Crónica de un instante negro
Por Rubén Mejía
Ningún
arma puede herir al Espíritu, ni el fuego puede quemarlo, ni el agua puede
mojarlo, ni el viento puede arrastrarlo. El Espíritu es inmortal e infinito.
Así, pues,
¡participa
en la lucha, noble guerrero!
BhágavadGitá
Se abalanzó contra mi mente y mi
cuerpo como una sombra pétrea, contundente. Sobre todo negra. Con una escuadra
en relieve montada sobre los ojos huecos, rellenos de vacío.
–Ya valiste madres.
El instante irreal estalló en
miles de partículas de miedo, por ambas partes.
–Deja de gritar como una niña.
–Y tú deja de amagarme con la
pistola, ¿qué quieres?
Inició por mi cuello: de un
tirón me arrancó la cadena con mis pequeños amuletos, los de toda la vida,
ahora bajo la luz adversa de mi estrella.
–¡Híncate, cabrón!
Sus manos sobre mis hombros me
obligaron a obedecerle.
–Y no quiero que nos mires, no
nos veas.
Su cómplice, el que tocó en la
reja y a su vez había brincado la misma, ya me amarraba de manos y pies con el
cordón de la lámpara y los cables de las computadoras.
–¿Hay alguien más en la casa?
–No, estoy solo.
Tirado en el suelo, primero fue
su pie sobre un lado de mi cara, luego una venda –mal puesta– sobre los ojos y
finalmente un objeto en torno a mi rostro, que pensé era una caja de cartón,
pero más tarde reconocí como el libro de Don Quijote, de formato grande,
glosado por Drumond de Andrade y con dibujos de Portinari que está a la entrada
de mi changarro.
La noche era para mí, por
primera vez, una sombra inclemente.
–Te pasaste de lanza con la
morra de otro, la que no debías.
–Te equivocaste de hombre. Yo no
me meto con las mujeres de otros, yo tengo a mi mujer.
–Trabajas en el gobierno.
–Yo no trabajo en el gobierno.
Soy un escritor de poemas y he sido un editor independiente de libros y
literatura más de la mitad de la vida. ¿Es eso un delito?
–Dime dónde tienes la cartera,
puto –unos toques eléctricos recorrían mi brazo izquierdo y una punta filosa se
paseaba por mi cuello
–¿En cuánto valoras tu vida,
pinchi ruco?
Es un martes,
son pasadas las 22 horas y es un 22 de julio, cuando golpean varias veces en la
reja, suavemente. Supongo que es un vecino o una persona necesitada de ayuda.
Termino de revisar las galeras de un libro en la pantalla de la computadora y
estoy a punto de imprimir algunas placas para su tiraje en offset al día
siguiente. A través de internet escucho un concierto de Gypsy Jazz.
Bajo la luz de la lámpara de
pie, vislumbro ciertos detalles de su vestimenta y la generación turbulenta de
sus movimientos. Puedo imaginarlos: un par de muchachos, mayores de veinte,
menores de treinta.
–Yo sé todo de ti, pendejo. T o
d o .
–De mí no sabes nada y no
levantes más falsos. A ver, qué sabes de mí. Dímelo.
–Aquí el que hace las preguntas
soy yo.
La patada, al nivel de los
riñones, es la más acabada, de las que dejan huella.
–¿Dónde tienes las tarjetas de
crédito?
–No utilizo tarjetas de crédito.
–Si no me dices dónde tienes la
cartera y las de crédito, te corto un dedo, cabrón.
–No uso cartera ni manejo
tarjetas de crédito.
–¿Te sabes el abecedario,
pendejo?
–Sí me lo sé, no es necesario
ser escritor para saberlo.
–¿Cuál es la última letra del
abecedario? Dime, puto, ¿cuál es?
La virtuosa
banda de jazz gitano no se oye más. Estoy en una especie de trance, en medio de
una alucinación perversa o en una isla a la deriva, hundido centímetro a
centímetro por el peso del vacío, sin el horizonte del mar. Espero la aparición
de una aurora noctámbula, la vibra de alguna cuerda.
Dudo antes de responder. Podía
ser el último golpe de dados, la trampa final.
–Es la zeta, la letra zeta.
–Eso soy: un Zeta. Y llevo
charola, y tú no tienes.
–Nunca he trabajado para ningún
gobierno. Ya te lo dije: soy un simple editor de libros y de publicaciones
literarias. Estás con el hombre equivocado.
