sábado, 3 de enero de 2015

Rubén Mejía




Crónica de un instante negro




Por Rubén Mejía




Ningún arma puede herir al Espíritu, ni el fuego puede quemarlo, ni el agua puede mojarlo, ni el viento puede arrastrarlo. El Espíritu es inmortal e infinito. Así, pues,
¡participa en la lucha, noble guerrero!
BhágavadGitá






Se abalanzó contra mi mente y mi cuerpo como una sombra pétrea, contundente. Sobre todo negra. Con una escuadra en relieve montada sobre los ojos huecos, rellenos de vacío.

–Ya valiste madres.

El instante irreal estalló en miles de partículas de miedo, por ambas partes.

–Deja de gritar como una niña.

–Y tú deja de amagarme con la pistola, ¿qué quieres?

Inició por mi cuello: de un tirón me arrancó la cadena con mis pequeños amuletos, los de toda la vida, ahora bajo la luz adversa de mi estrella.

–¡Híncate, cabrón!

Sus manos sobre mis hombros me obligaron a obedecerle.

–Y no quiero que nos mires, no nos veas.

Su cómplice, el que tocó en la reja y a su vez había brincado la misma, ya me amarraba de manos y pies con el cordón de la lámpara y los cables de las computadoras.

–¿Hay alguien más en la casa?

–No, estoy solo.

Tirado en el suelo, primero fue su pie sobre un lado de mi cara, luego una venda –mal puesta– sobre los ojos y finalmente un objeto en torno a mi rostro, que pensé era una caja de cartón, pero más tarde reconocí como el libro de Don Quijote, de formato grande, glosado por Drumond de Andrade y con dibujos de Portinari que está a la entrada de mi changarro.

La noche era para mí, por primera vez, una sombra inclemente.

–Te pasaste de lanza con la morra de otro, la que no debías.

–Te equivocaste de hombre. Yo no me meto con las mujeres de otros, yo tengo a mi mujer.

–Trabajas en el gobierno.

–Yo no trabajo en el gobierno. Soy un escritor de poemas y he sido un editor independiente de libros y literatura más de la mitad de la vida. ¿Es eso un delito?

–Dime dónde tienes la cartera, puto –unos toques eléctricos recorrían mi brazo izquierdo y una punta filosa se paseaba por mi cuello

–¿En cuánto valoras tu vida, pinchi ruco?

Es un martes, son pasadas las 22 horas y es un 22 de julio, cuando golpean varias veces en la reja, suavemente. Supongo que es un vecino o una persona necesitada de ayuda. Termino de revisar las galeras de un libro en la pantalla de la computadora y estoy a punto de imprimir algunas placas para su tiraje en offset al día siguiente. A través de internet escucho un concierto de Gypsy Jazz.

Bajo la luz de la lámpara de pie, vislumbro ciertos detalles de su vestimenta y la generación turbulenta de sus movimientos. Puedo imaginarlos: un par de muchachos, mayores de veinte, menores de treinta.

–Yo sé todo de ti, pendejo. T o d o .

–De mí no sabes nada y no levantes más falsos. A ver, qué sabes de mí. Dímelo.

–Aquí el que hace las preguntas soy yo.

La patada, al nivel de los riñones, es la más acabada, de las que dejan huella.

–¿Dónde tienes las tarjetas de crédito?

–No utilizo tarjetas de crédito.

–Si no me dices dónde tienes la cartera y las de crédito, te corto un dedo, cabrón.

–No uso cartera ni manejo tarjetas de crédito.

–¿Te sabes el abecedario, pendejo?

–Sí me lo sé, no es necesario ser escritor para saberlo.

–¿Cuál es la última letra del abecedario? Dime, puto, ¿cuál es?

La virtuosa banda de jazz gitano no se oye más. Estoy en una especie de trance, en medio de una alucinación perversa o en una isla a la deriva, hundido centímetro a centímetro por el peso del vacío, sin el horizonte del mar. Espero la aparición de una aurora noctámbula, la vibra de alguna cuerda.

Dudo antes de responder. Podía ser el último golpe de dados, la trampa final.

–Es la zeta, la letra zeta.

–Eso soy: un Zeta. Y llevo charola, y tú no tienes.

–Nunca he trabajado para ningún gobierno. Ya te lo dije: soy un simple editor de libros y de publicaciones literarias. Estás con el hombre equivocado.

