya había caído la noche, notó que desde el centro de aquella ciudad lo había seguido un mismo carro, un Neón nada discreto, azul eléctrico, y ahora también venía a prudente distancia de su troca. Hombre de decisiones rápidas y bien pensadas, se metió a una brecha de terracería, rumbo al rancho de Los Carrejo, amigos suyos. El Neón siguió de largo, no se metió a la boca del lobo.

Al día siguiente los informes fueron terribles. La foto que Bernardo le había dejado a su amigo, agente de muchos años en la Judicial del Estado, coincidía con varios legajos que lo señalaban como presunto protagonista de asuntos muy peliagudos. El sujeto que dijo llamarse Fernando Aguirre usaba otros siete alias, y posiblemente ninguno de los ocho nombres fuera el verdadero, ya que ninguna acta de Registro Civil apuntaba como oficial de nadie que coincidiera con la edad aproximada ni el perfil del sospechoso.

Haciendo una estimación de su trayectoria, lo sorprendente es que siendo tan joven, fuera tan corrido. Hijo de un narco de Sinaloa, pertenecía a una nueva generación de criminales, toda una casta de herederos que desde niños fueron a escuelas particulares, que si no son las mejores en la academia que la educación pública, sí resultan fuente de relaciones convenientes y acenso social. El llamado Fernando había estudiado la secundaria y la prepa en el Tec de Monterrey, licenciatura y maestría en administración financiera en… [Este relato continuará].




Chávez escribe en los siguiente sitios:
http://issuu.com/luiscarlossalcido


2 comentarios:

  1. Con título tomado de la novela The Buenos Aires affair, del gran escritor argentino Manuel Puig, inicia este relato cuya acción sucede en Jiménez Chihuahua.

    ResponderEliminar
  2. hola, aún esperando la continuación

    ResponderEliminar