Yazgo en una
penumbra sólida, con la oreja derecha contra el suelo, pero a la vez floto en
un aire enrarecido, jalado por alguna sombra como soga. Oigo el tic tac de un
reloj que nunca antes había escuchado, sus manecillas chirrían como tenazas
oxidadas. Palpo el infratiempo.
Su cómplice sube y baja las
escaleras, parece olisquear por todos los rincones y rumiar todos los espacios,
aun los imperceptibles. Chasquea continuamente su lengua como si fuera un
cuerpo separado del suyo, sus papilas degustan hasta el más mínimo objeto.
–Ahora vas a decirme la
combinación de la caja fuerte.
–No hay ninguna caja fuerte,
pueden voltear la casa al revés y al derecho, volver a voltearla y no la encontrarán.
Tampoco hallarán tarjetas de banco. Aquí solo hay libros, películas, discos...
Son los únicos bienes.
Una nueva patada se vacía sobre
mi costado izquierdo.
–¿Dónde tienes la chequera,
cabrón?
–Hay una chequera en la recámara
de arriba.
Sigo volcado contra el piso, mal
amordazado, próximo a la puerta de entrada donde recibí la primera embestida.
Se turnan para no dejarme solo. Por un ángulo del libro de Don Quijote, abierto
sobre mi faz, puedo observar a ras de suelo las nervaduras minúsculas de mi
planta, el haz y el envés de sus hojas, la escala completa de los tonos en
verde. [Es un instante eterno, igualmente muerto. Intento no pensar, poner la
mente en blanco, pero no me es posible. Entonces trato de recordar la última
vez en que estuve por los suelos, de tal modo, despatarrado. Pero no hay
memoria ni espejos. La incertidumbre del ahora vuelve añicos cualquier
retrovisor.
Luego del desove de algunas
olas, emerge una evocación fugaz, un latido de mi primera infancia: Estoy
acostado en un piso frío, debajo de la litera de dos camas, agarrado con ambas
manos a sus resortes en espiral. Prácticamente en el último nivel, densamente
oscuro, de la pequeña casa familiar. Emito durante ondulantes y prolongados
minutos, acaso horas, una especie de gruñido. Busco tercamente modular la letra
erre. Aprehender su sonido en el ensamble alfabético, pues pronunciaba a
la erre como ele. Tengo entre cinco y seis años, y es tiempo de
entrar a la escuela primaria... Y no era posible que mi nombre final fuera l.m,
y no r.m. Rrrrrrrrrrr].
–Agárralo de los pies –le ordena
a su compañero, a quien le dice "pareja"–. Vas a decirnos dónde
guardas los cheques.
Un cascabeleo sierpe ~ssssSssss~
zigzaguea incesante por un radio de comunicación.
Soy un cerdo desollado. Entre
los dos me suben por los trece peldaños mal nivelados de la escalera. Un lechón
soy, nada joven por cierto, pendiente de un palo girante y listo para su
cocimiento a las brasas, con el sazón punzante de la ignominia (pero, ¡qué
cochinos, qué cerdos!)
Entramos en la recámara, me
arrojan contra el único sillón. Les señalo, sin ver, el rincón derecho:
–Ahí sobre esa mesita búsquenla,
está dentro de un libro.
–Aquí solo hay un montón de
cajas de películas, no quieras vernos la jeta.
–Entre las películas hay las
tapas de un libro que dice Jorge Luis Borges. Bueno, si es que sabes leer.
Ahí adentro está la chequera.
Los hombres del
nuevo siglo, ¿cómo se transformarán a sí mismos y transformarán al mundo a
partir de la crisálida seca? Los niños de mañana, ¿nacerán con tres corazones,
o incluso más, para hacer frente al mundo, a la maldad y aun amar a los otros
hombres? ¿Cómo vivir y morir con esta negración.
–Hazme el cheque. ¿Eres derecho
o izquierdo?
–Deberías saberlo, pues según tú
conoces todo de mí: T o d o. . . Soy derecho.
Me quita por un momento la venda
y me desata una mano. Busco la pluma y los lentes de lectura que siempre llevo
en la bolsa derecha del pantalón, son los únicos objetos que permanecen ahí.
Las llaves y mis identificaciones, efímeras, están en sus manos.
–No vayas a levantar la vista,
güey, no nos mires.