Yazgo en una penumbra sólida, con la oreja derecha contra el suelo, pero a la vez floto en un aire enrarecido, jalado por alguna sombra como soga. Oigo el tic tac de un reloj que nunca antes había escuchado, sus manecillas chirrían como tenazas oxidadas. Palpo el infratiempo.

Su cómplice sube y baja las escaleras, parece olisquear por todos los rincones y rumiar todos los espacios, aun los imperceptibles. Chasquea continuamente su lengua como si fuera un cuerpo separado del suyo, sus papilas degustan hasta el más mínimo objeto.

–Ahora vas a decirme la combinación de la caja fuerte.

–No hay ninguna caja fuerte, pueden voltear la casa al revés y al derecho, volver a voltearla y no la encontrarán. Tampoco hallarán tarjetas de banco. Aquí solo hay libros, películas, discos... Son los únicos bienes.

Una nueva patada se vacía sobre mi costado izquierdo.

–¿Dónde tienes la chequera, cabrón?

–Hay una chequera en la recámara de arriba.

Sigo volcado contra el piso, mal amordazado, próximo a la puerta de entrada donde recibí la primera embestida. Se turnan para no dejarme solo. Por un ángulo del libro de Don Quijote, abierto sobre mi faz, puedo observar a ras de suelo las nervaduras minúsculas de mi planta, el haz y el envés de sus hojas, la escala completa de los tonos en verde. [Es un instante eterno, igualmente muerto. Intento no pensar, poner la mente en blanco, pero no me es posible. Entonces trato de recordar la última vez en que estuve por los suelos, de tal modo, despatarrado. Pero no hay memoria ni espejos. La incertidumbre del ahora vuelve añicos cualquier retrovisor.

Luego del desove de algunas olas, emerge una evocación fugaz, un latido de mi primera infancia: Estoy acostado en un piso frío, debajo de la litera de dos camas, agarrado con ambas manos a sus resortes en espiral. Prácticamente en el último nivel, densamente oscuro, de la pequeña casa familiar. Emito durante ondulantes y prolongados minutos, acaso horas, una especie de gruñido. Busco tercamente modular la letra erre. Aprehender su sonido en el ensamble alfabético, pues pronunciaba a la erre como ele. Tengo entre cinco y seis años, y es tiempo de entrar a la escuela primaria... Y no era posible que mi nombre final fuera l.m, y no r.m. Rrrrrrrrrrr].

–Agárralo de los pies –le ordena a su compañero, a quien le dice "pareja"–. Vas a decirnos dónde guardas los cheques.

Un cascabeleo sierpe ~ssssSssss~ zigzaguea incesante por un radio de comunicación.

Soy un cerdo desollado. Entre los dos me suben por los trece peldaños mal nivelados de la escalera. Un lechón soy, nada joven por cierto, pendiente de un palo girante y listo para su cocimiento a las brasas, con el sazón punzante de la ignominia (pero, ¡qué cochinos, qué cerdos!)

Entramos en la recámara, me arrojan contra el único sillón. Les señalo, sin ver, el rincón derecho:

–Ahí sobre esa mesita búsquenla, está dentro de un libro.

–Aquí solo hay un montón de cajas de películas, no quieras vernos la jeta.

–Entre las películas hay las tapas de un libro que dice Jorge Luis Borges. Bueno, si es que sabes leer. Ahí  adentro está la chequera.


Los hombres del nuevo siglo, ¿cómo se transformarán a sí mismos y transformarán al mundo a partir de la crisálida seca? Los niños de mañana, ¿nacerán con tres corazones, o incluso más, para hacer frente al mundo, a la maldad y aun amar a los otros hombres? ¿Cómo vivir y morir con esta negración.

–Hazme el cheque. ¿Eres derecho o izquierdo?

–Deberías saberlo, pues según tú conoces todo de mí:      T o d o. . .  Soy derecho.

Me quita por un momento la venda y me desata una mano. Busco la pluma y los lentes de lectura que siempre llevo en la bolsa derecha del pantalón, son los únicos objetos que permanecen ahí. Las llaves y mis identificaciones, efímeras, están en sus manos.

–No vayas a levantar la vista, güey, no nos mires.

