The Jiménez affair
[Primera parte]
Por Jesús Chávez Marín
[Título tomado en la novela The Buenos Aires affair, de Manuel Puig]
Bernardo
bajó de llegó en su troca muy temprano al extenso y bien arbolado huerto de su
propiedad; a sus cuarenta años, era uno de los nogaleros acaudalados de
Jiménez, donde se produce la nuez más sabrosa del mundo. Su trabajo le había
costado, empezó desde joven desbrozando la vasta extensión de terreno que le
habían heredado sus padres y plantando en persona, con paciencia y vigor, cada
una de las varitas muy verdes que ahora eran árboles majestuosos.
Esa mañana
de lunes andaba preocupado porque el viernes anterior su hija Catalina regresó
a casa a las cinco de la mañana; había ido con sus amigas a la coronación de la
reina del Club de Leones. El baile terminó a la una; a partir de las tres
empezó hablarles, con mucha pena por llamar a tan altas horas de la noche, para
preguntar a cada una si andaba con ellas, o a qué hora se despidió.
Al principio
le contestaron puras vaguedades y evasivas, con ese estilo de los jóvenes en la
comunicación con adultos. Pero cuando sentían que el señor se escuchaba de
veras angustiado, le dijeron que se había ido a Camargo a otra fiesta, a una
casa donde había una boda. Esa ciudad queda a una hora de distancia, a Bernardo
no le cabía en la cabeza que su hija no le hubiera avisado. Estaba casi seguro
de cuál era la causa.
Tres meses
antes había llegado a la ciudad un joven muy elegante y misterioso; por ahí se
decía que andaba en un negocio de terrenos, o de ganado, o de bienes raíces,
según versiones distintas. Llegó en un carro BMW color blanco, de lujo y del
año. No se hospedó en alguno de los hoteles del lugar, llegó a una casa
solariega y enorme que está en el Parque de las Lilas, la cual se mantenía muy
limpia y desde hacía varios meses parecía deshabitada. Luego se supo que era de
su propiedad.
Al primer
baile de la temporada que hubo en el Club de Leones, no faltó quien lo
invitara; es más, le llegaron tres invitaciones de familias distintas. Entró
como príncipe por la puerta del frente, atrás venían dos discretos ayudantes
con regalos para los novios, pues era fiesta de boda, y también dos cajas con
botellas de Johny Walker Etiqueta Negra: era lo que tomaba el señor.
Todo Jiménez
estaba invitado; cada quien tenía su mesa reservada con sus nombres en unos
cartelitos de lujo, diseñados en Chihuahua. En un lugar cerca de la pista de
baile estaba la silla del fuereño; hasta allá lo llevó del brazo una edecán
preciosa, muy sexi en su traje sastre, fascinada con la belleza del muchacho.
Media hora
después, llegó Catalina del brazo de su padre: resplandeció el lugar. Era una
mujer de 18 años, pintora desde niña y que en ese entonces estudiaba en Bellas
Artes. Alta y espigada como un árbol de luz, saludable y curvilínea, de piel
rosada y pelo rubio que usaba muy cortito, al estilo de los años veintes. Era
bellísima; quien la miraba no podía apartar los ojos hasta que la voluntad o la
buena educación le hacían entrar en razón y recuperar la cordura. Un silencio
de tres minutos cayó como sombra o arco iris silencioso en todo el salón. La
miraban como a un milagro.
El príncipe
y sus ayudantes también estaban inmóviles en sus sillas, congelado el
movimiento de sus manos, el vaso del whisky a medio camino hacia la boca, el
encendedor con la llama inmóvil cerca del cigarro Marlboro rojos, un río
diminuto y cristalino, casi invisible, desde labios humedecidos.
Imperiosa y
alegre inició la música de la Orquesta de Beto Díaz; a la tercera canción de la
tanda, Catalina con la altivez de una reina y con la sencillez de hija
consentida de su padre, miró acercarse hacia ella al elegantísimo forastero, a
quien no había visto nunca y ahora la miraba como aparición.
―Señorita: soy Fernando Aguirre. ¿Me concede
esta pieza?
La mujer
bonita le dio su mano en silencio, mientras se levantaba de su silla.
Bailaron
toda la noche. Como en los cuentos de hadas, parecía que en la fiesta solo
ellos tenían corporeidad. A veces salían al extenso jardín y platicaban
sentados en una banca, mientras desde el ventanal Bernardo no los perdía de
vista. Era viernes, quedaron de verse al domingo siguiente, a la salida de misa
en el templo del Santo Cristo de Burgos, donde ella y su padre asistían siempre
a las 12.
Caminaron a
lo largo de la Calzada. Ella siempre parecía vestida de lujo, usaba vestidos
que nadie sabía de donde llegaban, de París, Nueva York o de los Siglos de Oro
españoles; desde niña había elegido sus prendas de vestir como si compusiera
una obra de arte: blusas, perfumes, estolas, joyas, minifaldas o trajes de
coctel, y cada pieza parecía como si hubiera costado diez mil dólares. Él
vestía con sencillez un levi’s y una camisa vaquera de marca; no usaba botas
como los hombres del lugar, sino unos zapatos italianos que resplandecían como
si fueran de oro labrado en color negro.