Desde
incontables años, quizás anteriores a mi juventud, pensaba que en el lenguaje y
la poesía tendría un aura que me pondría a salvo del ruido y la furia del
mundo. ¿Dónde se había extraviado esa magia? ¿Dónde reencontraría mi luz
benéfica?
De un manotazo vuelca un cúmulo
de películas y pone sobre mis piernas, invertida, la videocasetera para que me
sirva de escritorio.
–¿A nombre de quién hago el
cheque?
–Ni modo que a mi nombre,
¿quieres que te diga cómo me llamo, pendejo?
–No me interesa cómo te llamas,
ni saber nada de ti. Solo dime a nombre de quién hago el cheque.
–Hazlo al portador por cincuenta
mil pesos.
–Al portador y por cincuenta mil
pesos –le digo con una sonrisa clavada en la chequera–, no creo que puedas
cobrarlo. Y dudo que haya esa cantidad en la cuenta de la editorial.
–¿De cuánto se puede cobrar un
cheque al portador? Tú debes saber de cuánto. Dímelo.
–Yo no sé, soy escritor, no
contador.
La sombra rocosa que me había
expulsado del paraíso de la noche, parece desmoronarse como un montoncito de
piedras. No obstante, persiste en su baja rudeza.
–Hazlo por veinte mil y ay de ti
si lo haces mal, si quieres pasarte de listo.
Firmo el cheque, lo desprendo
del talonario y extiendo la mano para entregárselo. Él me arrebata toda la
chequera. A través del radio de comunicación continúa una cascada de palabras babas.
–¿Qué es esta raya que pusiste
aquí?
Su mismo compañero le responde:
–Es una ele para que diga
"del" en lugar de "de".
Y yo completo la breve lección
sintáctica:
–Sí, es más correcto que diga
"páguese a nombre del portador".
–Mmmm.
–Ya aprendiste algo nuevo hoy.
–No te vamos a soltar. Te
retendremos hasta mañana, hasta que no cobremos el cheque. Son órdenes de
arriba.
–¿Órdenes de quién? ¿De quién
arriba...?
Reúnen las palmas de mis manos
con una atadura doble y anulan en definitiva cualquier encuentro entre sus ojos
y los míos. De un soplo me devuelven al subsuelo, ahora con un par de
centímetros de alfombra.
–¡Acaba de una vez más con esta
farsa!
Es México, tan
triste, tan bárbaro como un brote que no se abre al contacto de la luz solar ni
abreva en la savia de su gran cultura. Un país suspendido, a la mitad de un
salto crítico que puede significar el origen de una transformación histórica o
una caída sin freno, abisal. Mi instante oscuro transcurre interminable en la
ciudad norteña de los cerros y las nubes, en esta tierra que se devora a sí
misma, y sucede en mi changarro petite, una partícula de polen y
escritura, que tiene a la entrada un dibujo de Felipe con unos versos del poema
La casa:
Pasa Tienes las
llaves en la mano
Esta es tu casa
La casa del poema
El otro, el que apenas había
hablado, se queda a solas conmigo por dos o tres minutos. Al trasluz de la
venda, bocarriba, puedo mirar su juventud irregular y movediza. Tiene unos 22 o
23, la edad de mi hijo.
–Aparte de hacer esto, ¿tú a qué
te dedicas? –Le pregunto, mas no me responde. Aprovecho este silencio:
–Dile a tu compañero, que sigue
muy nervioso, que no ganará nada si me llevan con ustedes y que aun podrían
perder lo ganado. Tú, ¿qué quieres de la vida? ¿Quieres saber lo que quiero
yo…? Quiero tiempo para terminar de escribir unos libros que sean dignos de ser
leídos por los hombres, sobre todo por los jóvenes, como mi hijo y como tú… Eso
es lo que quiero.
Percibo que se inclina un poco.
Me dice en voz baja:
–No nos lo vamos a llevar, pero
ya cállese la boca.
Me echa encima el sillón, contra
el que antes me habían sentado, y me pone algunas telas sobre el rostro.
Sabía que no
era un mal sueño, tampoco una irrupción fantasmal a mitad de la noche. Mas ante
esa realidad absurda y disruptiva, acaso en un intento extremo, o por fuera, de
darle un sentido a lo inexplicable, de pronto me asaltaron algunas
interrogantes desde mi camuflaje con la dimensión plana del suelo: este par de
criaturas desenfrenadas e insatisfechas, como un cardumen arrasante, ¿no son
sino dos proyecciones holográmicas y materializadas?, ¿una prolongación
alucinante de mi yo más sórdido e incognoscible?, ¿un delirio de mi cerebro en
un vuelco demente en contra de sí mismo?