Desde incontables años, quizás anteriores a mi juventud, pensaba que en el lenguaje y la poesía tendría un aura que me pondría a salvo del ruido y la furia del mundo. ¿Dónde se había extraviado esa magia? ¿Dónde reencontraría mi luz benéfica?

De un manotazo vuelca un cúmulo de películas y pone sobre mis piernas, invertida, la videocasetera para que me sirva de escritorio.

–¿A nombre de quién hago el cheque?

–Ni modo que a mi nombre, ¿quieres que te diga cómo me llamo, pendejo?

–No me interesa cómo te llamas, ni saber nada de ti. Solo dime a nombre de quién hago el cheque.

–Hazlo al portador por cincuenta mil pesos.

–Al portador y por cincuenta mil pesos –le digo con una sonrisa clavada en la chequera–, no creo que puedas cobrarlo. Y dudo que haya esa cantidad en la cuenta de la editorial.

–¿De cuánto se puede cobrar un cheque al portador? Tú debes saber de cuánto. Dímelo.

–Yo no sé, soy escritor, no contador.

La sombra rocosa que me había expulsado del paraíso de la noche, parece desmoronarse como un montoncito de piedras. No obstante, persiste en su baja rudeza.

–Hazlo por veinte mil y ay de ti si lo haces mal, si quieres pasarte de listo.

Firmo el cheque, lo desprendo del talonario y extiendo la mano para entregárselo. Él me arrebata toda la chequera. A través del radio de comunicación continúa una cascada de palabras babas.

–¿Qué es esta raya que pusiste aquí?

Su mismo compañero le responde:

–Es una ele para que diga "del" en lugar de "de".

Y yo completo la breve lección sintáctica:

–Sí, es más correcto que diga "páguese a nombre del portador".

–Mmmm.

–Ya aprendiste algo nuevo hoy.

–No te vamos a soltar. Te retendremos hasta mañana, hasta que no cobremos el cheque. Son órdenes de arriba.

–¿Órdenes de quién? ¿De quién arriba...?

Reúnen las palmas de mis manos con una atadura doble y anulan en definitiva cualquier encuentro entre sus ojos y los míos. De un soplo me devuelven al subsuelo, ahora con un par de centímetros de alfombra.

–¡Acaba de una vez más con esta farsa!

Es México, tan triste, tan bárbaro como un brote que no se abre al contacto de la luz solar ni abreva en la savia de su gran cultura. Un país suspendido, a la mitad de un salto crítico que puede significar el origen de una transformación histórica o una caída sin freno, abisal. Mi instante oscuro transcurre interminable en la ciudad norteña de los cerros y las nubes, en esta tierra que se devora a sí misma, y sucede en mi changarro petite, una partícula de polen y escritura, que tiene a la entrada un dibujo de Felipe con unos versos del poema La casa:


Pasa    Tienes las llaves en la mano
                   Esta es tu casa
La casa del poema


El otro, el que apenas había hablado, se queda a solas conmigo por dos o tres minutos. Al trasluz de la venda, bocarriba, puedo mirar su juventud irregular y movediza. Tiene unos 22 o 23, la edad de mi hijo.

–Aparte de hacer esto, ¿tú a qué te dedicas? –Le pregunto, mas no me responde. Aprovecho este silencio:

–Dile a tu compañero, que sigue muy nervioso, que no ganará nada si me llevan con ustedes y que aun podrían perder lo ganado. Tú, ¿qué quieres de la vida? ¿Quieres saber lo que quiero yo…? Quiero tiempo para terminar de escribir unos libros que sean dignos de ser leídos por los hombres, sobre todo por los jóvenes, como mi hijo y como tú… Eso es lo que quiero.

Percibo que se inclina un poco. Me dice en voz baja:

–No nos lo vamos a llevar, pero ya cállese la boca.

Me echa encima el sillón, contra el que antes me habían sentado, y me pone algunas telas sobre el rostro.

Sabía que no era un mal sueño, tampoco una irrupción fantasmal a mitad de la noche. Mas ante esa realidad absurda y disruptiva, acaso en un intento extremo, o por fuera, de darle un sentido a lo inexplicable, de pronto me asaltaron algunas interrogantes desde mi camuflaje con la dimensión plana del suelo: este par de criaturas desenfrenadas e insatisfechas, como un cardumen arrasante, ¿no son sino dos proyecciones holográmicas y materializadas?, ¿una prolongación alucinante de mi yo más sórdido e incognoscible?, ¿un delirio de mi cerebro en un vuelco demente en contra de sí mismo?