Al final del
paseo, cerca de la estación ferroviaria, los esperaban dos ayudantes de
Fernando; cerca estaban estacionados el carro blanco y dos camionetas azul
marino. Catalina parecía no haberse dado cuenta que todo el tiempo, a discreta
distancia, habían ido tras ellos otros dos ayudantes, uno a cada orilla de la Calzada.
―¿Quieres ir
a Colina? ―le dijo él. Era de pocas palabras, y en eso se parecían los dos.
―Pero está
muy lejos, oyes. ¿A qué hora volvemos?
―Temprano.
Comemos en un restaurante que está a las orillas del lago, o, si quieres, en
una casa que tengo allá; andamos un rato a caballo. Antes de que llegue la
noche ya estamos de vuelta.
―Bueno.
Vamos.
Se veían dos
veces por semana, los jueves y los domingos. Fernando procuró hacerse amigo de
Bernardo, platicaban de nogales, de ganadería, de herramienta; tomaban en las
tardes un vaso de whisky, de vez en cuando jugaban dominó. A pesar de que el
primero era joven, apenas 27 años, hablaba con templanza y madurez; había
recorrido el mundo, era lector constante y tenía la profesión de ingeniero
industrial, aunque la especialidad de su trabajo eran las finanzas, había
estudiado una maestría en esa disciplina la Universidad de Nuevo México en Las
Cruces, según dijo.
El noviazgo
ya duraba dos meses viento en popa, pero a Bernardo no terminaba de cuadrarle
el muchacho. Era demasiado secretoso, llegaba los jueves por la niña en su
carrazo y se la llevaba como si fuera su dueño. Y aunque la mujer estaba
acostumbrada a ser altanera e imperiosa, con él parecía una gatita mimada. Con
él había conocido el vendaval del primer amor, el que parece único y para
siempre.
Nadie sabía
de dónde llegaba, si vivía en Jiménez o en cualquiera otra parte del mundo. Si
viajaba constantemente o era sedentario por amor en la ciudad de su princesa.
Con naturalidad manejaba un caudal inagotable de recursos, aunque era discreto
y sencillo, nada ostentoso. Pero nadie sabía bien a bien de dónde tenía tanta
fortuna, ropa cara, carros lujosos, casas enormes y fincas en Colina, en
Camargo, en Parral, en Chihuahua y en Juárez.
La noche que
Catalina no llegó a dormir a casa fue la gota que derramó el vaso, semáforo en
rojo en la angustia del padre. Cuando llegó, a las 5, Bernardo la esperaba en
el zaguán de la entrada principal.
―¿Pues qué
pasó, m´hija? Me tenías con pendiente; esas cosas no se hacen.
―Cuáles
cosas, papá. Tengo 18, ya soy adulta. Trátame como tal. Ya sé cuidarme solita.
―Pero cómo
crees. Siempre te he dejado tomar decisiones, pero hasta hoy habías sido
sensata. Ninguna señorita decente duerme fuera de su casa, eso lo tienes muy
claro.
―Papá: es mi
vida. Y ando muy cansada, no quiero discutir.
Haciéndose
la indignada escapó de prisa hacia su recámara, no se quedó a esperar regaños,
conocía bien a su padre para saber que no la obligaría por la fuerza a
confrontarlo.
Bernardo era
hombre práctico y tenía sus contactos; llamó a un amigo suyo y viajó a Parral,
donde se reunieron en el Café Calipso. Le platicó todo el asunto.
―Okey,
Bernardo. Por lo pronto el nombre no me suena, pero esta misma tarde me echo un
clavado en los expedientes, a ver qué hallamos.
Al regreso
ya había caído la noche, notó que desde el centro de aquella ciudad lo había
seguido un mismo carro, un Neón nada discreto, azul eléctrico, y ahora también
venía a prudente distancia de su troca. Hombre de decisiones rápidas y bien
pensadas, se metió a una brecha de terracería, rumbo al rancho de Los Carrejo,
amigos suyos. El Neón siguió de largo, no se metió a la boca del lobo.
Al día
siguiente los informes fueron terribles. La foto que Bernardo le había dejado a
su amigo, agente de muchos años en la Judicial del Estado, coincidía con varios
legajos que lo señalaban como presunto protagonista de asuntos muy peliagudos.
El sujeto que dijo llamarse Fernando Aguirre usaba otros siete alias, y
posiblemente ninguno de los ocho nombres fuera el verdadero, ya que ninguna
acta de Registro Civil apuntaba como oficial de nadie que coincidiera con la
edad aproximada ni el perfil del sospechoso.
Haciendo una
estimación de su trayectoria, lo sorprendente es que siendo tan joven, fuera
tan corrido. Hijo de un narco de Sinaloa, pertenecía a una nueva generación de
criminales, toda una casta de herederos que desde niños fueron a escuelas
particulares, que si no son las mejores en la academia que la educación
pública, sí resultan fuente de relaciones convenientes y acenso social. El llamado
Fernando había estudiado la secundaria y la prepa en el Tec de Monterrey,
licenciatura y maestría en administración financiera en… [Este relato
continuará].
Chávez
escribe en los siguiente sitios:
http://issuu.com/luiscarlossalcido
Con título tomado de la novela The Buenos Aires affair, del gran escritor argentino Manuel Puig, inicia este relato cuya acción sucede en Jiménez Chihuahua.
ResponderEliminarhola, aún esperando la continuación
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