Escucho la otra voz:
–¿Dónde tienes la factura de la
camioneta?
–No lo sé, debe estar en la
biblioteca, en el único archivero. Allí búscala.
–Este es tu día de suerte. Dale
gracias a Dios. No te vamos a llevar.
[Todas sus acciones tienen el
propósito de confundir a su presa, desarticularla psíquicamente al último
grado, romperla parte a parte sobre columnas reverberantes de un camino límite
y candente que podría no tener regreso].
Uno le da una última vuelta a
mis amarres y el otro me mete un trapo maloliente en la boca. Apagan la luz de
la recámara y cierran la puerta. Los oigo precipitarse escaleras abajo y
arrastrar sin piedad la reja de la cochera –más tarde nos dimos cuenta que al
salir pusieron de nuevo el candado, seguramente para que no se metieran los
ladrones.
No me es difícil desatarme, son
los cables del teléfono. Tengo molidos el alma y algunas partes del cuerpo.
Reconecto la línea telefónica e inicio la serie de llamadas: a mi mujer de
todos mis días y mis noches, a mi familia, a mis amigos entrañables, los que siempre
están ahí, los que reconocen en otro ser el latido de su propio corazón, a quienes
me aman y yo amo, e incluso, de algún modo, intercambio una mirada, o tal vez solo
un guiño, con mis padres que me protegieron en el instante negro con un halo
cenital y amoroso.
Uno tras otro fueron llegando
los diversos cuerpos policiacos: los municipales (y nos dieron la una),
los estatales (las dos) y los ministeriales (y las tres),
alternando las luces rojas y azules, enceguecedoras, de sus pick ups ultramodernas,
casi aéreas.
Llegaron asimismo los
interrogatorios, múltiples e idénticos, los expertos en balística y los peritos
en huellas dactilares, más una denuncia legal y personal que aún no termina.
(Algunos días después, escuché
en una entrevista al líder de los empresarios y comerciantes:
"Yo les recomiendo a los
ciudadanos que tienen algún negocio o comercio que pongan más cámaras de video –¿cuántas
sería bueno, señor líder de los empresarios?, ¿una cámara por cada instante y
cada superficie, como un bigbrother ubicuo y cuántico?–, también le
recomiendo a la ciudadanía en general que eleve hasta donde pueda las rejas de
sus casas y hogares –¿a qué nivel, señor, a qué nivel?, ¿a la altura del
bello Cerro Grande o hasta el mismo techo del cielo, como si fueran las rejas
de la torre de Babel? Así, los ciudadanos, ¿seríamos un blanco menos preciso,
realmente invisible, frente a este ser policéfalo, de hálito ponzoñoso y
ventosas poderosas: el Estado corrompido y la delincuencia desquiciada: la
perfecta fórmula criminal?–. Así, todos viviremos más seguros",
concluye el joven y prometedor empresario).
Podría hacer un recuento de los
daños, parte por parte, sobre la balanza quebrada del tiempo.
Asimismo, podría hablar del gran
botín frustrado (la camioneta fue abandonada a menos de un kilómetro de
distancia, tal vez porque no atinaron cómo quitarle el freno de mano, y el
cheque impagable no pudieron cobrarlo).
Solo agrego: me despojaron de
mis equipos de computación y me empujaron por una vía zigzagueante en el cenit
ciego de la noche, pero no me arrebataron el goce expandido de la vida. Mi
espíritu se esparce con el aroma frágil de lo recuperado y que, por un momento,
creí perdido: la versión final de mi Cántico que, gracias al azar, había
grabado siete días antes en una memoria.
Toda la vida he sido un hombre agradecido.
Ahora lo soy más que nunca.
Rubén Mejía escribe libros de poemas,
algunos publicados. Entre otros, El jardín
de las delicias, Segunda muerte y
Expíritu. En Chihuahua ha sido editor
de medio mundo en su empresa Ediciones del Azar.
En agosto 2014 asaltaron en ciudad Chihuahua al poeta mexicano Rubén Mejía; luego escribió este fino relato hiperrealista.
ResponderEliminarExcelente relato, bellamente prosificado, como corresponde al maestro Mejía. Terrible asunto y tan repetido en nuestra triste, atribulada nación.
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