Escucho la otra voz:

–¿Dónde tienes la factura de la camioneta?

–No lo sé, debe estar en la biblioteca, en el único archivero. Allí búscala.

–Este es tu día de suerte. Dale gracias a Dios. No te vamos a llevar.

[Todas sus acciones tienen el propósito de confundir a su presa, desarticularla psíquicamente al último grado, romperla parte a parte sobre columnas reverberantes de un camino límite y candente que podría no tener regreso].

Uno le da una última vuelta a mis amarres y el otro me mete un trapo maloliente en la boca. Apagan la luz de la recámara y cierran la puerta. Los oigo precipitarse escaleras abajo y arrastrar sin piedad la reja de la cochera –más tarde nos dimos cuenta que al salir pusieron de nuevo el candado, seguramente para que no se metieran los ladrones.

No me es difícil desatarme, son los cables del teléfono. Tengo molidos el alma y algunas partes del cuerpo. Reconecto la línea telefónica e inicio la serie de llamadas: a mi mujer de todos mis días y mis noches, a mi familia, a mis amigos entrañables, los que siempre están ahí, los que reconocen en otro ser el latido de su propio corazón, a quienes me aman y yo amo, e incluso, de algún modo, intercambio una mirada, o tal vez solo un guiño, con mis padres que me protegieron en el instante negro con un halo cenital y amoroso.

Uno tras otro fueron llegando los diversos cuerpos policiacos: los municipales (y nos dieron la una), los estatales (las dos) y los ministeriales (y las tres), alternando las luces rojas y azules, enceguecedoras, de sus pick ups ultramodernas, casi aéreas.

Llegaron asimismo los interrogatorios, múltiples e idénticos, los expertos en balística y los peritos en huellas dactilares, más una denuncia legal y personal que aún no termina.

(Algunos días después, escuché en una entrevista al líder de los empresarios y comerciantes:

"Yo les recomiendo a los ciudadanos que tienen algún negocio o comercio que pongan más cámaras de video –¿cuántas sería bueno, señor líder de los empresarios?, ¿una cámara por cada instante y cada superficie, como un bigbrother ubicuo y cuántico?–, también le recomiendo a la ciudadanía en general que eleve hasta donde pueda las rejas de sus casas y hogares –¿a qué nivel, señor, a qué nivel?, ¿a la altura del bello Cerro Grande o hasta el mismo techo del cielo, como si fueran las rejas de la torre de Babel? Así, los ciudadanos, ¿seríamos un blanco menos preciso, realmente invisible, frente a este ser policéfalo, de hálito ponzoñoso y ventosas poderosas: el Estado corrompido y la delincuencia desquiciada: la perfecta fórmula criminal?–. Así, todos viviremos más seguros", concluye el joven y prometedor empresario).

Podría hacer un recuento de los daños, parte por parte, sobre la balanza quebrada del tiempo.

Asimismo, podría hablar del gran botín frustrado (la camioneta fue abandonada a menos de un kilómetro de distancia, tal vez porque no atinaron cómo quitarle el freno de mano, y el cheque impagable no pudieron cobrarlo).

Solo agrego: me despojaron de mis equipos de computación y me empujaron por una vía zigzagueante en el cenit ciego de la noche, pero no me arrebataron el goce expandido de la vida. Mi espíritu se esparce con el aroma frágil de lo recuperado y que, por un momento, creí perdido: la versión final de mi Cántico que, gracias al azar, había grabado siete días antes en una memoria.

Toda la vida he sido un hombre agradecido. Ahora lo soy más que nunca.




Rubén Mejía escribe libros de poemas, algunos publicados. Entre otros, El jardín de las delicias, Segunda muerte y Expíritu. En Chihuahua ha sido editor de medio mundo en su empresa Ediciones del Azar.

2 comentarios:

  1. En agosto 2014 asaltaron en ciudad Chihuahua al poeta mexicano Rubén Mejía; luego escribió este fino relato hiperrealista.

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  2. Excelente relato, bellamente prosificado, como corresponde al maestro Mejía. Terrible asunto y tan repetido en nuestra triste, atribulada nación.

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